Por Ana Guerra (*)
Violencia institucional, institucionalizada, estatizada, enraizada, descontrolada, ejercida tanto por varones como por mujeres, por funcionarios/as judiciales, jefes/as de áreas de empresas provinciales o por profesionales que tienen a su cargo resguardar los derechos de los vulnerables y/o ejercer el control de que sean cumplidas en su totalidad las órdenes judiciales. ¿Y cuánto más?
¿Cuánto más la mujer debe rogar por derechos que están ya incorporados como leyes y reglados procesalmente, legitimados, detallados en los códigos nacionales y provinciales?
¿Por qué razón, con qué justificativo (para llegar al mismo lugar, a un mismo destino jurídico) la mujer en situación de vulnerabilidad debe triplicar su recorrido? ¿Hasta cuándo la mujer debe pedir por derechos que le son legítimos y que ya están reglamentados?
Esta pregunta parece no encontrar respuesta, sobre todo para una madre con dos hijos en edad escolar primaria -éstos tienen su residencia fijada en el domicilio materno- y que mes a mes debe pelear por la cuota alimentaria asignada judicialmente.
Rosa (nombre ficticio) es mamá de dos niños, empleada, divorciada y con cuota alimentaria ordenada por un tribunal de Familia de la ciudad de Córdoba.
Cada vez que el progenitor debe depositar lo acordado y regulado por sentencia firme, éste le aplica de manera arbitraria algún tipo de descuento, que varía mes a mes según su humor.
La mamá, hastiada de reclamar cada mes esa conducta irregular, decide recurrir al tribunal de Familia de la ciudad de Córdoba interviniente en la causa, para solicitar la retención debida y para que directamente la realice el empleador.
Con la intervención judicial, ella y quien suscribe, su abogada patrocinante, estimábamos que se pondría fin al conflicto y, sobre todo, mejoraría el estado de ánimo de la mujer.
Es un verdadero padecimiento tener que reclamar mes a mes algo que es propio de sus hijos. Es seguir sufriendo la violencia de un hombre maltratador que no cesa en su inconducta, en sus insultos y en sus agresiones. Es seguir siendo víctima de la violencia doméstica, intramuros, a pesar de estar divorciados.
Pero el cuadro se agrava cuando organismos del Estado, que deben garantizar el goce de derechos y proteger la integridad de los ciudadanos, no lo hacen.
Cuando todo parecía encaminarse, luego de lograr que la Justicia ordenara que la empleadora hiciera el descuento en el salario del padre y depositara a la mamá la cuota de los niños, un nuevo atropello la golpea.
La empleadora -nada menos que la empresa de energía de Córdoba- retiene y deposita mucho menos de la mitad de lo que pagaba el padre.
Es decir, lo que motivó el pedido de Rosa a la Justicia para acabar con la discusión sobre el pago correcto de la cuota alimentaria de sus hijos se desvanece por la conducta arbitraria, esta vez de la empleadora del progenitor deudor, que decide unilateralmente el monto a retener, sin dar la menor explicación, sin asesorarse en tribunales sobre cuál debe ser la cantidad a abonar.
Frente a esto, nuevamente toca transitar los tribunales, nuevamente reclamar. Pero después de lograr que se ordene la retención provisoria de un monto acorde a la necesidad de los niños, el mismo tribunal -el que debe garantizar la protección del más vulnerable, Tutela Judicial Efectiva, Art.18, Inc. 1, ley 10305-, omite, traspapela y olvida por más de 40 días enviar la orden a la empleadora.
Entonces, otra vez el maltrato, esta vez de la institución que debe proteger. La violencia, ahora institucional, se vuelve insoportable, tremenda, incomprensible…
Aquí, el Estado, mediante el órgano jurisdiccional competente, se transforma en continuador y cómplice de la violencia que ya venía ejerciendo el progenitor deudor, que continuó ejerciendo la empleadora.
Así, las instituciones que deben garantizar justicia, reproducen y mantienen en una situación de vulneración y subordinación a la mujer, sosteniendo los patrones de violencia, en este caso económica y psicológica.
Una verdadera cachetada a la demanda de la madre, una patada (suena feo ¿verdad?; imagínense vivirlo) al reclamo legítimo y justo de la madre de los niños. Eso es violencia institucional.
Un ejemplo más de este caso abona lo expresado: el intento de una funcionaria mujer, ayudante fiscal y abogada, de persuadir a Rosa para que se retire de la unidad judicial sin realizar la denuncia, luego de que el padre retuvo indebidamente a los niños y violó así la restricción de pasar de un departamento a otro de la provincia.
¿Cómo se cambia este paradigma? ¿Cómo se modifican estos mecanismos violentos, privados y públicos? ¿Cómo pasamos de embanderarnos con la defensa de los derechos de la mujer, a hechos concretos?
Se denuncia una cantidad inmensa de femicidios pero no nos detenemos en el recorrido previo a ese espantoso e irremediable desenlace.
Si revisamos, vemos un camino plagado de denuncias y reclamos por las vías habilitadas y nos encontramos con diferentes órganos y funcionarios que omiten dar respuestas suficientes.
Nos horrorizamos con las estadísticas, pero qué decir cuando en los distintos estamentos no se saben ni se quieren dar respuestas a la altura de las circunstancias violentas que ocurren, no ya en las 127 veces en cuatro meses de pandemia (muere una mujer cada 31 horas) sino en más de un millar de reclamos de mujeres que se presentaron a denunciar la vulneración de sus derechos en sus muy variadas formas.
En un contexto en el cual la violencia se institucionaliza y se legitima mediante la costumbre, el violento se mueve con mayor libertad e impunidad y comete toda clase de abusos. Desde los físicos, pasando por los psicológicos hasta los económicos.
La víctima silencia aún más su voz porque no encuentra respuesta a la altura de su protesta.
Intentemos trascender los desenlaces fatales, profundicemos en el camino previo que recorrió esa mujer, que buscó protección y que no la encontró. No sólo se trata de visibilizar la denuncia sino los patrones culturales y el sistema simbólico en el cual se arraigan nuestras instituciones públicas y privadas, que en lugar de cumplir con su función específica de igualar en derechos, omiten, obstaculizan y reproducen los patrones de violencia de la estructura social desigual a la que pertenecen las mujeres.
Se requiere un cambio en los patrones de generaciones de las políticas públicas, de acceso y acción. Institucionalizar la equidad de género en el libre ejercicio de los derechos de cada ser humano. Proteger a la víctima y sancionar al violento. Cumplir acabadamente cada uno su rol, sin dilaciones ni excusas absurdas.
Es hora ya de institucionalizar en serio los derechos y garantías de las mujeres o al menos hacer intentos reales en pos del acceso y ejercicio equitativo e igualitario de ambos géneros, en todas las esferas del Estado, en todos los estamentos, en todas las actividades.
(*) Abogada