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Postales de nuestra adicción a la moda rápida

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Por Rachel Greenley (*)

Soy trabajadora temporal en un almacén de una gran tienda online. Cinco días a la semana, de pie en un puesto con contenedores amarillos rebosantes de ropa devuelta, gano 18,75 dólares por hora. Mi trabajo es determinar —en menos de dos minutos— si la prenda se puede volver a poner a la venta.

Miro si tienen rasgaduras o manchas y si faltan botones. Compruebo si los trajes de baño conservan el adhesivo de protección higiénica. Les doy la vuelta a las mangas de los suéteres por si están descosidas o tienen restos de desodorante. Volteo los zapatos para ver si las suelas están sucias, y con cuidado meto la mano enguantada en ellos. Hace poco, me encontré un par de medias usadas al fondo de unas botas Timberland de imitación.

Incluso cuando el artículo pasa mi prueba, en el tejido hay inserto un hilo más profundo del cual tirar: ¿por qué compramos ropa de usar y tirar fabricada por trabajadores con salarios bajos y que tiene un costo para un medioambiente al que ya se le imponen demasiados costos?

Después de haber elaborado la estrategia de negocio en las oficinas centrales de la tienda online, ahora estoy estudiando un posgrado y tomé este trabajo para estudiar cómo afecta al trabajador del almacén el enfoque de la empresa en la velocidad y la escala. 

¿Las formas de trabajar de la empresa están en discordancia con las realidades en el almacén? Pronto descubrí que la realidad abarca el embate de la moda rápida: la categoría de ropa barata producida rápidamente que han creado tiendas como Topshop, Zara, H&M, Shein y Forever 21.

En cada turno proceso montones de ropa sin forma hecha de tejidos baratos y sintéticos. La mayoría de los artículos proviene de fabricantes chinos con marcas de nombres raros como SweatyRocks y Automet (que parece creada por un bot)

La mala calidad no es un criterio que impida volver a poner a la venta un artículo. Los vestidos de fiesta ceñidos, las camisas de franela deshilachadas y los “maxivestidos” de poliéster de colores no llevan etiqueta de las marcas, como si prefiriesen no verse asociadas con sus prendas. 

Consulto los comentarios de los clientes que aluden a la mala calidad: material de mal gusto, no concuerda con la foto, no tiene forma. La semana pasada compré un suéter corto beige: el cuerpo era enorme, pero las mangas eran extrañamente diminutas, como si fuese para un tiranosaurio rex. 

Al comprobar la foto del artículo en la página web de la tienda, vi que tenía mangas “murciélago”. Esas discrepancias entre la imagen online y la prenda real son comunes. Es como ver la foto de perfil de un hombre en una aplicación de citas, en la que aparece con todo su pelo, cuando hace décadas que se quedó pelado.

El mejor día en el almacén es el domingo. Se pone música pop en inglés y en español a todo volumen y podemos elegir nuestra estación de trabajo. 

Yo trabajo junto a dos mamás jóvenes que empezaron el mismo día que yo. En medio de los constantes pitidos de los escáneres, las cintas transportadoras y los interminables contenedores de devoluciones, estamos concentradas en la ropa hasta que nos llamamos unas a otras para enseñarnos un vestido de tafetán rosa de tamaño bebé —y nos da ternura— o una camiseta descolorida que se ha hecho pasar por nueva —y ponemos una mueca—. 

Hacemos un gesto de hartazgo cuando la persona responsable, que tiene veintitantos años, responde a nuestras preguntas con un invariable tono de “Pues claro, mamá”.

En los descansos, nos quejamos de lo difícil que es conseguir meter los maxivestidos en las bolsas de reventa. 

Nos reímos al pensar que el primer día vinimos con el cabello limpio y brillante y bien maquilladas, y que ahora simplemente llegamos directo de la cama. 

