“No conozco entre los ‘pueblos cristianos’, uno que tenga más ardiente el odio como el nuestro. Usted ha visto cómo, al hacer la caridad, la comisión Popular ha dado expresión a terribles desahogos. La prensa por amor a la humanidad ha lanzado una calumnia diaria, contra mí primero, contra el Gobierno nacional después, como si fuese parte a curar la fiebre (amarilla)”. Domingo Faustino Sarmiento en Carta al doctor Luis Vélez (1877)
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Es por todos sabido que la violencia política es un fenómeno recurrente en la historia de la humanidad. Proceso que se naturalizó en grado sumo y, hasta justificado, con argumentos falaces. Algunos por razón de Estado y otros como disparador de enormes cambios sociales.
Grieta que se ha profundizado con el transcurrir del tiempo, habida cuenta de que los generadores del fenómeno que nos ocupa han sostenido sus posiciones en las estructuras del Estado, en las confesiones religiosas, en las academias y, por cierto, en la arena política.
Cuestión que no es ajena a los argentinos. Mucho más cuando el desarrollo de nuestra cultura política depende -por el fracaso notable del sistema educativo, la carencia de maestros formadores y de la deserción de los partidos políticos- de las agencias de publicidad. Así lo suele afirmar Guillermo Saccomano al reflexionar sobre la relación entre lo cultural, la manipulación ideológica y el dinero, concluyendo, para desazón de aquellos que vituperan la política que: “Desde El Matadero hasta acá, pasando por Puig, la literatura argentina está atravesada por la relación con la violencia política”.
Frente a la experiencia histórico-política de América Latina en los últimos 120 años cabe preguntarse, para intentar poner en blanco sobre negro sobre este espinoso intríngulis, cuál fue o es el comportamiento de la sociedad frente a la violencia política del Estado o “cuántos muertos más, campesinos e indígenas, que defienden sus territorios y su forma de vida, se requieren para combatir la violencia política del Estado que se vale, no sólo de su poder coercitivo, sino que arma bandas parapoliciales y/o paramilitares”.
Las respuestas abundan o, quizás, se transformen en nuevos interrogantes. ¿Cuáles fueron las consecuencias de la violencia política ejercida desde el Estado?
No sólo es violencia política la represión. Es violencia política la pobreza, el desempleo, el saqueo de las cajas previsionales, el vaciamiento de las obras sociales, la desatención hospitalaria, la desaparición de los planes de protección a la niñez y el genocidio de millones de ancianos por falta de atención médica o por la distribución de placebos en lugar de medicamentos incluidos en el vademécum autorizado por el propio Estado.
¿Cómo reducir la complejidad de la violencia ilegal del Estado? ¿Dónde encontrar las relaciones de causalidad que nos permitan palpar, sentir, las consecuencias de esa violencia que, por su naturaleza perversa, es ocultada, protegida por una red de complicidades, que tiene el mismo efecto nefasto de la represión ilegal?¿Cómo subsanar tanta tragedia?¿Basta con el inconducente pedido de perdón?
Estamos convencidos del tenor de la respuesta. No debemos cejar en la denuncia porque se violan los derechos personalísimos de todos los habitantes de la Nación. Es imprescindible buscar una relación causal entre la conducta estatal y la conducta individual y ésto es difícil cuando la represión desde el Estado se hizo ilegal, oculta y negada. Actitud que modificó el discurso social y fue disparador de conductas que construyeron identidades políticas y, estas a su vez, tomadas como arranque de conductas políticas posteriores.
Hemos denunciado el odio y la violencia radicada en la esencia de los argentinos. Los ejemplos se suman por millares. Integran la génesis y formación de la sociedad latinoamericana. Sociedad que se hizo a sí misma proclamando la Libertad y, al mismo tiempo, se destruye a sablazos porque acepta sin chistar a caudillos que, apenas llegados al poder, se transfiguran y presumen ser la carnadura del Estado, disponiendo de la vida y hacienda de sus representados, a su antojo.
Allí está, para ejemplificar, el decreto del Director Supremo de las Provincias Unidas del Río de la Plata, Gervasio Antonio Posadas, por el cual impone a José Gervasio de Artigas la tacha de infame traidor a la Patria y como tal, perseguido a muerte, siendo “deber de todos los pueblos y las justicias, de los comandantes militares y de los ciudadanos de las Provincias Unidas perseguir al traidor por todos los medios posibles. Cualquier auxilio que se le dé voluntariamente será considerado como crimen de alta traición. Se recompensará con seis mil pesos a los que entreguen la persona de don José Artigas vivo o muerto”.
Violencia impuesta por el puerto que ensangrentó a todo el antiguo virreinato en una lucha fratricida que, pese al paso del tiempo, aun no ha sido saldada por la prepotencia de Buenos Aires que alguna vez se autodenominó como “la hermana mayor” y usurpó el manejo de la aduana en beneficio propio. Tema que motivó a nuestro colega Juan Pablo Palladino para interrogarse sobre si somos violentos por naturaleza.
¿Es este mundo más violento que el de otras épocas? ¿Existen estadísticas para poder hablar de ello con alguna propiedad? Aun hoy resulta difícil consensuar una clasificación sobre qué prácticas pueden calificarse como violentas, pues cada vez ese término abarca terrenos más sutiles. Eso sí, pese a lo complejo que resulta analizar la cuestión, los científicos alertan: la agresividad depende mucho más de los estímulos sociales y culturales que de causas biológicas.