Lic. Nicolás Barbera (*)
Por estos días, en un contexto de incremento en los casos de inseguridad en diferentes
puntos del conurbano bonaerense, el Gobierno nacional dispuso un plan para reforzar
los operativos con efectivos de Gendarmería y Prefectura que incluye a varios
municipios del conurbano bonaerense.
Si bien no se conocen hasta el momento estadísticas oficiales actualizadas con cifras
precisas sobre hechos de inseguridad, desde que comenzó la cuarentena, autoridades
nacionales reconocen que durante junio y julio “subieron los delitos”,
sobre todo en el conurbano, donde hay más densidad poblacional. Se trata
de “delitos contra la propiedad, que en muchos casos son con mucha violencia”.
Escenarios que pueden estar reproduciéndose, en otras escalas y diferentes contextos,
en otras provincias, como Córdoba, por ejemplo.
Estas variaciones podrían explicarse por diversas razones: primero, un eventual
desplazamiento espacial del delito producto de la disposición de una mayor cantidad de
agentes de seguridad a los operativos de control del cumplimiento de las
medidas de aislamiento o distanciamiento social producto de la pandemia, es decir, por
modificación de situaciones ambientales o situacionales. Otra explicación podría
provenir del empeoramiento de las condiciones socioeconómicas de la población, como
consecuencia de la influencia de las medidas adoptadas para evitar la propagación del virus: cierre de comercios, aumento del desempleo, caída de las actividades económicas
informales y hasta el cierre de las instituciones educativas que en muchos casos ejercen
un rol de contención clave en las poblaciones con mayor probabilidad de caer en
actividades delictivas, entre otras explicaciones.
El recurso de instalar gendarmes y prefectos en puntos críticos del conurbano no es
nuevo. En cambio, el resto de la provincias debe afrontar estas situaciones con la
misma cantidad de agentes, ya que la incorporación de nuevos no es
automática. Si bien ambas fuerzas federales están formadas para intervenir en otros
tipos de escenarios, han ido incorporando en sus programas de selección y capacitación
contenidos para la construcción de perfiles de agentes que conozcan herramientas para
ejercer el servicio como parte de programas de seguridad urbana. No obstante, emerge
la posibilidad de una mayor “militarización” en las formas de relación con las
sociedades a las cuales se pretende servir desde el ámbito de la seguridad. En este
aspecto, debería haber un rol activo de las autoridades políticas a cargo de los programas
a implementarse, en cuanto a la fijación de objetivos y finalidades de ellos. La
“militarización” como estilo en las fuerzas de seguridad tiende a ser más común en las
zonas urbanas donde mayor grado de hostilidad hay hacia ellas. En los distritos
donde sigue siendo la policía provincial el único actor, las posibilidades desde el punto
de vista estratégico son más limitadas. La cantidad de recursos formados para la
intervención en áreas urbanas más violentas son las mismas y los márgenes para la
actuación son más estrechos, con el agravante de una mayor dinámica en el
desplazamiento espacial o de los tipos de delitos más violentos. En el caso de Córdoba,
habría que apuntar un dato más al análisis de la problemática: un contexto de alta
conflictividad gremial -si bien apaciguada en los últimos días- expresada en las calles
del centro de la ciudad de mayor conglomerado urbano, lo que, sumado a las situaciones
descriptas en los párrafos anteriores, representa unos de los desafíos más grandes de los
últimos años en términos estratégicos para quienes tienen la responsabilidad en materia
de seguridad pública, fundamentalmente para los gobiernos que las diseñan y las
instituciones que las ejecutan.
(*) Docente de la asignatura Recursos Humanos, de la Licenciatura en Seguridad. Instituto
Académico Pedagógico de Ciencias Sociales. Universidad Nacional de Villa María