Dos imágenes representan lo que sentimos cuando importante doctrina manifiesta de modo altisonante que el máximo logro al que puede aspirar el derecho procesal actual es el de un “derecho procesal de posibilidades ilimitadas”
, meta ésta que puede ser alcanzada sólo a partir del entronizamiento del valor procesal “eficacia” impulsado por la corriente que se ha dado en llamar a sí misma “eficientismo procesal”
, y que, tal como sus cultores afirman, encuentra sustento en el posmodernismo. Tales son, por un lado, un hombre caminando en soledad en el medio del desierto en una noche de luna nueva
. Por el otro, una mano que se introduce en el agua, intentando, al salir, retener en su palma el líquido elemento
.
La primera expresión, la del hombre y el desierto, singulariza el hecho de que el hombre como en el desierto, en la situación novedosa, no tiene puntos referenciales que lo orienten en un andar seguro y tranquilo y, obviamente, la sola idea de un derecho procesal y, por ende, de un proceso de posibilidades ilimitadas, nos lleva irremediablemente a la idea de eliminación de todo tipo de regla, de todo principio, de todo límite que pueda servir de punto referencial al litigante. En otras palabras, si las posibilidades son ilimitadas, las reglas del juego dejan de existir, y puesto que precisamente son las reglas las que ponen límites al proceso –al punto de confundirse regla con límite– es evidente que si el proceso no tiene límites, tampoco tiene reglas.
La segunda figura, la de la vida líquida, refiere a lo que de una manera extraordinaria supo afirmar Emerson: “ …Cuando patinamos sobre hielo quebradizo, nuestra seguridad depende de nuestra velocidad…”
; y la doctrina “eficientista” confunde (o suele hacerlo) “eficacia”, “eficiencia” y “efectividad” con rapidez, con celeridad, con “ligereza”, y con alcanzar una meta sin importar el método
.
Ahora bien, ese mundo procesal de posibilidades ilimitadas, ese mundo procesal “eficientista” o “posmodernista”, ¿puede ser tenido por eficaz, eficiente o efectivo? En la presente ponencia intentaremos demostrar que un proceso sin límites, sin reglas, sin puntos de referencia, o lo que es lo mismo, un proceso de posibilidades ilimitadas, no puede serlo. Al menos no puede serlo si por proceso referimos a un debido proceso conforme Constitución.
Fue por el año 1984 cuando los Dres. Peyrano y Chiappini introducen en nuestro medio la idea de la existencia de un nuevo paradigma procesal, cual es el del “eficientismo procesal”
, que se caracteriza por sostener que el proceso no es un mero instrumento para la aplicación insensible de la norma regulatoria del caso, sino, por el contrario, un verdadero servidor de valores y fines
. De allí que, tal como afirman los citados autores, “…el “eficientismo” procesal apunta entonces a poner en rendido contacto el “qué es” con el “para qué es”, para así estar en buenas condiciones de aceptar (por servicial) o de rechazar (por inservible), por ejemplo, una nueva institución procesal. No se cierra a las novedades, y tampoco a la especulación teorética, pero menos aún a la realidad que imperiosamente reclama ser atendida, y como se merece. El “eficientismo”, en definitiva, no es otra cosa que el paladino reconocimiento de que ya no resulta suficiente hallar una bella idea (…), puesto que además es necesario “probarla”, para saber así acerca de sus bondades o de sus defectos…”
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La corriente analizada encuentra sustento en las tendencias posmodernistas
aplicadas al ámbito del derecho procesal
. De allí que se preocupe exclusivamente de la ideación, estudio, reintroducción y/o análisis de nuevos o viejos institutos o figuras procesales con la intención de dar soluciones eficaces
a problemas urgentes y concretos, desinteresándose –definitivamente– del estudio sistemático y totalizador del derecho procesal
.
