Por Carlos Ferrer (*)
Meses atrás, cuando ya había transcurrido más de un año de la vacancia del cargo de fiscal general en el Poder Judicial de la Provincia, hice públicas, en un ámbito académico, mis críticas reflexiones acerca de dicha anómala situación. Las expresé en el marco de comentarios -también críticos- a la precedente reforma de la Ley Orgánica del Ministerio Público, producida mientras éste era conducido interinamente por un binomio de fiscales adjuntos, quienes parecieron ser los expositores de las llamativas modificaciones (por su oportunidad) que finalmente se aprobaron (ley 10677, sancionada el 4/12/19).
A días de cumplirse los dos años de la preocupante vacancia, finalmente el Gobernador de la Provincia cumplió su demorada obligación de proponer y -trámite parlamentario mediante- designar al reemplazante. Recayó el cargo en Juan Manuel Delgado, quien lo ocupa desde el 31 de marzo pasado.
Ni durante los dos años que se consumieron ni al momento de la difusión de dicha propuesta brindó jamás el poder político explicación alguna sobre los motivos de esa tan postergada respuesta institucional.
Tampoco el primer magistrado de la Provincia dio razones para justificar por qué no consideró la posibilidad de seleccionar un técnico experimentado, con demostrada capacidad de gestión, trayectoria y conocimiento de la institución (que los hay, y muchos, entre los magistrados y magistradas, y fiscales del Poder Judicial, o abogados y abogadas del fuero).
En cambio, optó por un especialista en áreas jurídicas ajenas al Ministerio Público Fiscal (MPF) y al fuero Penal, cuyo único antecedente fue la inmediata actuación pública anterior como dependiente del Ejecutivo durante casi dos años, en el cargo de procurador del Tesoro.
Es absolutamente claro que la conducción del MPF, desde la mirada política y la de los intereses que la alientan, no es una cuestión menor. De hecho, se trata de un tema cuyas implicancias se debaten, incluso desde hace tiempo, en el ámbito nacional.
Pero debo decir que fue Córdoba la provincia que, tras la recuperación de la democracia, dio el puntapié inicial en su regularización político-institucional, en oportunidad de la reforma constitucional de 1986/1987, en la cual se previó el MPF integrando el Poder Judicial.
Mediante dicha pertenencia y con el diseño que se le dio, se pretendió garantizar el desempeño funcional independiente de sus integrantes, en tanto responsables de una actuación objetiva, ajena a los avatares de las contiendas políticas o partidarias coyunturales. Y, principalmente, signado por el deber de velar por la recta administración de justicia y de diseñar y ejecutar (en el ejercicio monopólico de la acción penal pública que le compete) las políticas de persecución penal que establezca su máxima jerarquía: la Fiscalía General (artículos 171, 172 y 173 de la Constitución Provincial).
Eso incluye la posibilidad de impugnar las resoluciones del Tribunal Superior de Justicia (TSJ) cuando éstas no satisfagan el marco convencional, constitucional y legal aplicable; y la obligación de investigar, perseguir y procurar eficazmente la condena de los delincuentes, incluso de los propios integrantes de los poderes del Estado. Es decir, de los corruptos.
El fiscal General, que es designado por el Gobernador previo acuerdo de la Legislatura -como a todos los demás jueces y fiscales-, es un funcionario cuyo desempeño es periódico (dura cinco años en el cargo) y es quien conduce a todos los fiscales de la Provincia y sus auxiliares (incluida la Policía Judicial), bajo los principios de unidad de actuación y subordinación jerárquica. Pero, además, también interviene en la designación de los magistrados inferiores que integran el Consejo de la Magistratura, así como en los juicios de destitución que se promuevan en contra de ellos.
En este marco normativo se erige como un indiscutible factor de poder, con proyecciones políticas (de política institucional). Como tal, la selección de quienes resultan designados o designadas para conducirlo no es una cuestión indiferente al poder político (partidario);
y el interés por prevenir o controlar las decisiones sobre los -muchas veces- muy delicados asuntos que quedan bajo su órbita, queda a la vista si se repasan los nombres de quienes fueron investidos con dicha autoridad (casi sin excepción), tanto como si se consideran las leyes que se fueron dictando en su consecuencia.
