Aun sin tener cabal conciencia de ello, Antifonte de Atenas delineó ribetes de actuación en juicio que hoy siguen vigentes.
Por Luis R. Carranza Torres
Ni en Egipto ni en Babilonia ni en la Judea antigua existió nada parecido a la profesión del abogado. Las partes en pugna se dirigían directamente al tribunal que, tras oírlas, daba la sentencia. En la tierra de los faraones, dicho proceso era inclusive escrito, ya que se creía que de ser orales los juicios, la presencia de algún orador hábil podía influir sobre las decisiones de los jueces, haciéndoles perder objetividad.
Es por ello que recién en la Grecia clásica, concretamente en la ciudad de Atenas, podemos encontrar las primeras trazas de la actual profesión letrada. Y tan sólo a partir de Roma encontramos la culminación del concepto del abogado, tal como hoy en día lo entendemos.
Los griegos principiaron en la profesión jurídica de una forma bastante sui generis. En la antigua Atenas, las leyes imponían a quien llevaba a juicio sus problemas, o era llevado a juicio por ellos, defender en persona su caso ante el tribunal, generalmente haciendo uso de la palabra en dos oportunidades. No existía la figura del abogado con participación en el pleito y la parte sólo podía ser ayudada por un amigo o pariente.
Los litigantes que no creían mucho en sus capacidades oratorias propias encargaban la redacción de su discurso a una persona dedicada habitualmente a ello, que recibía el nombre de logógrafo o “escritor de prosa”, para luego aprendérselo de memoria e ir a recitarlo durante el juicio.
El primero de quien tenemos noticia que ejerció tal profesión fue Antifonte de Atenas, nacido alrededor del 480 a.C., quien desarrolló la actividad en las últimas dos décadas del siglo V a.C.
Se trata de una figura histórica por demás esquiva. Tenía un nombre muy común para la época y, en dicho período, hubo varias personas con idéntica denominación que se destacaron en diversas áreas. Si en realidad existe un Antifonte sofista, otro retórico y un tercero poeta o, por el contrario, se trata de una misma persona, es algo que todavía hoy se discute. Pero más allá de ello, no cabe ninguna duda histórica de que una persona de ese nombre y en tal época, perteneciente a la corriente sofista, fue el primer logógrafo jurídico del que tenemos noticia.
Mayoritariamente, sus escritos judiciales, recuperados de papiros incompletos, se hallan referidos a causas que hoy caen bajo el ámbito del derecho penal. Podemos citar al respecto los denominados discursos “Contra la madrastra, por envenenamiento”; “Sobre el asesino de Herodes”; “Contra el asesino anónimo”; “Por homicidio accidental”, ya en la segunda de sus tetralogías, o “Contra el homicidio de quien alega lo hizo por autodefensa”, en la tercera. Todos ellos tienen la forma de acusaciones ya que, en dicho tiempo, al no existir la figura del fiscal, quien ejercía la acción penal era cualquiera de las víctimas contra el victimario. En el caso de los homicidios, éstos eran los parientes cercanos del muerto.
Existe asimismo, en todos ellos, una fuerte línea argumentativa de corte jurídico, que se asienta en el empleo de evidencias y la valoración de testimonios y demás pruebas, por vía de los denominados “argumentos de verosimilitud” que integra, con gran fuerza narrativa, en un iter literario tampoco exento de vuelo poético.
Inclusive, se adentra en aspectos que van más allá del pleito en sí y que revelan un conocimiento claro de la vicisitud humana. Por caso, en su discurso “Contra su madrastra, por envenenamiento”, escrito para el hijo del esposo asesinado, capta como pocos el dramatismo que existe detrás de este tipo de procesos, al hacerle decir a su cliente: “Soy aún demasiado joven para saber algo de los tribunales de justicia, señores jueces, pero estoy ante un dilema terrible. Por un lado, ¿cómo puedo hacer caso omiso de mandato solemne dado por mi padre para llevar a sus asesinos ante la justicia? Por otro lado, si lo obedezco, me encuentro a mí mismo inevitablemente enfrentado con las últimas personas con las que quiero pelearme, mi medio hermano y su madre”.
Pero si algo faltase, para tenerlo por el primero de los abogados, es su afirmación deseando que su “capacidad de expresión y experiencia del mundo” fueran tan grandes como la gravedad de los casos que le “han visitado”. Una muestra de su celo profesional y de la necesidad de estar a la altura de las circunstancias frente a los pleitos jurídicos que, veinticinco siglos después, sigue tan vigente como en sus inicios respecto de la profesión de los abogados.