En este marco de “eficientismo procesal” posmodernista, en el que, en aras de una supuesta eficacia, lo único que interesa es modificar el sistema para adecuarlo a las vicisitudes de cada caso concreto, no cabe otra opción que pergeñar la idea de un proceso de posibilidades ilimitadas, es decir, un derecho procesal no sujeto a sistema, a principio o a regla determinada alguna; un derecho procesal y, consecuentemente, un proceso que debe cambiar permanentemente, sea por el solo hecho de hacerlo o porque, a discreción del juzgador, el caso concreto requiere el cambio
.
Tal como los propios eficientistas reconocen, es en el posmodernismo donde se sustenta la idea del eficientismo. De allí que el discurso eficientista arranque siempre de la necesidad de adaptar el proceso a las realidades cambiantes de la vida líquida, y de la imposibilidad de seguir atados a los sistemas procesales y a las reglas y principios que aquellos sistemas impusieron al proceso judicial. En definitiva, el proceso debe cambiar permanentemente
para no caducar, para no quedar obsoleto.
De allí que si lo que se quiere es un proceso que se adapte, sin miramientos ni análisis previo alguno, a los requerimientos de esta vida posmoderna, es requisito insoslayable que ese proceso carezca de principios, reglas o sistema alguno y, por ende, es necesario admitir la idea de un derecho procesal de posibilidades ilimitadas. Ello pues sólo en el marco de un derecho procesal de posibilidades ilimitadas se puede alterar o cambiar el objeto del proceso y se puede justificar la recepción de figuras tales como las medidas autosatisfactivas, las cargas probatorias dinámicas, etc., reñidas todas con la garantía constitucional del debido proceso.
A los fines de ingresar al análisis del tema central que nos hemos propuesto investigar consideramos necesario, previamente, establecer el significado de tres términos que han sido –y continúan siéndolo– utilizados por importante doctrina como sinónimos, cuando en realidad no lo son. Nos referimos a las expresiones: Eficacia, Eficiencia, Efectividad.
En efecto, afirma encumbrada doctrina que “…aunque las palabras eficacia, efectividad y eficiencia suelen usarse como sinónimos es lícito darles distinto contenido (…)
Estos tres conceptos se interrelacionan necesariamente, de modo que «…La “efectividad” en la tutela jurisdiccional, como en el proceso o en el derecho procesal mismo, tiene una posición media o central, pues se vincula con la “eficacia” manteniendo posición secundaria, es decir, la relación eficacia-efectividad revela un orden secuencial porque sin eficacia no hay espacio para la efectividad; así, sólo cuando la norma es obedecida o aplicada cuando es vulnerada puede haber lugar para el examen de la realización o no de los objetivos para los que fue pensada. Ahora, la posición de la efectividad cambia cuando se vincula con la “eficiencia”, ahí toma posición primaria, porque la razón del medio adecuado que propicie los costes sociales más reducidos para el logro de los objetivos de la norma, son precisamente estos últimos, es decir, sin considerar previamente los fines (efectividad) no se pueden determinar los medios más apropiados (eficiencia)…»
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De lo expuesto surgen dos nuevos interrogantes: a) ¿Cuál es el objetivo del proceso judicial?; b) ¿Cuál es el menor costo admisible y el plazo razonable para que un proceso sea “debido proceso”?
La idea del proceso nace juntamente con la idea de la acción indirecta, desde que ambas son pergeñadas como moneda de cambio por la prohibición al hombre de tomar justicia por mano propia(18).
En efecto, en las civilizaciones primitivas, carentes de autoridades superiores capaces de decidir e imponer sanciones, la única alternativa posible para resolver conflictos entre los hombres era el choque violento entre los contendientes, en el cual cada uno empleaba la propia fuerza contra el otro para constreñirlo a abandonar toda pretensión sobre el bien en cuestión
.