Ambas cuestiones afectan, sin dudas, la pretendida actuación independiente de todos y todas las integrantes del Ministerio Público, tema que, aunque no quede expuesto a simple vista, no es ni debe ser ajeno al interés general de la ciudadanía porque tiene relación directa con la vigencia de sus derechos y garantías, en el más amplio sentido. A esto último me referiré en el presente artículo.
Veamos. El 20/9/89, bajo un diseño que reafirmaba la voluntad constituyente, se sancionó la Ley Orgánica del Ministerio Público Fiscal, en la que se reguló también la nueva y novedosa institución de la Policía Judicial (ley 7826). Hasta allí, las normas relacionadas, junto a la trascendente reforma del Código Procesal Penal (ley 8123), no hicieron más que reglamentar necesarias previsiones constitucionales, acordes con los nuevos paradigmas.
No obstante, desde entonces y hasta el presente, además de algunas adecuaciones necesarias, se fueron legislando nuevas normas que, puedo decir, han ido desfigurando el MPF al añadirle funciones e incumbencias totalmente ajenas a su cometido institucional fijado por la Constitución. Esto generó lazos de interdependencia con el poder político que, por su significación jurídica, su aplicación concreta o sus implicancias políticas -personalmente sostengo-, hoy parecen emular una agencia gubernamental.
Es así que, con el devenir de los tiempos, convalidado por las mayorías resultantes de los distintos procesos electorales y con escasa, insuficiente o nula resistencia opositora (honrosas excepciones, mediante), el poder político dominante le fue añadiendo incumbencias cuya conformidad con los postulados constitucionales luce reñida o al menos francamente controvertida.
Al repasar los hechos, puede decirse resumidamente que, frente a distintas cuestiones que circunstancialmente emergieron como temas críticos o con afectaciones adversas de la imagen del sector gobernante, se decidió como respuesta política hacer parte al MPF de publicitadas “soluciones”; fuera compartiendo con él o delegándole responsabilidades.
Así, por ejemplo, simultáneamente a la adhesión de la Provincia a la Ley Nacional de Estupefacientes, se creó el fuero Penal de Lucha contra el Narcotráfico; y casi dos años después (9/4/14), la Fuerza Policial Antinarcotráfico, que comenzó a existir a partir del 4/5/15.
Por sus motivaciones, la propuesta hubiese sido buena. En tanto, después de los reiterados episodios de corrupción en los que se vieron envueltos numerarios de la Policía de la Provincia (incluyendo algunos de niveles jerárquicos), se asignó la lucha contra el narcotráfico a un ámbito judicial específico en la Provincia, al que se le encargó la atención de una de sus manifestaciones más extendidas: el narcomenudeo. A su vez, la creación de este órgano representó la posibilidad de contar con recursos humanos profesionales de formación especializada y desempeño exclusivo.
Sin embargo, el diseño híbrido por el que se optó implicó que se mantuviera administrativamente a sus integrantes en la órbita del Poder Ejecutivo, sin perjuicio de asignársele su conducción -tan sólo en lo funcional- y la responsabilidad directa y -aparentemente- exclusiva, al jefe de los Fiscales. Es decir, se previó el desempeño de aquéllos como colaboradores en la represión de los delitos allí comprendidos (artículo), de la misma manera que lo hacía antes la Policía de la Provincia, y lo sigue haciendo para el resto de los delitos. Pero sin pertenencia institucional.
Esto es así por cuanto en este caso, el fiscal General, como su máxima jerarquía, tiene también asignadas otras incumbencias, como la de proponer la designación y solicitar la remoción del jefe y subjefe de la fuerza (artículos 5 y 6); establecer junto a ellos los planes de estudio de la escuela de formación (artículo 15); proponer a los otros poderes la organización, carrera y régimen disciplinario del personal (artículo 9); o solicitar la incorporación definitiva a la fuerza de integrantes de la Policía de la Provincia.
Pero, en definitiva, se trata de policías quienes, pese a deber acatar funcionalmente las órdenes del fiscal General y a la injerencia que a éste se le da en dichas cuestiones, no integran el MPF; y las consideraciones que aquél realice o decisiones que adopte son sólo a título de propuestas, sugerencias o solicitudes. Con voz, pero sin voto.
