Cada rincón de Marruecos es como un set cinematográfico, donde nada es lo que parece y todo puede suceder. El viaje desde Marrakech hacia el desierto del Sahara, atravesando las alturas del monte Atlas, es un pasaje en el tiempo que alterna situaciones de amor y odio, encanto y agobio, jamás indiferentes e inolvidables para siempre.
Carolina Brenner
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Enviada especial a Marruecos
La mezquita de Koutoubia despide un hormiguero de fieles. Son casi las nueve de la noche y la marea humana se activa como si recién despertara. Es Ramadán, el mes más sagrado para los musulmanes, y quienes ayunaron desde el alba se aprestan a festejar el primer banquete de la jornada. Algunos despliegan picnics improvisados en los espacios verdes que contornean las afueras de la medina de Marrakech, otros emprenden una bulliciosa procesión hacia su interior.
Murallas adentro, la ciudad antigua recobra vida a medida que se funde con el anochecer. En el corazón de la urbe, la plaza Jamaa El Fna acelera su ritmo cardíaco. El ocaso se atenúa con la luz de las velas que se cuela de candelabros labrados exhibidos sobre la acera. La escena es surrealista. En la gran explanada, encantadores de serpientes persiguen a turistas con reptiles en el cuello. Monos escalan cabezas desprevenidas en busca de unos dírhams a cambio de más fotos. Mujeres envueltas en sus tradicionales velos atrapan las manos de los paseantes para estamparles diseños beréberes con henna. Bailarines refugiados bajo sombreros de cascabeles despliegan una danza con mucho ruido y poco ritmo. Sacamuelas exponen dentaduras como si fueran artesanías. Otros intentan atraer la atención con pruebas, acrobacias y contorsiones.
El desafío de quién exprime más la billetera de los transeúntes parece no tener fin. Un segundo de descuido implica que en una mano le endosen un vaso de jugo de naranja, en la otra un menú de comidas y mientras le colocan una pulsera en la muñeca, le quieran cobrar hasta por lo que respira. Lo que en un principio cuesta cien, puede bajar a veinte; el deporte del regateo es inagotable, todo es posible menos negarse a cerrar la operación. El acoso es constante.
Huele a especias. Es la hora de la cena y los puesteros de la plaza esgrimen sus eslóganes publicitarios para atraer a la clientela. “Dos años de garantía sin intoxicación”, dicen mientras enseñan la carta. Argumento poco confiable, al igual que los camarones y carnes varias desplegados al aire libre y sofocados por el calor que persiste desde quién sabe cuantas horas.
La mayoría de las propuestas gastronómicas giran en torno al “cous cous” y el “tagine”, una preparación a base de verduras hervidas y pollo muy condimentados. Para probarlos, se sugiere hacerlo en los restaurantes formales como los que balconean la plaza o los que se encuentran dentro del zoco. Mejor aún, en los establecimientos que forman parte de los Riads, como llaman a las antiguas residencias o palacetes convertidos en hoteles. Su nombre en árabe significa edén, quizás por ofrecer un refugio del desorden infernal que predomina en el exterior. Se los localiza con dificultad. Su fachada es en general una puerta básica sin grandes atributos, pero una vez dentro se revelan patios soberbios de estilo morisco ornamentados con mosaicos, plantas y fuentes, escoltados por habitaciones que ostentan la típica decoración marroquí.
(Ver también: Un edén en la Ville Nouvelle)
Los Riads se encuentran salpicados en el laberinto de callejuelas que conforman el “shuk”, uno de los mercados más grande y colorido del país, y obra maestra elegida como patrimonio cultural de la humanidad por la Unesco.
En el enmarañado de arterias que laten dentro de la fortaleza de bastiones colorados, a la que también llaman Al Hamrá o “ciudad roja”, exponen sus piezas un sinfín de comerciantes considerados los más hábiles del planeta. Pañuelos, alfombras, carteras, zapatos, lámparas, tarros abarrotados de especias y pociones mágicas se exhiben a lo largo y a lo ancho de la medina, entre un torbellino de gente, motos y carros a caballo.
Allí, las persecuciones continúan. Todos quieren enseñar sus “fábricas” y, luego de una cuidadosa representación en la que muestran a mujeres tejiendo el telar o moliendo la semilla de Argán para producir aceite, pasan rápidamente a la subasta verbal. Consejo: si no va a comprar, no entre.
Sí vale la pena detenerse en alguna de las mezquitas para apreciar su entorno y sus minaretes ostentosos. Desafortunadamente, el interior de los edificios sagrados está prohibido para quienes no son musulmanes, pero existen otras construcciones emblemáticas que permiten el acceso y convidan un pantallazo de la historia del lugar, como la Madraza o antigua escuela coránica de Ben Youssef, las tumbas Saadíes, las ruinas del gran palacio Badi y los palacios de la Bahía y de Dar Si Said.