Al organizarse las sociedades, esto es, al surgir el Estado de Derecho, se prohibió el “hacer justicia por propia mano”
, y a cambio de ello se reemplazó la acción directa del individuo (perseguir, matar, deportar, etc.) por una acción indirecta (en realidad una no-acción)
, es decir, por la potestad de provocar la acción del Estado, y se elaboró un mecanismo para que esa acción indirecta pudiera ser sustanciada por ante un tercero encargado de dirimir la procedencia o improcedencia de la pretensión esgrimida por el sujeto
. En consecuencia, puesto que el proceso
no es otra cosa que el método
o camino a seguir por todo aquel sujeto que, privado de la posibilidad de ejercer violencia física sobre otro, pretenda dirimir un conflicto intersubjetivo de intereses, no cabe duda alguna que su objetivo o razón de ser no es otro que “…mantener la paz social, evitando que los particulares se hagan justicia por mano propia…”
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El tema bajo análisis tiene directa vinculación con la regla de economía procesal, que importa siempre la aplicación de un criterio pragmático en la realización del proceso. Esta regla de economía procesal se puede resumir en dos ideas centrales: la economía de gastos y la economía de esfuerzos o de actividad
. De allí que “…la implantación del principio exige adoptar criterios razonables en relación no sólo a costos económicos sino al tiempo de duración…”
del proceso.
En cuanto a la economía de gastos, cabe afirmar que el coste de los procesos ha sido, desde siempre, materia de preocupación en la doctrina. En efecto, un proceso genera gastos, y ello es una necesidad evidente que no puede ser eliminada por cuanto el proceso –como toda obra humana– exige una inversión en él de riquezas que es en lo que consiste precisamente el gasto
. Ahora bien: ¿cuál es el costo razonable para que un proceso sea considerado efectivo?
Para responder a tal interrogante, Kemelmajer de Carlucci afirma que “…así como el hombre tiene un umbral de audición (no oye los infrasonidos ni los ultrasonidos), el instrumento procesal se mueve en la realidad económica dentro de unos umbrales mínimos y máximos de funcionamiento. Por debajo del umbral mínimo y por encima del máximo, el proceso no responde (o no lo hace satisfactoriamente) a los objetivos que se esperan de él…”
. La citada jurista toma como umbral mínimo, esto es, aquel por debajo del cual no es concebible la idea de dar curso a un proceso judicial, la prohibición de someter a juicio cuestiones puramente académicas o disputas doctrinales; tampoco aquellas que impliquen condenas meramente simbólicas
.
Por el contrario, a los fines de determinar cuál es el umbral máximo, coincidimos con Gozaíni en cuanto afirma que “…El
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Por el otro costado, esto es, en lo que respecta a la economía de esfuerzos, la doctrina considera que el principio bajo análisis referirá a dos aspectos vitales: a) que el proceso sea concluido en el menor plazo posible –es decir, tenga duración razonable–; b) que dicha finalización se logre en la menor cantidad de actos posibles
.
Ello, obviamente, nos genera dos nuevos interrogantes: a) ¿cuál es el menor plazo posible de duración de un proceso? y b) ¿de qué manera es posible concentrar actos?
Respecto a cuándo la duración de un proceso judicial es razonable: Hemos dicho en otra oportunidad que cuando hablamos de tiempo en el proceso nos referimos no sólo al que puede transcurrir –en exceso o no– entre el ejercicio, por parte del actor, de su poder de acción y el dictado de la resolución judicial correspondiente, sino también al necesario e insoslayable para que dicha resolución sea ajustada a derecho, esto es, el espacio temporal que debe transcurrir a los fines de que todos los actos procesales puedan ser cumplidos suficientemente por las partes (ambas) en litigio
.
En consecuencia, cuando aludimos a la “duración razonable del proceso” –o proceso sin dilaciones indebidas– existe un límite interpretativo cual es que aquella duración esté acorde con los principios que rigen el debido proceso. En otras palabras, la locución “razonable” debe ser coordinada con la idea del debido proceso, por lo que deben serlo con los principios de imparcialidad del juzgador, de igualdad entre las partes, de transitoriedad de la serie, eficacia de la serie y moralidad en el debate
.
