Aún se discute si la invención de la escritura ocurrió en un único lugar o si apareció en diversos sitios por pura necesidad humana evolutiva. También, si fueron los sumerios o los egipcios los primeros respecto de nuestra cultura, o cuánto unos influyeron en los otros.
En otra parte del mundo, hacia el año 1300 a. C. aparecen las primeras inscripciones chinas sobre huesos y caparazones de tortuga, en el valle del río Amarillo. El chino actual ha evolucionado de unos 2.500 signos a más de 50.000 en el presente, siendo la más antigua forma de escritura humana ininterrumpida desde su invención.
Hammurabi, el sexto rey de la ciudad-estado de Babilonia, ubicada en el sur del actual Irak, durante su reinado en el siglo XVIII antes de nuestra era produjo el primer código legal, siendo además, y hasta dónde sabemos, la primera vez que se grabó en piedra la ley. En una estela de basalto escrita en acadio, la lengua babilónica, se la colocó en el centro de su capital, a la vista de todo el mundo, aunque fueran pocos quienes pudieran leerlos por el analfabetismo generalizado. Otras varias copias se distribuyeron por distintas partes del reino.
A más de una metáfora evidente de su inmutabilidad, fue un acto bastante práctico que hizo nacer además lo concerniente a la aplicación objetiva de la norma, desterrando subjetividades. Además, fue la primera secularización jurídica, al transferir a funcionarios reales la aplicación del derecho que antes estaba en manos de los sacerdotes.
No todos estuvieron de acuerdo con el derecho escrito. El ateniense Isócrates, por ejemplo, quien vivió entre el 436 a. C. al 338 a. C., prefería la costumbre, por entender que “…es preciso que los buenos gobernantes no llenen los pórticos con escritos sino que establezcan la justicia en los espíritus, porque las ciudades se gobiernan bien, no con decretos sino con costumbres, y quienes han sido mal criados se atreverán a transgredir las leyes por bien redactadas que estén, en cambio, los que han sido bien educados también querrán ser fieles a las leyes establecidas con sencillez”.
Coulanges, en su obra La Ciudad Antigua, expresa que, con Solón en la antigua Grecia, particularmente en Atenas, el derecho empezó a ser público mediante su escritura en tablas de madera, y público, en el entendido de ser conocido por todos. Igualmente, “…es el pueblo también quien ha investido a Solón con el derecho de hacer las leyes. El legislador ya no representa, pues, la tradición religiosa, sino la voluntad popular. En lo sucesivo, la ley tiene por principio el interés de los hombres y por fundamento el asentimiento del mayor número”: de allí que “la ley no es ya una tradición santa, mos; es un mero texto, lex, y como la ha hecho la voluntad de los hombres, la misma voluntad puede cambiarla”.
Las leyes que Solón dejó escritas a los atenienses tenían la particularidad de que estaban redactadas en forma de poemas, siendo publicadas en tablones de madera. Atento a tal grado de analfabetismo de la época, suponemos que los versos presentaban más facilidad para su recordatorio que la prosa. O, tal vez, sólo fue una cuestión de gustos griegos.
San Agustín afirma que los inicios del derecho romano escrito con las Doce Tablas fue inspirado en el ateniense, en particular del soloniano; claro que adaptado y mejorado.
El sentido práctico de los romanos nos legaría el codex, que no sólo era una colección sistemática de leyes sino un formato escrito mucho más móvil y reproducible que todos los elementos anteriores. Se trató de la respuesta escrita, a partir del siglo II d.C., elaborada privadamente primero y sancionada estatalmente después, frente al creciente número de normas jurídicas. Ya no sólo bastaba con registrarlas: se debía además compilarlas.
El formato del codex tenía su antecedente en los polípticos o tablillas de cera. Durante los siglos I a V d. C. convivieron las dos formas, el rollo de papiro y el códice de pergamino. El triunfo del segundo sobre el primero lo dará a partir del siglo IV su adopción por los cristianos para los escritos religiosos.
De todo el material jurídico recogido en dicho formato se destaca el Codex Iustinianus como el de mayor importancia, una recopilación de constituciones imperiales promulgada por el emperador Justiniano, en una primera versión, el 7 de abril de 529, y en una segunda, el 17 de noviembre de 534, esta última formando parte del Corpus Iuris Civilis.
No se trató de la primera obra de tales características. Existían previamente los Códigos de Hermogeniano, en torno al año 295, y el Código Gregoriano en el 293, ambos de naturaleza privada, y el Teodosiano del año 438, ya de carácter oficial.
Durante la Edad Media, la forma de libro por excelencia fue la del códice de pergamino o de papel, que derivó en nuestro libro actual.
En la actualidad nos encontramos, en esta segunda década del siglo XXI, no sólo en una mutación de magnitud del libro papel para el registro de normas y sentencias al almacenamiento informático, sino tal vez a las puertas de un nuevo formato dado por la aplicación a la materia de la inteligencia artificial y de lo que se ha dado en llamar legal tech.
Pero incluso frente a esta irrupción tecnológica, que permite actos jurídicos automatizados, en particular autorizaciones administrativas y que, se piensa, puede llegar en un futuro a la elaboración de decisiones judiciales, las exigencias de cara al debido derecho son las mismas que cuando Hammurabi mandó a grabar sus normas en basalto: conocimiento de la norma, transparencia de sus términos y aplicación objetiva uniforme frente a las situaciones fácticas. Porque los formatos pueden cambiar pero ciertos principios quedan incólumes por estar en el espíritu de justicia que lleva dentro suyo la propia naturaleza humana.