Por Timothy Snyder (*)
Publicado originalmente en The New York Times
Nunca se derrotó al fascismo como idea.
En cuanto culto a la irracionalidad y la violencia, no pudo ser vencido como argumento: mientras la Alemania nazi pareció fuerte, los países europeos y otros se sintieron tentados. No fue sino en los campos de batalla de la Segunda Guerra Mundial cuando el fascismo fue derrotado.
Ahora ha vuelto, y esta vez el país que está librando una guerra de destrucción fascista es Rusia. Si Rusia ganara, sería muy reconfortante para los fascistas de todo el mundo.
Nos equivocamos al limitar nuestro miedo al fascismo a una cierta imagen de Adolf Hitler y el Holocausto.
El fascismo era de origen italiano, y popular en Rumania -donde los fascistas eran cristianos ortodoxos que fantaseaban con la violencia purificadora- y tuvo sus adeptos en toda Europa (y Estados Unidos).
En todas sus variedades, consistía en el triunfo de la voluntad sobre la razón.
Por este motivo, es imposible dar con una definición satisfactoria. La gente discrepa, a menudo con vehemencia, sobre qué constituye el fascismo.
Sin embargo, la actual Rusia cumple la mayoría de los criterios que tienden a aplicar los académicos.
Presenta un culto alrededor de un líder único, Vladimir Putin. Presenta un culto a los muertos, organizado en torno a la Segunda Guerra Mundial. Presenta un mito sobre una pretérita época dorada de grandeza imperial, que ha de ser restaurada mediante una guerra de violencia sanadora: la guerra asesina contra Ucrania.
No es la primera vez que Ucrania ha sido objeto de una guerra fascista. La conquista del país era el principal objetivo bélico de Hitler en 1941.
Hitler pensaba que la Unión Soviética, que entonces gobernaba Ucrania, era un Estado judío: su plan era reemplazar el régimen soviético con el suyo y adjudicarse la fértil tierra agrícola de Ucrania. La Unión Soviética se moriría de hambre, y Alemania se convertiría en un imperio. Creyó que sería fácil, porque, en la cabeza de Hitler, la Unión Soviética era una creación artificial, y los ucranianos, un pueblo colonial.
Las semejanzas con la guerra de Putin son llamativas. El Kremlin define a Ucrania como un Estado artificial, cuyo presidente judío es la prueba de que no puede ser real.
Tras la eliminación de una pequeña élite, se piensa, las masas incipientes aceptarán encantadas el dominio ruso.
Hoy es Rusia la que está negándole al mundo el alimento ucraniano, y amenazando con la hambruna en el Hemisferio Sur.
Muchos vacilan al considerar fascista la Rusia actual porque la Unión Soviética de Iósif Stalin se autodefinió como antifascista; pero el empleo de ese término no contribuyó a definir qué es el fascismo, y actualmente es más que confuso.
Con la ayuda de los estadounidenses, los británicos y otros aliados, la Unión Soviética derrotó a la Alemania nazi y sus aliados en 1945. Sin embargo, su oposición al fascismo no siempre fue constante.
Antes de que Hitler llegara al poder en 1933, los soviéticos trataban a los fascistas como otra más de las formas del enemigo capitalista.
Los partidos comunistas de Europa debían tratar a todos los demás partidos como el enemigo. Lo cierto es que esta política contribuyó al ascenso de Hitler: a pesar de su superioridad numérica frente a los nazis, los comunistas y socialistas alemanes no podían cooperar.
Después de esa debacle, Stalin rectificó su política y exigió que los partidos comunistas europeos formaran coaliciones para cerrarles el paso a los fascistas.
Esto no duró mucho. En 1939, la Unión Soviética se unió a la Alemania nazi como aliada de facto, y las dos potencias invadieron conjuntamente Polonia. La prensa soviética reproducía los discursos nazis, y los oficiales nazis admiraban la eficiencia soviética en sus deportaciones masivas.
Pero Rusia no habla hoy de este hecho, puesto que hacerlo está tipificado como delito por sus leyes de memoria histórica.
La Segunda Guerra Mundial es un elemento del mito histórico de Putin sobre la inocencia rusa y la grandeza perdida: Rusia debe disfrutar del monopolio del victimismo y la victoria. El hecho básico de que Stalin permitió la Segunda Guerra Mundial al aliarse con Hitler debe ser indecible e impensable.
La flexibilidad de Stalin respecto al fascismo es la clave para entender la Rusia de hoy. Con Stalin, el fascismo daba igual; después fue malo, luego fue bueno, hasta que Hitler traicionó a Stalin e invadió la Unión Soviética, y entonces fue malo otra vez. Pero nadie ha definido jamás qué significaba. Era un cajón donde se podía meter cualquier cosa.