Así concebida, se trata en definitiva de una fuerza de seguridad armada en la que la pertenencia institucional y jefatura de sus miembros está (como debe ser) indelegablemente a cargo del Gobernador de la Provincia, al igual que los de la Policía y del Servicio Penitenciario provinciales, integrando el Sistema Provincial de Seguridad Pública.
Es por eso que, en dicho contexto, el supuesto ejercicio de la máxima autoridad por parte del Ministerio Público puede ser meramente figurativo o subsidiario, ya que las decisiones propias de ese nivel se verán constreñidas, auditadas y limitadas -en todo caso- por el tamiz gubernamental.
Curiosamente, en los últimos años se advierte un denodado esfuerzo en la página oficial del MPF (http://www.mpfcordoba.gob.ar/) por ensalzar especialmente (en desmedro de otros muchas veces más trascendentes logros en otras áreas de la represión) todos los procedimientos en materia de narcomenudeo. Pero a pesar de ello, como ocurría antes de su creación, no se ha visto exento de gravísimos hechos configurativos de los mismos delitos que debe combatir y por los que fueron detenidas altas jerarquías del organismo, tal como ha trascendido recientemente en los medios.
Ante este esquema organizacional, en el que (sólo) formalmente se pone a cargo del fiscal General la conducción operativa de una fuerza de seguridad, cabe preguntarse: ¿cuál sería la razón por la que se decidió esta aparente delegación de responsabilidad funcional?
¿Cuál sería el motivo por el que, contrariando los principios y el modelo que inspiraron la creación de la Policía Judicial, se decidió no proveer al Ministerio Público de recursos investigativos propios, integrados a su personal?; y por último, -no menos importante-: ¿es -por esta organización- evitable que el MPF debe investigar a funcionarios de la misma fuerza incursos en estos delitos (tal como venía sucediendo con algunos integrantes de la Policía provincial y, lamentablemente, volvió a ocurrir recientemente con los de la nueva fuerza)? O más aún: ¿cuál sería el escenario previsible si se tuviese que investigar con estos funcionarios a aquellos que pertenecen al área política del Gobierno de la cual dependen, cuando eventualmente pudieren estar vinculados o involucrados en hechos delictivos de este fuero? En suma, este modelo organizacional, ¿garantiza la eficacia y la independencia del fiscal General?.. cuando no cuenta con recursos humanos propios y está establecido que debe consultar, proponer o sugerir medidas o solicitar colaboraciones que hacen a su gestión en forma constante, a las autoridades administrativas de las que depende realmente el personal que le colabora.
Convivencia
En 2016, la Legislatura provincial sancionó el Código de Convivencia. En este caso, lo novedoso fue que se desplazó -acertadamente- a los jefes de comisarías como primera instancia de juzgamiento de las faltas y contravenciones allí previstas, pero poniéndose dicha función -ahora- a cargo de ayudantes fiscales; no de magistrados investidos de la atribución constitucional de juzgar y sancionar.
Los y las ayudantes fiscales son abogados y abogadas, auxiliares de las fiscalías de Instrucción, y sus funciones están previstas en el Código Procesal Penal y en la Ley Orgánica del Ministerio Público, e integran administrativamente la Dirección de Sumarios y Asuntos Judiciales de la Policía Judicial.
En el afán de superar los recurrentes cuestionamientos que se venían realizando al poder sancionatorio antes acordado a funcionarios policiales (críticas que, por extensión, frecuentemente se elevaban a niveles superiores), es posible que se haya pensado y decidido optar por el recurso humano ya existente y disponible. Así, se reemplazaron policías por ayudantes fiscales, teniendo en consideración que, para este cargo, se requiere el título de abogado, y que su supuesta imparcialidad se vería garantizada por su pertenencia institucional a la órbita del Poder Judicial.