Hay una libertad que no me esperaba: de la apariencia personal, de las habilidades sociales, de los interminables correos electrónicos, de la ansiedad que solía impregnar las noches de domingo. Sin embargo, mi trabajo está igual de cosido al consumismo como lo estaba mi anterior cargo en la empresa. Y los beneficios de las acciones de ese trabajo de oficina subvencionan mi trabajo en el almacén; el salario por hora no me alcanza para pagar las facturas. Por desgracia, no soy Barbara Ehrenreich.

De los 75 millones de trabajadores del sector de la moda en el mundo, se calcula que menos de 2 por ciento percibe un salario digno, según los datos de 2017 recopilados por una organización de defensoría. 

Cuando compramos moda rápida desde la comodidad de nuestros sofás estamos financiando un sistema en el que trabajadores con sueldos bajos (personas de color, en su mayoría) fabrican la ropa en un extremo del mundo, y otros trabajadores con sueldos bajos (muchos de ellos también personas de color) procesan las devoluciones, ocultos en los suburbios de cemento de las ciudades estadounidenses.

Ahora bien, se podría decir que trabajar en el sector de la ropa podría sacar a las personas de la pobreza y darles oportunidades que antes no tenían. Sin embargo, el mercado de valores de Estados Unidos incentiva el crecimiento perpetuo. 

Si los consumidores no quieren aceptar unos precios más altos que aumenten el margen de beneficios de una marca, los fabricantes tendrán que ahorrar de otros modos, por ejemplo, con salarios bajos o unas condiciones de trabajo poco seguras.

Pensemos en la economía de una camisa de SweatyRocks de 26,99 dólares. ¿Cómo puede ese precio cubrir el costo de los materiales, la mano de obra, el envío a todo el mundo y la entrega en tu domicilio, por no hablar del costo de una posible devolución al almacén, donde una persona tiene que determinar si llevabas puesta la camisa mientras paseabas al perro? 

Si esa camisa va al contenedor de lo no vendible podría acabar en un basurero donde el poliéster tardará hasta dos siglos en biodegradarse. De hecho, 66 por ciento de la ropa desechada acaba en el basurero cada año, y otro 19 por ciento es incinerada, según un informe de 2018 de la Agencia de Protección Ambiental de Estados Unidos

Las marcas apuntan a los esfuerzos de sostenibilidad pero la moda rápida es, sencillamente, incompatible con la sostenibilidad. Nos regimos en nuestros actos por la creencia económica de que el crecimiento es ilimitado. Nuestros recursos naturales no lo son.

Cuando la jornada termina en el almacén la persona responsable preguntará: “¿Quieres saber tu promedio?”, que es el promedio de unidades procesadas por hora. Yo oscilo entre las 23 y las 26. Ésa es otra correlación entre el trabajo que hacía antes y el que hago ahora: los datos. 

En una reluciente sala de juntas de un edificio de oficinas asistía a intensas revisiones semanales del negocio. Entonces procesaba papeles, no ropa. Cada director corporativo tenía que conocer los datos con un descabellado grado de profundidad y el vicepresidente de mi división parecía sentir un perverso placer al ver avergonzados a sus subordinados. 

Un día cualquiera hay alguien como yo en una sala de reunión preparándose para responder por qué el procesamiento de las devoluciones sube o baja. En lugar de reportar datos, ahora estoy incrustada en esos datos. 

Una de las mamás jóvenes con las que empecé a trabajar volvió a estudiar otra vez para obtener el diploma de secundaria. La otra agradece que el horario de este trabajo coincida con las horas de colegio de su hijo. Yo sigo intentando responder a mi pregunta inicial. 

Lo que he aprendido, entretanto, es que, esté en el edificio de oficinas o en el almacén, soy parte de un patrón tejido con trabajadores del textil en el extranjero, tripulaciones de buques cargueros, conductores de reparto, directores corporativos que intentan explicar puntos de datos y trabajadores de almacén. Sostenemos un sistema de ropa desechada que no merecía su viaje alrededor del mundo o el número de manos que la tocaron.

(*) Para The New York Times. Rachel Greenley es una antigua ejecutiva del sector de la tecnología y hoy es trabajadora temporal en un almacén. Estudia Maestría de Bellas Artes y está trabajando en unas memorias sobre las divisiones culturales

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