Por Patricia Coppola (*)
La familia Miserable desciende de antiguas generaciones de Miserables pertenecientes a la elite “acomodada” y pseudointelectual de un país del sur de América Latina. Como es tradicional en las familias que se sienten parte de cierta “estirpe”, repiten los nombres de sus hijos e hijas de generación en generación. Así, siempre existieron tres hermanas Miserables llamadas Desidia, Burocracia y Complicidad.
Los Miserables siempre ocuparon cargos de poder: los más despabilados hasta llegaron a ser gobernadores de provincia, y otros, menos despiertos, formaron parte de las anónimas listas sábanas de diputados o senadores de los tradicionales partidos políticos conservadores. En general, gente “bien casada” y respetuosa de la religión, la moral y las buenas costumbres.
Con el pasar del tiempo y las nuevas realidades, se dieron cuenta de que había, además, que formar parte de la movida intelectual de la sociedad. Así que decidieron mandar a los jóvenes de la familia a la universidad. Allá fueron. Casi todos a las escuelas de leyes. Una vez alcanzado el título de “doctor” o “doctora”, ya no había quién los parara y coparon el menos democrático de los poderes: el Judicial. Se convirtieron en jueces y juezas designados por el dedo del gobernante de turno, se asignaron sueldos impúdicos y no resultó posible moverlos del cargo por nada del mundo.
Se hicieron muchos intentos a lo largo de las últimas cuatro décadas, cuando se recuperó la democracia en ese país del sur de Latinoamérica, para remover años y años de prácticas instaladas por esta gente. Acostumbrados a ser tratados como “señores” o “señoras”, siempre se desentendieron de los problemas de los ciudadanos comunes.
Sus despachos siempre abarrotados de papeles que van de oficina en oficina, cargados por otra gente que se dedica al traslado de los papeles de aquí para allá. Tienen costumbres raras: se felicitan entre ellos por sus “logros”, se autoperciben como si estuvieran salvando a la humanidad de alguna catástrofe y miran al resto de los mortales con cierto desprecio, o con condescendencia en el mejor de los casos. Eso sí, en los ratos libres dan clase en las escuelas de leyes.
Alguien poco informado me preguntó hace poco si actualmente las hermanas Miserables seguían en el Poder Judicial del país al sur de Latinoamérica. Por supuesto, allí están las tres -Desidia, Burocracia y Complicidad-, muy contentas y tranquilas como siempre, desparramando sus saberes y costumbres a los que van llegando. Siempre dicen estar tapadas de trabajo y, de vez en cuando, a grandes voces, suelen anunciar cambios trascendentes cuando en las prácticas reales nada cambia o, lo que es peor, frente al desconocimiento y desconcierto general, se marcha hacia atrás.
Pero quiero ser justa. Las hermanitas conviven con mucha otra gente que tiene talento, vocación, conocimientos técnicos, perspectiva crítica y militante y gran capacidad de trabajo. Y de vez en cuando les hacen zancadillas o les dejan un ojo negro a Desidia, Burocracia y Complicidad. Claro que este grupo no la pasa nada bien. Hace enormes esfuerzos, suele agotarse y salir maltrecho. Es tremenda la batalla contra la habilidad ancestral de las hermanas.
Otro fenómeno extraño es que reciben insultos de propios y ajenos: ¡les dicen de todo! Escuchan con gesto impasible, como que no entienden de qué se les está hablando. Pasa que, entre otras virtudes, los Miserables, no tienen vergüenza.
(*) Abogada, integrante de la Junta Directiva del Inecip