Los personajes literarios, inspirados o no en alguien real, en sentido estricto nunca han existido pero se perciben muchas veces por demás reales, como si formaran parte de nuestra vida. La profesión de los abogados no ha sido la excepción para dar lugar a obras de literatura relativas al ramo ni tampoco para la creación de “colegas” en el papel.
Perry Mason es uno de los más destacados abogados que nunca existieron pero que casi todos conocen. Fue también, como otros personajes que se convierten en referentes culturales, un trasvase de géneros: desde lo literario a lo audiovisual.
Su paternidad le corresponde al Erle Stanley Gardner, un abogado que detestaba serlo y por ello mataba el tiempo escribiendo historias. Tomó el nombre del personaje de la empresa que editaba la revista favorita que leía de niño, la Youth’s Companion, que publicaba la Perry Mason Company.
En su primera novela, The case of the velvet claws, aparecida en 1933, Perry Mason se describe a sí mismo mediante la pluma de Gardner en los siguientes términos: “Soy un abogado que se ha especializado en el trabajo procesal, y en mucho trabajo criminal. (…) Soy especialista en sacar a la gente de problemas. Vienen a mí cuando están en todo tipo de problemas, y yo les saco de ellos. (…)”.
A medio camino entre el procesalista eximio y el criminalista con calle, cordón y vereda, Mason es un abogado que lucha duramente por sus clientes: disfruta como anda en la vida los casos inusuales, difíciles o sin esperanza, que muchas veces llegan a la corte simplemente porque le han suscitado curiosidad, y afronta incluso de su bolsillo los gastos.
Por razones de espacio, de los múltiples personajes letrados de John Ray Grisham debo quedarme con Mitchell McDeere, un joven abogado que se traslada a la ciudad de Memphis en la novela Fachada, que el actor Tom Cruise interpretó en la película homónima de 1993.
Michael Connelly, escritor estadounidense de novelas policíacas, devoto de Raymond Chandler, además de su personaje estrella, el detective de la policía de Los Angeles “Harry” Bosch, ha dado forma en su novela The Lincoln Lawyer a Michael “Mick” Haller, un desenfadado abogado penal que tiene por estudio la parte trasera de su auto marca Lincoln Continental; alguien que se mueve casi siempre por esa angosta franja gris entre el bien y el mal, en su ejercicio profesional; un verdadero sabueso de casos, que no se detiene hasta dar con lo real a pesar de las capas de misterio o de mentira que le hayan echado encima.
Uno de los mejores creadores de letrados de ficción en nuestro país, a mi entender, resulta Alfredo Abarca, un referente del derecho aduanero en nuestro país, y también de las novelas de drama legal, muchas de ellas pensadas bajo la ducha. “Es curioso el efecto del agua, pero se me pueden llegar a ocurrir las cosas más inverosímiles y disparatadas. Las grandes ideas se me ocurren debajo de la ducha”, comentó alguna vez. Sin embargo, a su personaje de mayor éxito, la abogada Mercedes Lascano, protagonista de Expediente reservado y La abogada, la concibió un día que estaba en un café cerca de tribunales, en Buenos Aires, haciendo tiempo para ir a ver un expediente, y vio cruzar la plaza Lavalle a una mujer, abogada por la vestimenta, por el tipo de portafolio. Era hermosa, pero lo asombró su cara de terror al dirigirse a tribunales.
Su personaje es una letrada, quien a los 43 años ha logrado todo lo soñable en la profesión, incluso ser la única socia mujer en un estudio de primer nivel. Pero dicho éxito profesional no se compadece con su árida y casi nula vida profesional y afectiva.
No por nada en ese mismo bar es donde quien esto escribe situó para su novela Secretos en Juicio las reuniones entre Cecilia Ozzolli y Agustina Ríos, ficticias abogadas con una relación de amor-odio difícil de definir y un secreto poco confesable que las une, que luego se continuaría en Secretos de un ausente. Fue una suerte de homenaje, sólo para entendidos del género, a la creatividad de Alfredo.
Luego del genial, estricto y misterioso abogado Armando Ozzolli, cabeza del estudio donde trabajan ellas dos, reincidí en tal tipología de personajes con la pareja de Mariano López de Madariaga y Julia Rivero en Palabras Silenciadas, colegas de ficción que en la rígida Córdoba de la década de 1920 comparten todo, desde una fiscalía hasta la propia vida personal, en tanto investigan extraños homicidios y cada vez más se convierten de investigadores a destinatarios de una extraña venganza.
Eduardo Sacheri, en su primera novela La pregunta de sus ojos, dio forma a los colegas Benjamín Espósito e Irene Menéndez Hastings, quienes luego interpretarían, respectivamente, Ricardo Darín y Soledad Villamil en la película de Sebastián Campanella El secreto de sus ojos, que ganaría, entre otros premios, el Oscar a la mejor película extranjera en el año 2010.
Alguna vez Reyna Carranza, una escritora tan cordobesa como universal, me dijo que la abogacía era una profesión que “se batía con todo el espectro de la naturaleza humana, desde las acciones más excelsas a la miserabilidad más absoluta”. Tal vez por eso este tipo de personajes transciendan incluso las obras en que han sido pergeñados para pasar a formar parte del imaginario cultural de sucesivas generaciones.