En lo que respecta al segundo interrogante, somos de la idea de que la concentración de actos no puede afectar en ninguna oportunidad ni caso –excepción de las medidas cautelares– el orden lógico y consecuencial propio de todo proceso conforme Constitución, esto es: Afirmación, Negación, Confirmación, Valoración. Ello, pues obviamente cualquier variación de dicho orden lógico afectará inevitablemente la eficacia del proceso.
Por su parte –y vinculado con lo expresado anteriormente respecto de la duración razonable del proceso–, de concentrarse actos de manera abusiva, los plazos para ejercer el derecho de defensa que corresponde a cada una de las partes y los plazos que el juez tiene para estudiar la causa y resolver, se acortan, pudiendo en caso de exceso en la concentración afectar la eficacia del resolutorio.
Hemos expresado ya que el eficientismo procesal tiene por meta lograr un proceso sin sistemas, sin reglas que le impongan límites. Es una corriente que, como consecuencia de encontrar su sustento en el posmodernismo, pugna por consagrar un derecho procesal líquido que busca modernizarse por el solo hecho de hacerlo; de allí que persiga un derecho procesal abierto a todo cambio o reforma que se proponga a los fines de dar respuestas a casos concretos y/o excepcionales, sin parar mientes en que estas propuestas sean sistemáticas o no, sean acordes a las garantías constitucionales o no, etc. Este eficientismo procesal propone dejar de lado todo lo construido por siglos de elaboración doctrinaria y jurisprudencial en materia procesal. Es una corriente que se caracteriza por olvidar todas aquellas nefastas figuras pergeñadas en épocas oscuras de la historia humana. Todo ello bajo el pretexto de hacer prevalecer por sobre todos los demás valores, un mal comprendido valor eficacia.
Con semejante carta de presentación, no extraña que el eficientismo haya dado a luz –o haya revivido– a diversas criaturas que confirman rotundamente la tesis que sostenemos, cual es que el eficientismo carece de efectividad, es ineficaz e ineficiente.
En efecto, al eficientismo procesal debemos el nacimiento o la revitalización, entre otras, de figuras tales como: a) la flexibilización de la congruencia
; b) las cargas probatorias dinámicas
; c) las medidas de prueba de oficio
; d) y, por supuesto, el hijo dilecto, las medidas autosatisfactivas
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Todas estas figuras procesales se encuentran claramente reñidas con la Constitución Nacional, y por tanto, son inconstitucionales. Pruebas al canto:
. Y finalmente, por medio de dicha regla se limita la actividad y poder del juzgador, sometiéndolo al límite de resolver pura y exclusivamente sobre los sujetos, la causa y el hecho traído al debate
. De allí que, cuando el juez se aparta de lo pedido por las partes en sus respectivas demanda y contestación, y se aparta de la prueba rendida en el proceso, incurre en incongruencia y ello apareja la nulidad por inconstitucionalidad del resolutorio.
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No debe olvidarse que, tal como con maestría supo enseñar Carnelutti, el proceso al igual que el partido de fútbol o la pelea de boxeo tienen cada uno sus leyes, sus reglas, que “…no tienen otra razón de ser que garantizar la victoria a quien la haya merecido…”
; de allí que cambiar las reglas de juego al final de aquel
, puede hacerle perder a quien ha merecido ganar y viceversa. Ello resulta amén de violatorio del derecho de defensa de las partes, contrario al principio de moralidad que debe regir en el proceso.
. De allí que una medida para mejor proveer, para no resultar inconstitucional sólo puede ser despachada –siempre permitiendo el control de las partes– cuando: a) no se supla la negligencia probatoria de las partes; b) el juez se encuentre ante sobreabundancia de medios probatorios que lo dejen perplejo o con prueba contradictoria entre sí –tal sería el caso de pericias psiquiátrica y psicológica contradictorias, o dictámenes médicos ofrecidos y producidos por las partes y que resulten oscuros–. Luego, salvo tales supuestos sumamente excepcionales, a nuestro criterio no es constitucional el despacho de una medida para mejor proveer.
