El vocablo “firma” proviene del latín “firmare”, que significa “afirmar”. Como puede verse, la etimología lleva consigo una de las propiedades esenciales del acto: autentificar y volver expresión propia todo el contenido escrito que se encuentra previo a dicha firma.
De las muchas definiciones que existen, nos quedamos con la dada por del maestro Eduardo Couture en su obra Vocabulario jurídico: “Trazado gráfico, conteniendo habitualmente el nombre, los apellidos y la rúbrica, con el cual se suscriben los documentos para darles autoría y virtualidad, y obligarse en lo que en ellos se dice”.
Conforme el Instituto Grafológico Forense de Bilbao, la firma autógrafa, es decir la que realiza la persona de su puño y letra, “puede estar hecha mediante un conjunto de letras (identificando así al nombre y apellido o apellidos, aunque solo sea por sus iniciales), acompañados o no por una rúbrica, o bien mediante elementos ilegibles, como puede ser únicamente la rúbrica, lo que se asemejaría más a la definición de signo como tal que a la de firma”.
No es menor, en no pocos casos, la importancia de tal elemento, la rúbrica, en cuanto a la composición de la firma. Sobre el particular, el instituto antes citado expresa: “La rúbrica es un elemento muy importante que acompaña por lo general a la firma, tan importante que en muchas ocasiones ella misma compone únicamente la firma. Data de la Edad Media, y al parecer proviene etimológicamente del latín rubrum (rojo). La costumbre de rubricar viene de que en aquellas épocas se añadía al pie del documento, después de poner el nombre y apellido, tres palabras latinas con tinta de dicho color, scripsit firmavit reconogvit, que de alguna manera daban fe de autenticidad oficial al mismo. Con el tiempo, estas palabras se fueron deformando hasta hacerse ilegibles, convirtiéndose posteriormente en dibujos embrollados. De tal modo el pueblo llano, totalmente ignorante de su verdadero significado y propósito, interpretó aquel garabateo como un signo de buen gusto y distinción, y procedió así a imitarlo, hasta nuestros días. De alguna forma todavía, hoy día, se sigue considerando a las firmas con grandes rúbricas, por parte del vulgo, como elegantes y propias de personas importantes. Los grafólogos opinamos algo muy diferente (…)”.
En tal sentido, es conocida la anécdota en nuestra historia de Domingo Faustino Sarmiento, que firmaba limitándose a escribir su nombre, contra la costumbre de la época antes aludida. Cuando alguien se lo hizo notar, con su proverbial carácter y vocación de polemista, dijo que “no era indio para llenar de garabatos la firma” o algo similar. En el presente, tales palabras hubieran generado aún más polémica que cuando se dijeron, pero por muy distintas razones.
Se trata también la firma, de una palabra que jurídicamente puede referir a otras cuestiones, por caso: el inicio del procedimiento de autenticación del texto de un tratado, consistente en la signatura del mismo por parte del representante de un sujeto de derecho internacional o su similar de manifestación del consentimiento en obligarse por un tratado, denominado firma simple, que suele ir seguida de la ratificación. También puede referir al apoyo personal para la presentación de una candidatura en determinados procesos electorales y hasta a la propuesta de una ley en la iniciativa popular.
Un uso histórico durante la Edad Media estuvo asociado a lo que hoy conocemos como prueba testimonial. En tal momento del derecho, la expresión recibir firmas aludía al “acto de presentar de testigos”; firmar o firmare, a “testificar”; ser recibido en firma, era el “ser recibido como testigo”; desechar firmas o “refusar” firmas significaba rechazar testigos, entre otros usos. “Maguer si iudez o alguno de los alcaldes iurados o escriuano firmaren con otros non iurados de XX mencales arriba, si non fueren creidos, sean reptados”, puede leerse al respecto en la parte “De firma de iurado e non iurado” del Fuero de Béjar, dictado alrededor del año 1250.
Cabe destacar, sobre todo frente a las nuevas formas tecnológicas de firma que, en el inicio del concepto, el acto de firma no era de puño y letra sino la acción de un sello. Se supone que alrededor del año 3500 a. C. los sumerios contaban con un sello personal colocado sobre un pequeño cilindro redondo de aproximadamente una pulgada de largo y que presionaban sobre la arcilla húmeda de sus tabletas. Primero dotado de figuras, dichos sellos tuvieron luego un texto corto que identificaba a su poseedor (“X, hijo de Y, servidor del dios Z”) tras de la invención de la escritura.
En Roma, era una ceremonia compleja, la Manufirmatio; mucho más que estampar un determinado trazo relacionado al nombre, pero con similar efecto. Durante la Edad Media, se articulaba en derredor de una cruz a la que se le añadían diversas letras y rasgos. Siendo tiempos en que, aun en las élites, saber escribir era más la excepción que la regla, no pocos en lugar de firmar, reemplazaban al acto por el de estampar su sello personal, consistente por lo común en su escudo heráldico.
Como puede verse, desde su mismo origen la firma ha sido un concepto en evolución, aunque siempre como una manifestación externa indeleble fijada en un documento de una voluntad interior de la persona. Ese rasgo de cambio tal vez sea consustancial a la forma de generarla; de hecho, aun la más personal de ellas, la autógrafa, cambia a lo largo de nuestras vidas.
Si la alfabetización del siglo XIX la generalizó para los actos de la vida civil, las nuevas formas de la comunicación tecnológica en el siglo XX y, en particular, a inicios del XXI, llevarían a expandir el concepto como nunca antes. Algo que trataremos por separado.