Destacado en su rol de jurista, olvidamos su actuar como letrado.
No hay nada peor que el bronce para desfigurar la historia de una persona. Con la figura de Dalmacio Vélez Sársfield sucede eso. Su mayor logro, el Código Civil que aún nos rige, ha empañado otras facetas más que relevantes de su vida.
Don Dalmacio poco tránsito tuvo por las aulas universitarias como docente. Y cuando lo tuvo, enseñó economía política y no derecho civil. Fue, en forma principal, y antes que nada, un abogado dedicado a su profesión.
Al parecer, su vocación por la abogacía le vino de su padre, don Dalmacio Vélez Baigorrí, quien, sin serlo, hizo muchas veces de tal en los tribunales, en razón de que en la Córdoba de su época ¡escaseaban los abogados! Dicha afición forense paterna llevó a Dalmacio a estudiar en la materia.
Una curiosidad de su vida como letrado es que si bien estudió en nuestra Universidad Nacional de Córdoba e hizo aquí su práctica para conseguir el título de abogado, nunca ejerció como tal en nuestra ciudad, hasta donde tiene memoria la historia. Recién recibido, se traslada a la ciudad de Buenos Aires y es allí donde instala su “despacho”, “escritorio” o “bufete”, al decir de aquellos tiempos.
Allí, primero en la calle Tucumán y luego en una finca de la calle La Plata (hoy Rivadavia al 800), de dos plantas, instaló su estudio de abogado. Traía tras de sí haber realizado su práctica en el despacho en Córdoba del asesor de Gobierno, doctor Dámaso Gigena, habiendo “leído y releído” los diferentes compendios de práctica forense, “conocidos por más recomendables”, así como haber desempeñado, con 22 años de edad, el cargo de defensor de pobres como parte de tal ejercicio de habilitación, “con todo el esplendor que es propio a sus buenas luces, juiciosidad y buen nacimiento”.
Nicolás Avellaneda, que fue pasante en dicho estudio, consignará luego que, con 33 años, Vélez Sársfield había asentado su reputación como “el primer abogado de estos Tribunales” (los de Buenos Aires), siendo sus alegatos forenses “los más perfectos de sus trabajos, por el fondo y por la forma. Discutía la cuestión de derecho con magisterio científico, real a veces, artificial en ocasiones, para encubrir su habilidad de pleitista. El argumento se presenta claro y vigoroso y la expresión es grave o alzada de tono”.
Esa vehemencia forense hizo que con Rosas la relación fuera pendular, del amor al odio, y del odio a la necesidad en varias ocasiones. En los tiempos de buenas migas, a la par de ser el abogado personal del Restaurador, a pesar de ser declaradamente unitario, representaba también en su estudio a todos los exiliados antirrosistas que habían debido huir a Montevideo. Por ese tiempo, el único punto en común en una Argentina partida en dos por las pasiones de la política, entre unitarios y federales porteños, era tenerlo al “viejo Vélez” por abogado. Que aun siendo relativamente joven, su carácter circunspecto y rostro serio le habían hecho ganar dicho mote. Entre los casos más destacados de esa época estuvo llevar adelante la sucesión de Facundo Quiroga, a nombre de su viuda, por el lado federal, y alegar en contra de la confiscación de bienes por causas políticas, luego de 1840, para los exiliados unitarios.
Cuando la relación con Rosas se ponía tensa, se iba a Montevideo y revalidaba allí su título para ejercer mientras durara la bronca. Por dicha época, en la capital uruguaya, de treinta y cinco abogados inscriptos en la matrícula, sólo once eran uruguayos.
Es en tales tribunales donde litiga su caso de mayor importancia, que no fue de derecho civil sino de derecho penal. Se trataba de la defensa en juicio de Esteban y José María Yáñez, acusados de homicidio, quienes habían sido condenados por ello a muerte en primera instancia y que, suplicada (apelada) la sentencia ante la Cámara, el voto estaba dividido tres a tres, sobre la aplicación de la pena capital. Se trataba de un juicio “heredado”, ya que hasta allí Valentín Alsina había sido el abogado de los reos. Teniendo éste que ausentarse, los dejó en manos de Vélez. El tribunal se integró con más jueces, para desempatar, y es allí que Dalmacio presenta un informe que, sin agregar nada a lo ya actuado en el expediente, hace un análisis de los pasos investigativos seguidos en él, para concluir sobre la absoluta inocencia de sus clientes.
Los jueces agregados le dieron la razón y ambos Yánez salvaron el pecho de un pelotón de fusilamiento. Que lo merecieran o no, resulta otra historia. Luego don Dalmacio redactaría un Código Civil brillante para su país y tiempo, y sus andanzas abogadiles quedarían relegadas al desván de la historia, por el bronce y el mármol.