martes 5, noviembre 2024
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Comercio y Justicia 85 años

¿Castillo es Fujimori?

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Por José Emilio Ortega y Santiago Espósito (*)

El servicio electoral peruano, tras el completo escrutinio de los sufragios, oficializó el triunfo provisorio de Pedro Castillo sobre Keiko Fujimori, en el balotaje del pasado 7 de junio. Resolvió sobre las mesas impugnadas por la hasta ahora derrotada (alrededor de medio millón de votos). Pero no puede proclamarlo.

Fujimori insistirá, ahora sobre unos 200 mil votos. Su hombre en el tribunal electoral ha renunciado, para abrir un vacío en la legitimación definitiva del comicio. La presiona el establishment, que decidió apoyarla recién en la segunda vuelta; el magro 13% alcanzado fue su peor primera ronda -es su tercera derrota en balotaje-. También su tobillera electrónica, implacable acompañante. De resultar derrotada, la espera un destino de prisión preventiva, acusada por haber recibido aportes ilegales de la empresa brasileña Odebrecht en campañas anteriores. El fiscal solicitó una pena de 30 años.

Entre actores externos, como la Organización de los Estados Americanos (OEA), cuyo secretario General es Luis Almagro (¿qué quedará del esmerilado Grupo de Lima sin su sede “oficial”, de confirmarse el triunfo de Castillo?); o internos, como el Congreso devorador de presidentes que parece tener otra vez convite en este drama, Perú sigue convulsionado. 

En el lustro presidencial que debe concluir el 28 de julio, iniciado en un balotaje tenso como éste, la crisis se tragó a la confianza popular, con graves episodios de violencia urbana y probable mella en la economía del país. Cayeron el elegido Pedro Kuczynski, su vice Martín Vizcarra y Manuel Merino -elegido y destituido por el Congreso-. El actual, Francisco Sagasti, debe llevar este barco a puerto, apostando a la legitimidad de la elección. 

La licuación de la representación política llevó a la postulación, en 2021, de 18 candidatos: desgastados como Fujimori, novatos como Castillo -reemplazo del referente de su partido, Vladimir Cerrón Rojas-, en coaliciones de escaso impacto. 

Castillo, un sindicalista docente sin pasado gubernativo, cuyo discurso combina marxismo y profesión de fe evangelista, arañó 18,1% de los votos, empatando con el voto “bronca” (blancos y nulos). Pero el temible Congreso peruano elegido en esa ronda muestra representación de diez partidos políticos; y el presunto oficialismo ya se ha fracturado entre los leales a Cerrón y los afines al mandatario presuntamente electo.

(Quizás) el fin de un ciclo

Como otros países latinoamericanos en recientes elecciones, Perú ha mostrado su diversidad: las tensiones de su urbe metropolitana, las urgentes expectativas de su interior profundo, el peso de los connacionales que ponen el hombro fuera del país. Todos confluyen en clamar por una dirigencia capaz de interpretarlos. 

Es imposible no relacionar este episodio con otros capítulos de la historia reciente. 

Después del último gobierno militar (Morales Bermúdez, 1955-1980), reformada la Constitución en 1979, Perú inicia su ciclo democrático con los gobiernos de Belaúnde Terry (Acción Popular, centroderecha) -recordado en Argentina por su posición en la guerra de Malvinas- y Alan García (APRA, centroizquierda). 

En la elección de 1990, desgastados ambos partidos “tradicionales”, nueve candidatos disputaron la presidencia. La derecha se alió en el Frente Democrático, encabezado por el Nobel de Literatura Mario Vargas Llosa. 

El oficialista APRA impulsó la candidatura del economista Luis Alva Castro. En tanto, un núcleo novedoso denominado “Cambio 90”, liderado por el rector de la Universidad Nacional Agraria entre 1984 y 1989, vinculado con grupos evangelistas, pequeños y medianos empresarios y nutrido por la propia estructura de la universidad -incluido su sindicato de trabajadores-, sorprendió por su enfoque pragmático, en manos de un emergente sin denuncias previas, vinculado con un servicio público confiable, como el educativo. 

Era la irrupción en la política de Alberto Fujimori, un outsider de 51 años, quien sintetizaba, en su historia personal, la impronta del Pacífico peruano, atento a Asia y respetuoso de tradiciones niponas.

Ese combo -partido debutante, mensaje renovado, imagen impactante- cuela a Fujimori en la segunda vuelta. Fracasa la izquierda, el APRA queda en tercera posición y el apoyo a la centro-derecha no es contundente. La segunda vuelta es el inicio del “fujimorismo”, que deberá gobernar con un Congreso en contra -elegido en la primera ronda-: 32 diputados propios sobre 180 y 14 senadores sobre 60. 

Fujimori interpreta inicialmente el fastidio popular. En un mundo en cambio, adscribe a las tendencias neoliberales -eran los tiempos de Reagan-Bush y Gorbachov, que en la región encontraban gobernando a Menem, Lacalle Herrera y Collor de Melo-. Ajusta la economía, signada por la hiperinflación. 

Al cambiar de alianzas, logra el respaldo del Ejército y ataca el sistema político. Consuma un autogolpe en 1992, impulsando posteriormente una convención constituyente que “legitima” su proceder, reforma la ley fundamental peruana en 1993 y logra su reelección. Viola la constitución y consigue otra elección consecutiva. 

La cadena de excesos no cesará. Los años de gobierno fujimorista, además de conformar un sistema institucional jaqueado por un congreso unicameral -imaginado para aplicar la voluntad personalista, pero fragmentario y conspirativo por vicios de origen-, dieron como resultado nefastas consecuencias en política interna y externa, por las cuales el propio exmandatario debió pagar cuentas, que hoy lo mantienen en prisión.

En 1990 fueron nueve candidatos para la primera vuelta; hoy el doble. Antes enemigos, hoy los apellidos Fujimori (hija del caudillo, sin otro atributo) y Vargas Llosa (el longevo escritor participó activamente en la campaña) marchan juntos en defensa de los intereses conservadores. 

La expectativa de cambio por parte (como en el 90) de referentes evangélicos y de sectores marginales de la clase media otra vez proviene de la educación: ayer un rector nacional, hoy un sindicalista regional. Signo de los tiempos.

Si se proclama a Castillo (de la misma edad de Fujimori cuando su victoria), surge cierto paralelismo entre aquel Perú de 1990 y el que el hombre oriundo de la localidad de Chota deberá afrontar. 

¿Por dónde empezar? ¿Con quiénes? Para capitalizar las enseñanzas de la historia reciente, necesitará de todos. 

¿Contará con apoyos? El pronóstico aparece de difícil elaboración.


(*) Docentes, UNC

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