Existen magistrados que, aun llevando varios años en el ejercicio, siguen comportándose como si no formaran parte de un Poder Judicial
Por Armando S. Andruet (h)* twitter: @armandosandruet
Es suficientemente conocido que haber alcanzado la investidura de la magistratura para un abogado supone que, además de existir una inquebrantable voluntad por serlo, se realizó una serie de esfuerzos de formación académica y científica, como seguramente también en otros aspectos interdisciplinarios – aunque de estos últimos en realidad poco se anuncia-. Sin embargo, en la biografía de cualquier hombre ningún acto -por más querido y severo o valioso que sea- puede lograr hacer tabla rasa de toda la historia anterior. Ningún juez ha perdido, en el sentido pleno, su condición biográfica anterior. Lo cual no quiere decir que luego aparezcan entornos eufemísticos que parece que quieren abonar dicha extravagante tesis antropológica social.
El hombre -remedando a Ortega y Gasset- siempre está siendo con las circunstancias de su vivir. El hombre que se es hoy, es la historia de su ayer. Existe la historia personal que se conoce de cada quien, por la cual se habrá de juzgar al sujeto a primera vista, y también la otra historia profunda, que la mayoría de las veces es completamente ignorada para muchos y sólo medianamente conocida por algunos. Ambas acompañan al hombre en manera infatigable por todas las sendas. La historia de cada uno es la sombra que se tiene y que se muestra en manera notable frente a perspectivas lumínicas especiales.
Acceder a la magistratura bien puede ser considerado como asistir a una suerte de tránsito de un “estado no togado” a otro “estado togado”, con independencia de que la persona en cuestión pertenezca o no al mismo Poder Judicial. Resulta ser para dicho sujeto un evento trascendente y que, por ello, también debería ser considerado un evento auténticamente transformativo. Con todos los elementos apuntados que se enlazan en dicho tránsito de lo “no-togado” a lo “togado” se podrían encontrar razones por demás suficientes para decir entonces -junto con Karl Jaspers- que existe allí una auténtica situación límite que, por lo tanto, interpela desde lo profundo al sujeto.
En tales circunstancias, es el mismo hecho fáctico de “venir a ser juez” lo que interpela en manera profunda al advenido magistrado, acerca de lo que habrá de ser dicha persona en todo el extenso y proceloso futuro judicial que sobre su mirada en perspectiva se presenta.
Seguramente podrán parecer estas consideraciones de una trivialidad extrema y, sin perjuicio de que lo parezcan, lo que no se nos escapa es poder señalar que si una persona en dichas condiciones transformativas del “no-ser-juez” al “ser-juez” no se ha sentido interpelado por dichas cuestiones y se ha quedado sólo ensordecido y cegado con los atributos que el poder de la magistratura naturalmente conlleva (y la urdimbre parasitaria que a su alrededor como mandrágora florece), estamos frente a quien todavía no terminó de comprender el requerimiento de servicio auténtico que el Poder Judicial le habrá de estar solicitando desde allí y hasta el último día: que su estado sea el de una persona togada.
Aunque cueste admitirlo, de la misma manera que hay personas adultas que se comportan como adolescentes y entonces psicológicamente les atribuimos una madurez inapropiada, también existen jueces que, aun llevando varios años en el ejercicio de la magistratura, siguen comportándose como si no integraran parte de un Poder Judicial y su mayor compromiso está en el dictado de sus resoluciones -las que, desde el punto de vista técnico, puede que sean muy satisfactorias-, pero en momento alguno han comprendido, o lo más grave, probablemente ni siquiera se lo preguntaron con severidad: ¿qué cosas con su ejercicio judicial realizó para hacer un mundo socialmente mejor a los ciudadanos?
Pues no se puede desconocer que la magistratura es un lugar dentro de la cartografía institucional del Estado de derecho que permite efectuar los trazados de las grandes transformaciones sociales en pos a mejores, mayores y razonables derechos. Hay jueces mayores en su cargo que nunca han reparado en dicha gestión, y ello dice de un notable empequeñecimiento de la función.
A todo ello se suma que esa falta de introspección en grado cero de la magistratura -cuando se produce dicho tránsito-, tiene efectos posteriores, por ejemplo con ciertos comportamientos defectuosos o impropios que son realizados por los jueces.
