“Comencemos por establecer que la conducción política de un país tiene dos aspectos bien diferenciados ya sea que se trate de lo estratégico o de lo táctico. Lo primero comprende al conjunto y la finalidad. Lo táctico es la ejecución por las partes y las etapas. Lo estratégico en definitiva es la guerra, lo táctico es la batalla o las batallas. De esta manera es preciso comprender que aunque ambas cosas corresponden a lo mismo, pertenecen a actividades distintas. Así, la táctica depende de la estrategia, y se realiza en absoluta dependencia de las finalidades fijadas por ésta.
Lo estratégico puede dirigirse y manejarse a distancia. Lo táctico debe ser conducido desde el propio teatro de operaciones. Ambas cosas resultan de las diferentes condiciones de tiempo y espacio en que se realizan las acciones, porque una cosa es concebir y ordenar, y otra muy distinta es realizar.
Conducción Política, J. D. Perón
Uno de los ejemplos que suelo presentar para marcar las diferencias entre conducción estratégica y táctica es repasar los aspectos sobresalientes de la conducción del ejército argentino por el general José de San Martín en las luchas contra las fuerzas coloniales.
Como conducción estratégica, veo a San Martín montando su caballo en el punto más alto de una loma, observando cómo se distribuían las fuerzas enemigas y estudiando las acciones a ejecutar con su ejército para ganar la batalla.
También los riesgos que pasó. Como cuando en el Combate de San Lorenzo se sumó a éste y en un momento de la lucha el sargento Cabral entregó su vida para salvarlo y, principalmente, para que nuestro ejército siguiera teniendo su conducción estratégica que le permitiera poder ganar la guerra, que era lo que en definitiva necesitábamos los argentinos para edificar nuestra independencia.
El ejemplo -evidentemente- es fundamental para que una familia, una empresa, un pueblo o un país, al establecer la finalidad central y trascendente a conseguir, programe las etapas e integre en la acción a quienes participarán para lograr ese objetivo.
Hoy Argentina carece de un proyecto estratégico, de un horizonte definido o de una finalidad común para todos sus habitantes. Sus dirigentes, arrastrados por el individualismo, terminan desconociendo la gravedad y la profundidad de los estigmas. También ignoran quién y cómo debe enfrentarlos y solucionarlos.
Si acaso intentaran resolverlos, lo harían sin conocer los acontecimientos de un mundo en el cual la confrontación entre las potencias por un nuevo orden mundial se corresponde con un escenario muy complejo, muy dinámico; acelerado también por efectos de un avance tecnológico incontenible que obliga a tener muy presente y actualizado ese orden para saber cuándo, cómo y con qué sector debe participar Argentina, según sus recursos e intereses.
Líderes, gobernanza y corporaciones
La evolución de una comunidad, con relación a su conciencia y organización social, abrió un nuevo espacio de confrontación de ella con los que fijan las estrategias o planes que pretenden realizar en “sus territorios”. La historia -en esta especial relación- describe cómo los pueblos, a partir de la existencia de un dios o poder superior, aceptaron ser conducidos por caciques, reyes, caudillos o personalidades emergentes surgidas en distintas épocas, cuyo poder era reconocido y, a veces, temido.
Pero un cambio de esa actitud a medida que evoluciona la conciencia y organización social obliga a los gobernantes a intentar dividir la comunidad o degradarla en su condición de vida, disminuir su poder y utilizar determinados planes para solucionar sus graves estigmas que, convertidos en monedas de cambio, facilitan la imposición de sus arbitrariedades.
Con el tiempo los gobiernos se ven obligados a aceptar un modelo democrático más amplio para cubrir las ansias de participación popular, abriendo la participación a instituciones políticas como los partidos, que preservarán las divisiones pero evidenciarán cierta movilidad social para el juego de las confrontaciones y diferencias.
Cuando esto superó el control del gobierno -como última instancia-, recurrieron a fuertes corporaciones económicas, industriales, financieras o militares para debilitar y derribar al propio gobierno.
Durante muchos años, esta etapa de un mayor aperturismo significó un paso importante para la participación popular, aunque este sistema de partidos que impone un modelo que mantiene la discusión y confrontación interna de los pueblos es también una forma de desunir por diferencias pero jamás integrar por coincidencias.
