José Emilio Ortega y Santiago Espósito (*)
Estados Unidos defendió el proceso electoral brasileño un día después de que el presidente Jair Bolsonaro señaló su fragilidad ante más de 70 legatarios. Washington habló por muchos países representados en la reunión: destacó la confianza en las instituciones democráticas, la transparencia de las elecciones y la participación de los votantes.
Hay mucho en juego el próximo 2 de octubre (con eventual segunda ronda el 30 del mismo mes): presidente y vice, gobiernos estaduales (27), senadores (27, un tercio de la cámara) y diputados federales (513) y legisladores estaduales (1.059). Todas las encuestas otorgan ventaja de entre 10 y 15 puntos al dos veces presidente y fundador del Partido de los Trabajadores (PT), Lula da Silva, contra Bolsonaro, quien se postula a su reelección. Ambos polarizan (más de 80% del total de los sufragios). Mordiendo el dígito de intención aparece Ciro Gomes (65 años), dirigente de centroizquierda acostumbrado a las alianzas (fue gobernador del estado de Ceará y ministro de Itamar Franco y del propio Lula). Tres políticos profesionales que se cortan solos en un lote que podría alcanzar la decena de candidatos, sin sorpresas u outsiders.
Se cierne la oscuridad luego de las declaraciones de un Bolsonaro a la defensiva. El pasado día 14, en reunión de comisión en el Senado Federal, su ministro de Defensa, general Paulo Sérgio Nogueira, señaló que el sistema de voto electrónico (que Brasil usa desde 1996) puede ser manipulado y que en 2018 el hoy presidente fue víctima de irregularidades, que obligaron balotaje contra el candidato del PT, Fernando Haddad. Propuso el regreso del voto papel, descartado por el Tribunal Superior Electoral, a cargo del proceso.
Cierto es que los vínculos entre Bolsonaro (militar retirado) y sus antiguos camaradas tuvieron amplio espacio en el campo de la negociación política coyuntural; un acercamiento gradual, materializado antes, durante y después de la campaña 2018. Muchos militares se fueron subiendo a ese tren: su vicepresidente general retirado Hamilton Mourão, siete ministros de 22, legisladores, etcétera, sin implicar empero una participación corporativa de las fuerzas armadas en tanto tales, dentro de su proyecto. Incluso las varias convocatorias públicas de Bolsonaro a éstas, la última en mayo, cuando en una graduación de policías federales los llamó desde el Palacio del Planalto a “salvaguardar la libertad” para garantizar la “estabilidad” de la nación, no han sido públicamente asumidas por aquellos que, dictadura mediante, gobernaron el país entre 1964 y 1985 (proceso reivindicado por Bolsonaro).
Entre los heterogéneos sectores que apoyaron o pactaron con Bolsonaro para unirse ante el espanto -el regreso de Lula al poder-, tampoco el presidente ha podido mantener su base de sustentación. Algunos de estos sectores, corridos desde el centro a la derecha y llegando al extremo ideológico, habían participado del golpe institucional que terminó con el gobierno de Dilma Rousseff en 2016, que para cuando terminó aquel cuatrienio Michel Temer (2018) ya habían vaciado aquél y mutado en nuevos compromisos frente a Bolsonaro. Unos, apoyándolo cuando el ex capitán empezó a crecer en las encuestas. Otros cuando, al triunfar en segunda ronda, necesitaba un plan y contactos. Esto se vio plasmado en un gabinete presuntamente “de lujo”, en el que estaban los victimarios de Lula (el discutido ahora ex juez Sergio Moro, cuya causa fue declarada nula por el STF por irregularidades en su sustanciación), junto a los mencionados militares que atrajo al poder, capitostes económicos (que se aseguraron la participación del superministro Paulo Guedes), políticos de diferentes partidos, sectores evangélicos (fe a la que Bolsonaro está ligado personalmente, más allá de su origen católico) entre los más relevantes.
Las expectativas fueron incumplidas. Bolsonaro gestionó deficientemente la pandemia (cambió tres veces al ministro de Salud). No pudo remontar las secuelas socioeconómicas de aquélla, con un pico inflacionario en estos meses. Su política ambiental es cuestionada, con los peores incendios (muchos intencionales) que se recuerden en la selva amazónica. Su manejo de las relaciones exteriores es controversial, sin tapujos para opinar -criticar incluso- o pretender incidir en temas internos de otros países, fracasando en sus estrategias con los vinculados tradicionalmente con Brasil, como EEUU o los integrantes de la Unión Europea. Su desgastada red de aliados hoy es incierta. Su capacidad de construcción o de daño, también.
En tanto Lula (76 años), en su sexta campaña presidencial, puesto a operar desde el centro de la escena (no la abandonó ni aun preso) se recostó en un ex opositor, Gerardo Alckmin (69 años), ex gobernador de San Pablo, con quien disputó un recordado balotaje en 2006. Juntos deberán surfear tormentas que aún pueden perseguirlos, desde amenazas a su seguridad (Lula habló en actos con chaleco antibalas) hasta cuestiones con la Justicia, y se ofrecen a la audiencia como una dupla muy experimentada, con terminales en sectores muy diversos (la centroizquierda el expresidente, la centroderecha Alckmin, casi como podría haber sido la fórmula que imaginó Perón, cuando regresó en 1972, con Ricardo Balbín). Liderarán un elenco que anhela oficiar de recambio generacional.
El principal fantasma, en la actualidad, es la violencia política. Acaba de morir el tesorero del PT en Foz de Iguazú, a manos de un agente penitenciario partidario de Bolsonaro (recordemos que éste sufrió un ataque personal en 2018). Este tipo de episodios (214 en lo que va del año) creció 23% respecto del último año electoral (2020); y puede trascender las muertes o lesiones, proyectándose en variadas formas. Una de ellas, frustrar total o parcialmente la elección misma (sabotajes).
Confiamos en que el prestigio internacional del Brasil democrático y la ascendencia de las instituciones constitucionales hacia su interior permitan una nueva elección exitosa en el país hermano, conformando un sistema infranqueable. El continente los necesita -la nación, su sistema y sus líderes oficialistas u opositores- más sanos y fuertes que nunca.