Mucho de todo lo que pasará luego, en el curso de la carrera judicial del ya juez, se relaciona con que en el momento originario y el adecuado no existió una total comprensión primaria de lo que simplemente implicaba ser juez -con créditos y débitos-, que es el resultado reflexivo serio e inquietante que toda situación límite coloca como interpelación al hombre.
Quien no advirtió la situación límite de dicho paso, muy probablemente nunca concluya por comprender qué significa ontológicamente ser un juez, con independencia de que fenomenológicamente sea juez durante muchos años.
Por de pronto y en una consideración que peca por su generalidad, indicamos que no haber experimentado dicho momento trascendente, generado por el tránsito de un estado a otro, permite señalar la indebida comprensión del núcleo crítico de la función judicial. Advirtiéndose en el no saber apreciar dicho advenido juez los significados profundos que tiene el incorporarse a la comunidad de administradores de justicia, que conforman la magistratura de cualquier Estado de derecho.
Con dicha integración a la magistratura, la télesis -no sólo profesional sino también la que podríamos nombrar como biográfica del propio juez- viene a tener un objetivo práctico mayor que cualquier interés personal que pueda haber, esto es el cumplimiento del servicio público de la jurisdicción para lo cual ha sido el juez empoderado.
Dicho servicio público de la magistratura implica que se ha llegado para servir desde el lugar de la magistratura y no servirse del cargo de la magistratura. Cuestión esta última que con tanta frecuencia los tiempos modernos han venido a poner de resalto, pues quizás ese solo examen de conciencia acerca de la significación de comprender la administración de justicia como servicio resultaría suficiente para hacer una triste pero necesaria separación dentro del conjunto de magistrados: quienes sirven a la magistratura y quienes se sirven de la magistratura.
En unos y otros habrá matices. Difícilmente se encuentran sujetos que bajo todas las circunstancias hayan sido fieles a lo primero y en algunas ocasiones hayan defeccionado. El acto de servir a los otros desde el lugar que se tiene es un ejercicio que se aprende todos lo días y se regenera con cada servicio que se cumple; pero salvo casos realmente perdidos, los magistrados tienen una conciencia moral despierta que les hace intuir cuándo han servido o cuándo se han servido de la magistratura para otros intereses ajenos a la misma función judicial. Si acaso se pudiere encontrar la forma más adecuada, gentil y respetuosa para que los magistrados en tales situaciones límites de su vida profesional, como es cuando vayan a acceder a la magistratura, cumplan con un personal descarnado examen de conciencia de dicho trance, seguramente que nos resolvería dicha cuestión gran cantidad de sinsabores posteriores que se centran principalmente en la realización de comportamientos impropios que el magistrado puede tener; o de situaciones reñidas claramente con los sistemas jurídico-normativos. Pero naturalmente ello está en la intimidad de las personas y se encuentra vedada esa vía de información y, por lo tanto, resulta intransitable.
Por todo ello es que quizás haya llegado la hora en que las oficinas que gobiernan la arquitectura del Poder Judicial, así como la misma cabeza de gobierno del Poder Judicial, repiensen la manera de cooperar para que cuando sea designado un juez -de la instancia que sea- estemos frente a una persona -cualidades académicas al margen- que haya sido suficientemente acompañada en la reflexión, en la discusión y en la percepción del significado de ser juez. Algo así como una práctica de inducción a la función judicial en cuanto no jurisdiccional o de gestión, sino primariamente ética.
Naturalmente que a tal objetivo se han dirigido muchos de los procesos generativos en las Escuelas Judiciales de diferentes Poderes Judiciales o en otras latitudes ha sido lo pretendido por la formación brindada a quienes aspiran ser jueces -caso España, Francia o República Dominicana- pero en ninguna de ellas, y sin perjuicio del mejoramiento que puede significar en otras áreas jurisdiccionales y de gestión, lo que no existe aún es un entrenamiento moral para ser juez.
Por dicha ausencia es que luego, entre otras cuestiones, se habrán de producir tantas discusiones y claroscuros respecto a la exigibilidad de códigos de ética, a la legitimidad de los tribunales deontológicos y al cuestionamiento y no aceptación de las recomendaciones éticas que desde ellos se brindan a los jueces. Pues todo ello tiene y exige una necesaria antesala preparatoria que, mediante instrumentos adecuados, cooperan no sólo para una mejor comprensión del fenómeno ético judicial sino para que los procesos de deliberación judicial sean atravesados por una perspectiva moral y con una clara identidad en el rol de servidores públicos de los jueces.