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La corriente eficientista, demostrando cierta ingenuidad o falta de experiencia
, bajo el pretexto de dar eficacia –incluida la eficiencia y la efectividad– al proceso, pronuncia un discurso en el que los supuestos excepcionales
se convierten en la excusa para introducir institutos que permitan acelerar el trámite del proceso, reducir costos, etc., incluso a costa del debido proceso legal. Al hacerlo omite tener en cuenta que el derecho a la tutela judicial efectiva y los valores eficacia, efectividad y eficiencia forman parte del debido proceso legal.
Asimismo, el eficientismo, enfermo de posmodernismo, pareciera haber perdido la memoria respecto de los errores pasados, porque la historia del derecho exhibe como antecedente nefasto el de los procesos inquisitoriales, en los que las sentencias se dictaban sin ofrecer la garantía del debido proceso, y ello se pretende reintroducir en los institutos analizados en la presente, y más aún en el caso de las autosatisfactivas.
Quizás no debería sorprendernos que, en el país de la inseguridad jurídica, uno de los principales propulsores del eficientismo procesal haya dicho: “Si se desea un proceso eficiente necesariamente se deben correr riesgos”. Tal vez no nos sorprenda, pero sí nos molesta. Dicha afirmación nos lleva a indagar: ¿cuáles son los riesgos a que alude como admisibles? Y prontamente nos aqueja la primera reserva respecto de tal postulación cuando lo aclara al decir: “…Ello obedece a que las ventajas del proceso urgente reclaman habitualmente una dosis de sacrificio del debido proceso y del garantismo común y corriente en materia procesal civil, sacrificio que se hace máximo cuando se trata de resoluciones anticipatorios…”. Es decir, no se ve fácilmente que, o cómo, valores tales como la eficacia, la eficiencia o la efectividad procesal, o derechos como el derecho a la tutela judicial efectiva puedan ser postulados, a priori, a favor de una de las partes, al tiempo que le son negados a la otra. Nos preguntamos ¿qué del principio constitucional de igualdad ante la ley?; ¿qué del derecho de defensa en juicio?
Nuestra Constitución es sumamente transparente y terminante. Todos los habitantes de la Nación son iguales ante la ley y nadie puede ser penado sin juicio previo. Nadie puede ser condenado sin juicio previo. Nadie puede ser privado de su propiedad sin un juicio previo. Luego, los jueces, que son los primeros encargados de hacer respetar la Constitución, no pueden dictar sentencia válida –por ende, eficaz, eficiente y efectiva– sobre el mérito de una causa, en ningún supuesto ni bajo ninguna circunstancia, si previamente no se ha llevado a cabo un juicio que respete los derechos y garantías procesales constitucionalmente reconocidas a todas las partes interesadas.
Bien se ha dicho que la ley es el intento de codificar la justicia. Para ello, el hombre ha construido gigantescas estructuras legales, ha adoptado constituciones, las ha escrito, ha dictado miles de leyes y las sigue dictando en todos los países del mundo, con la única finalidad, real, sensible y justificada de realizar el valor justicia, pero no a cualquier precio. De allí que cuando bajo el pretexto de hacer más eficaces las estructuras legales, creamos otras que se desentienden de aquel espíritu liminar de las leyes, nos estamos apartando del sentido ético de la ley como tal y, por lo tanto, estamos codificando la injusticia, la arbitrariedad y destruyendo la esencia, la razón de ser de la sociedad como ente organizado.
Ante dicho panorama, no queda más que tener en claro que el proceso sólo puede ser eficaz, eficiente y efectivo cuando sea a la vez “debido proceso”, y para ello debe cumplir con todos sus principios.
Ello demuestra que la doctrina que pretende instaurar el eficientismo, en tanto se aparta de los principios que conforman el debido proceso, es ineficaz, ineficiente y no efectiva ■
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