Todos ellos edifican el pasado de la Tierra de Dios, significado que le atribuyó a Marrakech la etimología beréber, lengua perteneciente a la etnia autóctona y milenaria del norte de África. El destino también es conocido como la Puerta del Sur, quizás por su locación estratégica ideal para emprender el viaje hacia los paisajes sublimes que regalan la cordillera del Atlas y el Desierto del Sahara.
Hacia las dunas eternas
La excursión parte de la plaza Jamaa El Fna a primera hora. El guía no habla español y hace un esfuerzo por explicar el recorrido en una confusa mezcla de inglés y francés. El bus está completo y los pasajeros de Argentina, Irlanda, Francia, Rumania, Alemania, Bélgica y Estados Unidos hacen un esfuerzo por entenderlo. Mejor dejar que guíe el paisaje.
La primera parada es en la cima del Monte Atlas, donde la altura es casi imperceptible salvo por la presencia de algunos picos nevados que contrastan a la distancia con los casi 40 grados que reinan en la región durante los meses de verano.
Tras la cordillera que se despereza a lo largo de toda la columna vertebral del oeste marroquí, se ingresa al territorio de los beréberes. El verde y agreste que predominaba de un lado es reemplazado por mesetas áridas donde abunda el color tierra, incluso en los poblados que apenas se distinguen entre el uniforme paisaje colorado. Estos caseríos fortificados se llaman Kasbah y la tonalidad de sus paredes se la proporcionan los ladrillos de adobe. Sobresalen por los altos muros y las torres que los protegían contra intrusos y ataques y, que según cuentan, hasta estos días cada uno corresponde a una esposa.
El circuito se detiene en Ait Ben Haddou, uno de los Kasbah mejor conservados del mundo donde se filmaron películas como Lawrence de Arabia, Babel y Gladiador, entre una decena de otras producciones cinematográficas. Piezas de alguno de estos rodajes forman parte de la colección del museo de Ouarzazate, una especie de Hollywood marroquí ubicado a pocos kilómetros de allí.
Esta parte del recorrido demanda casi un día completo, por lo que generalmente se detiene a pasar la noche en uno de los impactantes Hoteles Riad o Kashba que alberga la región.
A la mañana siguiente, la odisea continúa hacia Tinghir, “ciudad de la montaña” en tamazight, otro pueblo beréber famoso por sus palmerales y viviendas rosadas, para luego extasiarse con Las Gargantas del Todra, paredes de más de 200 metros de altura que conforman un cañadón impactante tajeado por el río transparente que fluye desde su seno.
Rumbo al sur, el entorno se torna cada vez más desolado. La travesía cruza Erfoud y se detiene en Merzouga, territorio inhóspito que abre la puerta del desierto del Erg Chebbi, donde una manada de camellos aguarda ser montada.
Desde el improvisado oasis, los dromedarios emprenden la caminata lenta y silenciosa a través de las dunas.
Atardece en el costado occidental del Sahara y la caravana es devorada por un oleaje de arenas doradas que se sonrojan como si fueran un mar rubí, ante la despedida del sol.
La cruzada se detiene sobre una loma para apreciar la contienda de colores que se desata entre el cielo y la superficie. Luego, cuando la oscuridad se devora al día, continua hasta las tiendas o haimas que se adivinan en la negrura.
El silencio absoluto se adueña del campamento. El aluvión de estrellas que colma el firmamento es la única fuente de luz. No hace falta nada más. La paz y la inmensidad rústica y aislada, son suficientes para crear esos momentos por los que vale la pena vivir.
Agenda de viaje
Cómo Llegar
Pasaje Córdoba-Barcelona desde $18.000 ida y vuelta finales.
Desde España, hay vuelos diarios a Marrakech a partir 80 euros tarifa ida y vuelta.
Dónde dormir
En Marrakech el turista se puede alojar en los Riad dentro de la ciudad o en los hoteles de la zona moderna que permiten descansar del bullicio de intramuros, como el Hotel Le Meridien N´Fis.
Qué hacer
• Excursión Travesía al Desierto del Sahara desde Marrakech, tres días y dos noches. Desde 75 euros por persona, incluye traslado en minivan, alojamiento en Riad y una noche en haimas en el desierto. (la excursión se contrata en el zoco).
• Visita guiada por la Medina de Marrakech desde 10 euros por persona.
Dónde comer
Lo mejor y más seguro es almorzar o cenar en los restaurantes que balconean la plaza o los que se encuentran dentro de los Riads u hoteles.