Por lo cual, con el correr de los tiempos, este modelo de partidos que entroniza el juego palaciego de la pelea por el poder terminó siendo un instrumento al servicio de las elites o fue dominado por fuertes corporaciones.
De cualquier manera, es bien cierto que estas entidades políticas conformaron un régimen que abrió la democracia a una mayor participación, primero a los hombres y luego a las mujeres, que alcanzaron la posibilidad de votar y optar entre varias figuras representativas de los distintos partidos. Es entonces cuando el voto de la ciudadanía se consideró el factor fundamental de la democracia. Pero no la participación concreta del pueblo en las definiciones esenciales de un país.
Recta final de la decadencia
Esta muy acotada síntesis es a los efectos de señalar que, a medida que los pueblos avanzaron en cuanto a conciencia y organización social para defender los intereses de cada una de las partes que los integran, constituyeron los primeros tramos de una escalera que -lamentablemente- nunca los llevaría al poder.
Si por acaso eso sucedía, los políticos, con el apoyo de los poderes concentrados, producían los anticuerpos con la misión de acorazar dicho modelo y proteger sus privilegios e, incluso, incrementarlos.
Cuando los preceptos constitucionales fueron superados por el avance de los pueblos que exigían reformas para un mayor protagonismo, el modelo de gobernanza, de clara procedencia liberal, recurrió -indirectamente- a buscar fuera de la ley y el orden la posibilidad de subvertir dichos regímenes por medio de golpes de Estado e instalar dictaduras y gobiernos autocráticos que cercenaron los derechos del pueblo.
Pero en 1983 en Argentina, una vez concluida esta etapa de golpes de Estado, retornaron los partidos políticos aunque contagiados por las improntas instaladas por la última dictadura y por las influencias que sobre ellos venían ejerciendo las ideologías caducas del liberalismo y el marxismo.
Este modelo los llevó a aceptar un constreñimiento democrático y un escenario que garantizara la lucha por el poder según lo que fija la Constitución, sobre todo por las reformas introducidas por las dictaduras y las modificaciones de 1994, por las cuales se pretende una democracia fuerte, concediéndoles a los partidos el claro privilegio de ser las únicas instituciones reconocidas para acceder al poder institucional.
A partir del derrumbe ético y moral de los partidos tradicionales (esencialmente del radicalismo y del peronismo) porque se olvidaron de sus historias, sus doctrinas, principios y valores, perdieron identidad y prestigio mientras las elites que los manejan a su antojo idearon las coaliciones que, mixturadas internamente, siguieron enfrentadas por preferencias liberales y marxistas.
Esto motivó el resurgir de caudillos y líderes, con el agravante de conformar gobiernos en los que, ganara quien ganare, podían utilizar los decretos de necesidad y urgencia (DNU), desvirtuando la esencia democracia de dicho modelo.
Conclusiones
Ante esta realidad electoral, se legaliza la participación antiética de legisladores, intendentes y gobernantes quienes, sin abandonar sus cargos como representantes del pueblo, participan como candidatos de distintas coaliciones; que pierden credibilidad; o, peor aún cuando, provenientes de distintos signos ideológicos o partidarios, por fines exclusivamente personales terminan mezclados en una misma coalición.
Ésta es la muestra palpable de la falta de una conducción estratégica que surja desde el seno mismo de la sociedad argentina y elabore conjuntamente con el pueblo organizado las pautas fundamentales de un proyecto nacional.
Los partidos políticos no deben desaparecer porque tendrán la misión, una vez definida la finalidad común a alcanzar: ofrecer las etapas y los actores con quienes concretarán ese objetivo para asegurar su éxito.
El pueblo argentino, cansado de ceder lo que debe ser de su exclusiva competencia, presiente la oportunidad de terminar con las agresiones y las divisiones inconducentes porque intuye que, independientemente de quién resulte ganador en las próximas elecciones, no podrá producir las soluciones trascendentes que nuestra Patria necesita.
Menos aún si pretende hacerlo sin el protagonismo de una comunidad unida y organizada.
(*) Ex ministro de Obras y Servicios Públicos de Córdoba