Diversos hombres en nuestra historia han ejercido el derecho en su faz castrense.
Dentro de los múltiples ámbitos de ejercicio de la abogacía, existe también su versión castrense. Cuando nuestro país, para bien o para mal, fue a la guerra, los abogados también estuvieron allí, cumpliendo con las tan particulares como necesarias tareas que el ejercicio de la profesión requiere en tal ámbito y situación.
No se trata de una ocupación letrada nueva en el tiempo: “Ya los romanos tenían, en cada legión, un auditor que atendía las quejas y necesidades de los soldados y del pueblo en las ocupaciones. Este auditor exponía luego los distintos casos al general y lo asesoraba sobre la forma de resolver cada uno de ellos”, expresa González Ramírez en su libro Auditor de Guerra.
En su insignia, el equilibro de la balanza de la justicia descansa sobre una espada, en lugar de clásico “palito” de la justicia civil. En la Armada se suele representar dicha balanza apoyada sobre un ancla; en la Fuerza Aérea tiene alas y en el servicio conjunto de justicia castrense se la rodea con laureles. Cualquiera sea su versión, es una imagen por demás gráfica de los desafíos y los esfuerzos de procurar la justicia en un ámbito marcado por la disciplina, el principio de autoridad y una acentuada jerarquía.
Manuel Belgrano es el primer abogado en la historia argentina que llegó a general. Paradójicamente, nunca ejerció funciones específicas de un abogado militar. Su auditor fue el doctor Eugenio del Portillo, por -según las propias palabras del creador de la bandera nacional- “tener a su favor ganada la opinión pública y el voto de los pueblos para manejar con inteligencia y acierto las arduas ocurrencias, pasos y negocios que se complican y ofrecen cada día”.
Cronológicamente, Feliciano Antonio Chiclana fue el primero que desempeñó tales funciones. En un Estado que se organizaba sobre la marcha para atender las necesidades de una revolución que todavía no había decidido sus metas finales, ese abogado de 48 años, antiguo capitán del Regimiento de Patricios durante la segunda invasión inglesa y asesor letrado del Cabildo al momento de la Revolución de Mayo de 1810, fue nombrado auditor del Ejército Auxiliar del Perú, al tiempo que se le otorgaba el grado de coronel el 14 de junio de 1810, con un sueldo de 125 pesos.
Su última función jurídica militar fue en 1819, cuando recibió el encargo de negociar la paz con los indios ranqueles, con los que acordó un tratado formal al respecto. Luego, en 1822 se retiró del ejército y falleció en Buenos Aires en septiembre de 1826. El tucumano Bernardo José de Monteagudo, del sector más radical del movimiento independentista, fue nombrado por el general José de San Martín auditor militar del Ejército de los Andes en 1817, luego de la batalla de Chacabuco.
En su función le tocó estar en la redacción del acta de independencia de Chile que proclamó Bernardo O’Higgins en 1818, y en Perú convenció al marqués de Torre Tagle, gobernador de Trujillo, de pasarse al bando patriota. Posteriormente fue ministro de Guerra y Marina y luego de Gobierno y Relaciones Exteriores en el primer gobierno propio peruano, presidido por San Martín.
En la Guerra del Paraguay, fue nombrado “auditor de guerra del Ejército Nacional en campaña (…) con el rango y sueldo de teniente coronel” el correntino de 27 años José Miguel Guastavino, quien no dudó en renunciar para ello a su tranquilo cargo tribunalicio. Era, por entonces, el único secretario de la Corte Suprema de Justicia de la Nación. Antiguo alumno del Monserrat, destacado latinista y profesor de Derecho romano, había obtenido su grado de doctor en jurisprudencia con medalla de oro, algo que nadie había logrado desde el tiempo en que lo consiguió nada menos que Vélez Sársfield.
La Corte Suprema, por unanimidad, rechazó su renuncia y le otorgó en cambio una licencia por tiempo indeterminado, en tanto durara el conflicto. Es que de entre todas las formas de ejercer como auditor, la más selecta es la de tiempos de conflicto, como “Auditor en campaña”, es decir, aquellos abogados militares que son desplegados con las fuerzas que han de intervenir en el conflicto del caso. Los últimos que desempeñaron tal cometido fueron con motivo de la Guerra de Malvinas y del Atlántico Sur, en 1982.
De todos los abogados participantes, el de mayor jerarquía fue el vicecomodoro de la Fuerza Aérea Eugenio Miari, quien se desempeñó en el área de justicia de la gobernación militar de Malvinas durante todo el conflicto, interviniendo en el acta de rendición del 14 de junio, y luego de cesados los combates como prisionero de guerra “letrado” detenido en San Carlos, defendiendo la aplicación de los Convenios de Ginebra respecto de las tropas argentinas rendidas, frente a diversas inconductas británicas.
Hace poco tiempo tuve la oportunidad de estar con uno de tales colegas. En su despacho, al lado del título de abogado de nuestra universidad nacional, se hallaba el diploma que acreditaba haber recibido la medalla del Congreso de la Nación a los combatientes en tal conflicto, dispuesta por la ley nacional Nº 23118. Un acabado recordatorio mural, de hasta dónde se puede llegar en el ejercicio de la abogacía militar.