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Todos a trabajar dignamente

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Por Enrique M. Martínez (*)

Esbozos de un programa que recupere el empleo que el país tenía hasta hace 30 años. La necesidad de orientar los recursos del Estado de modo inteligente y con mayor eficacia social

Hasta hace 30 años, en el país la desocupación en trabajos registrados era, usualmente, inferior a 5%. ¿Qué pasó después? Cosas graves para la salud social y económica, tan graves que de ellas nadie habla, como suele suceder con las verdaderas razones de un problema: el neoliberalismo ocupó el centro del escenario y la opción financiera pasó a ser hegemónica como oportunidad de inversión: la tendencia a la baja sistemática del salario real; la creciente concentración productiva, con el control de corporaciones multinacionales en sectores centrales. En suma, la modificación de nuestra matriz productiva.

¿Es sensato buscar revertir la situación mediante la eliminación de la especulación financiera, actuar sobre la concentración productiva; poner condiciones a las corporaciones multinacionales para que integren las cadenas productivas con trabajo argentino; pensar especialmente proyectos para mejorar la equidad de género?

Por supuesto que todas esas acciones son necesarias. No obstante, ni la vida personal ni la del mundo son reversibles. No será sólo corrigiendo las causas del pasado que volveremos a escenarios de casi pleno empleo.

Hay más de un modo de avanzar. Uno es el elegido por las organizaciones sociales que han servido de contención -y siguen haciéndolo- a los compatriotas que pasan más dificultades. De esa manera se apunta a reforzar las actividades que se vienen realizando sin contar con apoyo económico o técnico relevante; aquella que los mismos perjudicados encontraron como factibles para sus historias y su entorno. El Ministerio de Desarrollo Social ha incorporado cinco ejes a su discurso: industria alimentaria de baja escala; costura; reciclado; cuidado de personas y construcción.

En esas cinco tareas hay una sola que constituye un servicio personal: el cuidado. En él efectivamente se puede y se debe reglamentar la actividad, capacitar y certificar los y las efectoras y habilitar así su acceso a un mejor ingreso.

Una segunda, la construcción, está reglamentada de un modo que quien se incorpora al trabajo privado o quien participa de un emprendimiento que contrata con el sector público puede tener un horizonte digno. Incentivar esta actividad es posible. Es especialmente importante llevar a cabo un plan serio para transformar los llamados barrios populares, que son más de 4.000, en lugares vivibles, con toda la infraestructura necesaria.

En los otros tres casos, sin embargo, emerge la perspectiva equivocada de quienes creen que esos senderos son solución. La alimentación, la indumentaria, el reciclado de residuos son complejas cadenas de valor en las que hoy los trabajadores humildes están entregando casi todo su valor agregado a otro eslabón más poderoso, sea un intermediario comercial, una marca de ropa, un transformador de papel o plástico. Allí puede generarse más trabajo pero, si no se consiguen cambios en las relaciones estructurales, será tan esclavo o dependiente como hasta ahora.

Al extender esta lógica al resto de actividades imaginables, resulta necesario formular y evaluar en profundidad el vínculo que la llamada “economía popular” tiene con el resto de la sociedad y entender si se está caminando en la dirección correcta. El método más prudente es el que se conoce como análisis de la cadena de valor, en que se describe la actividad como un encadenamiento de eslabones, desde la tierra o la materia prima hasta el producto final en manos de quien lo necesita o consume. 

En cada una de esas cadenas puede aparecer un eslabón dominante que, por su poder financiero o tecnológico, o de propiedad de la tierra o de una materia prima esencial, pone condiciones al resto y lo hace trabajar, y se apropia de buena parte del valor que agregan con su trabajo. Importa aquí quién fija los precios de esa tarea al disponer de un poder que le permite imponer y no negociar. Al no tener en cuenta estos condicionantes, se opera sobre escenarios en los que hay centenares de miles de compatriotas trabajando con tan baja retribución que sólo pueden tener continuidad si complementan su ingreso con un subsidio público. Éste, en realidad, está subsidiando la o las empresas que controlan esas cadenas. No parece una situación justa. Ni siquiera inteligente. Mucho menos, preparar programas que requieren apoyo oficial para dar continuidad a ese estado de cosas.

Sólo tiene sentido concebir y apoyar programas de trabajo masivo para que quienes en ellos se desempeñen tengan un trabajo digno y sustentable que no requiera el apoyo oficial, ya que se reitera: el subsidio a un trabajador es, en rigor y a la postre, el subsidio a un empresario que se beneficia con un trabajo subvaluado.

En tales programas, el Estado debe tener participación relevante pero no necesariamente en su versión de aportante de subsidios directos e indirectos. Hemos presentado antes y ahora reforzamos la figura de “capitalista social”, que es quien lleva adelante un emprendimiento sin el objeto de maximizar la ganancia sino para obtener una que permita reproducir el capital invertido, pero de forma que su meta principal no sea ésa. En su lugar, el capitalista social busca un beneficio relevante para la comunidad. Ésa es la manera más sólida como el Estado puede involucrarse para generar los millones de trabajos que se necesitan, capacitar a los miembros de cada cadena de valor e ir orientando cada faceta de la actividad, para no tener que hablar de trabajo social de 60 horas por semana y 10.000 pesos por mes de ingreso.

Una “corporación de urbanización de tierras” que habilite lotes y los venda en todo el país es un ejemplo de lo que señalamos. Una “empresa de diseminación de la energía renovable” que entregue equipos por leasing y que forme toda la enorme cantidad de proveedores, instaladores, responsables de mantenimiento, es otro caso. Lo mismo para habilitar parques de industria alimentaria local; para garantizar que todo argentino tenga acceso a la información moderna; para retomar fuerza con la forestación; para mejorar la infraestructura turística en todo el país. En todos los casos, el Estado puede organizar emprendimientos público-privados que vendan bienes y servicios y convertirse en el gran capitalista social, acompañado de miles y miles de inversores nacionales, que cuiden así el valor de su dinero.

Además de esos varios proyectos que un capitalista social puede estructurar y conducir, el Estado puede constituirse en empleador de última instancia. Siguiendo la sabia recomendación de Stephanie Kelton en The déficit myth, se debe implementar un “plan de cuidado” que tenga al menos tres facetas: el cuidado de personas; el cuidado del ambiente; el cuidado de la infraestructura urbana.

En él es posible y necesario contar con planes de detalle en los que puede conseguir ocuparse, capacitación mediante, todo compatriota que no haya conseguido trabajo en la actividad privada o pública actual o en los programas antes mencionados. Allí es realmente legítimo que el Estado invierta parte de su presupuesto, porque cada una de las tres grandes tareas anotadas forman parte de la responsabilidad de la administración del bien común.

No hay atajos en esto. No hay soluciones transitorias. Sólo cabe tener el horizonte genera y de él derivar los ámbitos más pequeños, estar dispuesto a formarse y avanzar. No con la bandera de la “economía popular” sino con la bandera del trabajo digno para todos.


(*) Ingeniero. Ex decano de la Facultad de Ingeniería de la UBA. Ex titular del INTI. Coordinador del Instituto para la Producción Popular

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