viernes 15, noviembre 2024
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Comercio y Justicia 85 años

Cámaras en las escuelas: ¿un atentado a la intimidad?

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Por  Daniela Spósito / Periodista. Magíster en Comunicación. Doctoranda en Semiótica. Analista de discursos sobre (in)seguridad ciudadana / Colaboración especial Inecip

Los ministerios de Educación y Gobierno de la Provincia, a cargo de Walter Grahovac y Carlos Caserio, respectivamente, anunciaron la decisión de colocar cincuenta cámaras de seguridad en las puertas de escuelas públicas. El objetivo es controlar a los alumnos en la entrada y a cinco cuadras a la redonda de las instituciones, seleccionadas según los puntos de “peligrosidad” indicados por mapas del delito elaborados por la policía.

El Estado argumenta que esta acción -parte del Plan Integral de Seguridad- se realiza para prevenir la venta de drogas, la violencia y otros delitos no especificados. Las cámaras serán monitoreadas las 24 horas por personal policial desde un centro de control operativo. Se trata de una  medida de “prevención” en espacios públicos  que supone una inversión de seis millones y medio de pesos.

Bajo la excusa de la prevención, aquéllas intervienen en las libertades individuales ante la mera sospecha de comisión de un delito, en un marco de regresividad de derechos ciudadanos, como a la intimidad o a la libre reunión. Una vez instrumentadas, podrían utilizarse como estrategia para controlar la circulación de adolescentes y jóvenes y para disciplinar una posible protesta social.

El término “delito”, en el contexto neoliberal provincial se utiliza desde los sectores hegemónicos como sinónimo de pobreza, de protesta y de todo aquello que pudiera obstruir una determinada circulación de bienes en el mercado. Los adolescentes y jóvenes son puestos en esta misma cadena, estigmatizados como “grupos de riesgo” en una línea de sentido que los asocia con la droga, el robo, la delincuencia y la violencia.

Se trata de gestionar y de redistribuir socialmente el riesgo potencial de una generación a la que el neoliberalismo ha quitado todo imaginario de posible movilidad social ascendente y buena parte de sus derechos. El presunto cuestionamiento juvenil podría venir mediante un levantamiento político que discutiera la distribución de bienes en el mercado. Pero, también, si el malestar actual que ronda a quienes en pocos años van a intentar ingresar en un mercado laboral precarizado no puede ser puesto en prácticas reflexivas y en palabras, podría devenir en mera violencia que, ya se sabe, suele terminar en una guerra de pobres contra pobres que no haría más que reforzar el orden establecido.

Con estas políticas de seguridad privada se intentan reducir las posibilidades de movimiento, de flujo, de interacción y de reunión en el espacio público. Esto es lo peligroso hoy para la nueva racionalidad gubernamental: no sólo la ocupación de las instituciones tradicionales de encierro y vigilancia como los colegios, sino también, y sobre todo, el uso de los lugares abiertos de la ciudad.

Nuevas estrategias de control neoliberal de los espacios abiertos. Disposiciones “disuasorias”, docilizadoras, en el marco de la mercantilización de una seguridad patrimonialista frente a una población  joven marginalizada y selectivamente estigmatizada, construida como sujeto colectivo “sospechoso” frente al orden establecido.

Este Plan de Seguridad comparte la lógica de gubernamentalidad, entendida como mera gestión y gerenciamiento de riesgos, e implícita en  la ley de Seguridad Pública delasotista  9235/05, hoy vigente, sancionada con el asesoramiento de Juan Carlos Blumberg y representantes del Manhattan Institute (think tank de la derecha estadounidense que aconseja a los países latinoamericanos que implementen políticas más represivas, entre ellas, la tolerancia cero que afecta directamente a los sectores más empobrecidos), que propicia un empoderamiento de la policía y la vigilancia entre ciudadanos en espacios abiertos.

Se trata de nuevas técnicas de control, permanentes, progresivas, dispersas al aire libre, que auspician el monitoreo, limitando la circulación de ciudadanos por la ciudad. Estamos ante una nueva lógica de guerra –en democracia; en la que no intervienen militares- que pretende gestionar policialmente las desigualdades por medio de cercenar las libertades, en una lógica costo/beneficio.

La videovigilancia es parte de un paquete de políticas neoliberales de seguridad predelictivas que se están implementando en toda Latinoamérica, que exigen que los ciudadanos con patrimonio –a quienes se les respetan sus derechos– se autorregulen en una autoorganización comunitaria que vigila y excluye a los “no ciudadanos”, los excluidos de los derechos que la Constitución garantiza de manera igualitaria, los “sobrantes”. Esta vigilancia entre vecinos es exigida en el lenguaje de los organismos internacionales como el Banco Mundial cuando hace referencia a la nueva cuestión social.

El derecho que un Estado neoliberal garantiza por excelencia es el de la seguridad en un sentido restringido (de la propiedad privada y la persona). Sólo es beneficiario de este tipo de seguridad  aquel ciudadano con acceso al consumo. Quizá sea por eso que frente a la demanda ciudadana de mayor seguridad la provincia responda con cámaras que amedrentan a todo aquel que ose exigir al Estado que este cumpla con su función de garante de los derechos ciudadanos básicos como, por ejemplo, el otorgamiento de un mayor presupuesto para la educación pública.

La situación que se plantea tiene antecedentes en la ciudad de Buenos Aires. Meses atrás, el jefe de gobierno porteño Mauricio Macri compró noventa cámaras para colocar en escuelas de su jurisdicción. El observatorio de Derechos Humanos, la Unión de Trabajadores de la Educación y un grupo de padres hicieron que se diera marcha atrás en la medida mediante una acción de amparo.

Hoy, la sociedad civil cordobesa se encuentra ante el desafío de poder interpelar a la Justicia con un pedido de estas características.

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