Por Luis R. Carranza Torres / Ilustración : Luis Yong
Pocas figuras en la historia, como la suya, se han construido más a partir del mito que del dato histórico. Visto como un filósofo sabio y benévolo, martirizado a causa de sus creencias intelectuales, producto de la mistificación exaltadora tanto de Platón como de Jenofonte, su real figura histórica era bastante distinta, más allá de que la escasez de datos comprobables hace que la verdadera dimensión del Sócrates histórico no llegue a ser, por ello, jamás conocida por completo.
Para empezar, su vida fue mayormente la de un hombre de acción, siempre metido en la polémica pública: había rehusado obediencia a los Treinta tiranos y denunciado el mal gobierno de Critias. Se había destacado como un militar valeroso integrando las filas militares de la infantería pesada ateniense, como hoplita. En los variados campos de batalla en que estuvo, se destacó por ayudar a los heridos y ser de aquellos últimos que siguen el combate en la derrota, para posibilitar que sus compañeros de armas escapen. Nada más alejado del pensador contemplativo que ha llegado a nuestros días. En Sócrates la espada precedió la palabra y la toga, la disquisición filosófica, participando en su faz civil de la vida política de Atenas en varios empleos públicos.
También fue un abogado destacado. Frecuentemente la abogacía y la política se juntan en una persona, desde la misma antigüedad, y Sócrates no fue la excepción. La más comprometida de sus defensas fue también una de las causas principales de su ejecución.
Ocurrió en el año 406 a.C., cuando se debió juzgar a los generales que combatieron en la batalla de la Isla Arginusas, un combate desastroso para los atenienses, el cual ganaron perdiendo 2.000 marineros y 25 barcos. La opinión pública pidió venganza por esa amarga victoria, y los mismos políticos que habían alentado la expedición, al solo efecto de disimular responsabilidades propias, pidieron la pena de muerte en bloque de todos los generales intervinientes. Frente al frenesí de la vindicta, Sócrates alzó su voz en soledad para expresar que era abiertamente injusto condenarlos a todos en bloque, debido a que entendía que la responsabilidad por los actos de una persona era siempre personal. Y sólo cabía juzgar a cada quien por sus propios actos. Se trata de la primera enunciación del principio de personalidad de la pena de que tengamos noticia en la historia.
Por supuesto, como sucede cuando pretende oponerse la razón y el sentido común a las pasiones, nadie le hizo el menor caso, todos los generales fueron ajusticiados y el descrédito social cayó sobre las espaldas del solitario disidente.
Sócrates, tanto en la vida política como en su práctica de abogado, era una presencia molesta. Denunciaba los excesos de poder y las corrupciones de quienes gobernaban. Y lo peor, advertía sobre lo fácil que resultaba pasar de una democracia a una tiranía cuando se comenzaban a tolerar ciertas relajaciones de los gobernantes. Sus denunciados, para sacarlo del medio guardando un tanto las formas, le “armaron” un juicio. Lo imputaron en el año 399 a.C. por “no reconocer a los dioses de la ciudad” y “corromper a la juventud”, pidiendo la pena de muerte.
Sócrates se defendió a sí mismo, en el juicio que estaba en juego su propia existencia. Terrible error que aun hoy cometemos los abogados. En su descargo, podemos decir que faltaban unos 22 siglos para que otro abogado y político como él, Abraham Lincoln, dijera al respecto: “Quien se defiende a sí mismo tiene un tonto por cliente y un imbécil por abogado”.
El jurado que lo juzgó estaba compuesto por mil quinientos ciudadanos. Y nunca debe suceder, pero pasa: los motivos pasionales se sobrepusieron a todo criterio de justicia. Envidias, celos de sus logros, habladurías de su persona y abiertas difamaciones hicieron que en la primera votación, setecientos ochenta miembros votaran por la pena de muerte; y setecientos veinte por la absolución. Sócrates pudo pedir entonces una pena alternativa de multa, pero insistió en su inocencia, y en la segunda votación se repitió por mayoría la pena de muerte. Sócrates en su discurso final dijo que si por tal condena pensaban que acallarían su reclamo contra las conductas deshonestas, estaban equivocados y que no les guardaba rencor a los que lo acusaron y condenaron. Ponía el broche de oro discursivo a una pésima estrategia de su propia defensa.
Lo demás, es ya historia conocida. Lo que no lo es tanto es que bebió la cicuta, no tanto por su filosofía sino principalmente por sus ideas como abogado, acerca de lo que debía ser el debido proceso y la honestidad en el servicio público.