Se purgó a comunistas acusándolos de fascismo en farsas judiciales. Durante la Guerra Fría, los fascistas pasaron a ser los estadounidenses y los británicos. El “antifascismo” no impidió a Stalin poner a los judíos en la mira de su última purga, ni a sus sucesores vincular a Israel con la Alemania nazi.
El antifascismo soviético era, con otras palabras, una política de “nosotros y ellos”. Eso no es una respuesta al fascismo.
Al fin y al cabo, toda política fascista comienza (como dijo el pensador nazi Carl Schmitt) por la definición de un enemigo. Puesto que el antifascismo soviético sólo significaba la definición de un enemigo, le ofreció al fascismo una puerta trasera por la que volver a Rusia.
En la Rusia del siglo XXI, el “antifascismo” se convirtió sin más en el derecho de un dirigente ruso de definir los enemigos nacionales. A auténticos fascistas rusos, como Aleksandr Dugin y Aleksandr Prokhanov, se les dio espacio en los medios de comunicación de masas. El propio Putin se inspiró en la obra de Iván Ilyín, el fascista ruso del periodo de entreguerras.
Para el presidente, un “fascista” o un “nazi” es alguien que simplemente es contrario a él o a su plan de destruir Ucrania.
Los ucranianos son “nazis” porque no aceptan que son rusos y se resisten.
A un viajero del tiempo de la década de 1930 no le sería difícil identificar el régimen de Putin como fascista. El símbolo de la “Z”, la propaganda, la guerra como un acto de violencia purificadora y las fosas de la muerte alrededor de las ciudades ucranianas lo dicen claramente.
La guerra contra Ucrania no es sólo un retorno al campo de batalla fascista tradicional sino también un retorno al lenguaje y las prácticas fascistas tradicionales. Los otros están ahí para ser colonizados.
Rusia es inocente, debido a su pasado lejano. La existencia de Ucrania es una conspiración internacional. La guerra es la respuesta.
Puesto que Putin se refiere a los fascistas como el enemigo, quizá resulte difícil percibir que él pudiera ser, en realidad, un fascista. Sin embargo, en la guerra de Rusia contra Ucrania, “nazi” solo significa “enemigo infrahumano”: alguien a quien Rusia puede matar.
El discurso del odio dirigido a los ucranianos les hace más fácil asesinarlos, como vemos en Bucha, Mariupol y todos los lugares de Ucrania que han estado bajo la ocupación rusa. Las fosas comunes no son un accidente de la guerra sino una consecuencia que se espera de una guerra de destrucción fascista.
Que los fascistas llamen a otras personas “fascistas” es fascismo llevado a su extremo ilógico como culto a la sinrazón. Es un punto final donde el discurso de odio invierte la realidad y la propaganda es pura insistencia.
Es el apogeo de la voluntad por encima de la razón.
Llamar a otros fascistas siendo un fascista es la práctica putinista esencial.
El filósofo estadounidense Jason Stanley lo llama “propaganda debilitadora”. Yo lo he llamado “esquizofascismo”.
La formulación de los ucranianos es la más elegante. Lo llaman “ruscismo”.
Nuestro conocimiento sobre el fascismo es actualmente mayor que en la década de 1930. Hoy sabemos adónde condujo.
Debemos identificar el fascismo, porque entonces sabremos a qué nos enfrentamos; pero identificarlo no es desmontarlo.
El fascismo no es una postura en un debate sino un culto a la voluntad del que emana ficción. Consiste en la mística de un hombre que sana el mundo con violencia, sostenida por la propaganda hasta el final. Lo único que lo puede desmontar son las muestras de debilidad del líder.
Hay que derrotar al líder fascista, lo que significa que quienes se oponen al fascismo tienen que hacer cuanto sea necesario para derrotarlo. Sólo entonces se vienen abajo los mitos.
Como en la década de 1930, la democracia está en retirada en todo el mundo, y los fascistas han dado un paso y les han declarado la guerra a sus vecinos. Si Rusia gana en Ucrania, no sólo supondrá la destrucción de una democracia por la fuerza, aunque eso ya es suficientemente grave. Será desmoralizador para las democracias de todas partes.
Incluso antes de la guerra, los amigos de Rusia -Marine Le Pen, Viktor Orbán, Tucker Carlson- ya eran los enemigos de la democracia. Las victorias fascistas en el campo de batalla confirmarían que rige la ley del más fuerte, que la razón es para los perdedores, que las democracias deben fracasar.
Si Ucrania no se hubiese resistido, ésta habría sido una oscura primavera para los demócratas de todo el mundo. Si Ucrania no gana, podemos esperar décadas de oscuridad.