Pero el caso es que no son jueces, ya que entre sus cometidos funcionales no figuró nunca, ni explícita ni implícitamente, semejante rol; y lejos están de poder ejercer tan importante potestad (que incluye la imposición de condenas privativas de la libertad) y ofrecer estándares aceptables de independencia e imparcialidad suficientes, cuando su pertenencia institucional los ubica dentro de una estructura estatal piramidal que tiene por objetivo primordial preparar, promover y ejercer la acción penal pública y velar por la recta administración de justicia (nunca de impartirla). Por su subordinación administrativa y funcional, los ayudantes fiscales son dirigidos y controlados regularmente por sus superiores, a cuyas directivas deben responder, tanto sean de la Policía Judicial, de los y las fiscales de Instrucción, como de la Fiscalía General.
Es decir, su pertenencia al Poder Judicial es dentro del MPF, cuyos integrantes no tienen asignadas estas funciones en la Constitución provincial ni pueden inferirse de sus fines ni de la interpretación de sus normas como una competencia compatible, ni anexa o residual.
Hago notar que, a pesar de la regulación dada en el Código de Convivencia, llamativamente en la muy reciente modificación a su Ley Orgánica, en la que están reguladas específicamente sus funciones (sancionada el 4/12/20, durante la vigencia del aislamiento y con la Fiscalía General vacante), no se incorporó ni modificó disposición alguna vinculada con el tema (ley 10677, modificatoria de la ley 7826).
Lo que sí queda claro es que, más allá de esta asimetría constitucional, con estos nuevos jueces de faltas las quejas y cuestionamientos ante posibles yerros, arbitrariedades o abusos no estarán dirigidos a la Policía ni a sus autoridades políticas sino al MPF (como ocurrió no hace mucho con algún episodio en el que se vio involucrado un fiscal Adjunto).
Pandemia
Recientemente, bajo el manto de la pandemia y también como salida política derivada de gravísimos hechos protagonizados por personal policial, a fines del año pasado la Legislatura provincial sancionó una nueva ley con connotaciones y consecuencias equivalentes a las ya comentadas: la desnaturalización del MPF. Se pusieron nuevamente a su cargo asuntos ajenos y hasta reñidos con su concepción y desempeño institucional.
En este caso, la proactividad legisferante optó por asignarle una original responsabilidad al Ministerio Público, al delegarle una nueva función a partir de la cual el Poder Ejecutivo quedaría al margen de todo involucramiento directo en estos asuntos. Esto impresiona -cuando menos y pensando bien- como demostrativo de una cierta impotencia de su parte para controlar los cuadros que integran las fuerzas de seguridad provinciales.
Se trata de la sanción de la Ley de Control Disciplinario de las Fuerzas de Seguridad Pública y Ciudadana (Nº 10731, sancionada el 23/12/20), que modificó la composición y el cuestionado funcionamiento del ya públicamente conocido (por sus resonantes omisiones o erradas decisiones) Tribunal de Conducta Policial.
Aunque a la fecha el Gobierno no ha reglamentado la norma, está establecido que este órgano esté integrado por siete miembros, todos ajenos a las fuerzas de seguridad (activos o en retiro), representantes y propuestos por diversos ámbitos institucionales, a saber: uno por el Ministerio Público, otro por la Universidad Nacional de Córdoba, otro por el Ministerio de Seguridad, otro por el Ministerio de Justicia y Derechos Humanos y tres por la Legislatura provincial. Al estar asignada la presidencia del ente al primero de los nombrados, es éste, a su vez, quien -otra vez- propone (al Poder Ejecutivo) quién será designado director general de Control e Investigación de las Fuerzas de Seguridad. Esto es, el área en la que se llevarán a cabo materialmente las investigaciones en las que deba intervenir este tribunal.
Además de lo llamativo de su composición, debe advertirse de que la norma no especifica concretamente en qué nivel funcional o jerarquía dentro del Ministerio Público debe recaer la proposición. Tampoco precisa si la persona en quien recaiga su representación (que es quien ejercerá nada menos que la presidencia del órgano) debe ser un funcionario cuya designación haya merecido el acuerdo de la Legislatura (fiscal de Instrucción, fiscal de Cámara, fiscal Adjunto o el propio fiscal General) ni de cuál fuero; como tampoco, si puede ser de otro nivel (funcionario o no) o ni siquiera pertenecer al MPF (contratado).
Sí, que debe ser propuesto por éste y que su actuación será en su representación.
Cabe preguntarse, entonces: ¿puede considerarse esta nueva incumbencia dentro de los fines y funciones asignadas por la Constitución al Ministerio Público Fiscal? ¿Cuál es el sentido de esta novedosa participación a la que se le asigna tan preponderante rol?
¿Otra vez se aspira a que, con su intervención, este tribunal administrativo-disciplinario-sancionatorio ofrezca mayores garantías de transparencia y objetividad y disuada las quejas por el accionar de los malos policías? ¿Será quizás por la formación y trayectoria de su presidente?
Está claro que no, porque, sin perjuicio de aquellas cualidades, su pertenencia institucional como integrante de una estructura estatal cuyo cometido preeminente es investigar y acusar por la comisión de delitos es -aquí también- totalmente ajena a la de juzgar. Mucho menos en un ámbito administrativo.
Tampoco puede asegurarse su objetividad cuando las actuaciones en las que intervenga simultáneamente den lugar al inicio de causas penales que tramiten en el mismo Ministerio Público (que representa), ahora sí, en cumplimiento de los deberes que le son propios.
Es claro entonces que esta mixtura así diseñada (como las anteriores) atenta contra la independencia de toda la institución del Ministerio Público, en tanto no puede desconocerse que las decisiones a las que se arribe en el ámbito de este tribunal puedan no ser neutras, inocuas o indiferentes al interés político. Como tampoco -principalmente- a las investigaciones penales vinculadas con los mismos hechos, teniéndose presente que uno de los principios rectores de la institución fiscal es el de la unidad de actuación.
Es decir que la imparcialidad en un ámbito de actuación (como juez) no podría contrariar el rol institucional natural en el otro (como parte); y viceversa.
En síntesis, por lo dicho, no deja de ser reprochable y preocupante que el Ministerio Público sea -a la manera de una válvula de escape- reiteradamente convocado a cumplir funciones extrañas o atípicas; o a intervenir en espacios interinstitucionales junto a representantes de los otros poderes políticos, respecto de quienes (al igual que de sus circunstanciales intereses) tiene que resguardarse funcionalmente para poder actuar en los temas -que la Constitución le encomienda específicamente- con transparencia, objetividad e independencia; sin compromisos que pongan estas tres cosas en riesgo y para dar las respuestas que la sociedad le reclama y necesita.
El Ministerio Público Fiscal es una importantísima institución de raíz republicana, integrado por hombres y mujeres de cuya probidad y contracción puedo dar fe, aunque por su desempeño no siempre reciban los debidos reconocimientos ni puedan responder a las críticas que distintos ámbitos (muchas veces inmerecidamente) les hacen.
Bajo la responsabilidad y el liderazgo de quien -por formación y trayectoria- personalmente pueda dar muestras de acabada idoneidad e incuestionable independencia -la Fiscalía General-, deben cumplir eficientemente sólo las funciones que la Constitución y las leyes consecuentes con su mandato les asignan.
Pretender involucrarlos en tareas, actividades o funciones ajenas a su rol, o sin el margen de objetividad y eficiencia que de su actuación se espera, no hace más que menguar la confianza y credibilidad públicas de las personas que integran el MPF y en la propia institución.
Si se pretende, con sinceridad, acompañar sus esfuerzos y propender a una mayor eficacia, no es mediante leyes que restrinjan o condicionen su actuación ni haciendo cargo a los integrantes del organismo de responsabilidades que conciernen a otros ámbitos gubernamentales, sino cubriendo las máximas jerarquías del MPF con hombres o mujeres probos y poniendo a su disposición los recursos necesarios para, contando con una adecuada organización y un marco normativo acorde, cumplir su cometido en forma independiente, coherente, clara, transparente y segura.
(*) Exdecano de la Facultad de Derecho de la Universidad Católica de Córdoba y exfiscal provincial.
El único Poder en Córdoba, es el Ejecutivo. La Legislatura fue reducida a una gestoría de trámites y la Justicia a investigar todo, menos a los políticos. Así estamos.
Siempre coherente, específico, objetivo y acertado. Y por sobre todas las cosas de pensamiento libre e independiente. Un ejemplo.