Por Silverio E. Escudero
La pandemia no da cuartel y mantiene todos los gobiernos en tensión extrema. China, Estados Unidos y Rusia disputan el centro del tablero de ajedrez mundial en busca de mejores posiciones a la hora de diseñar sus nuevas áreas de influencia posterior al balance final del Covid-19.
Asistimos, en consecuencia, al desembarco de auténticas bandas gansteriles que diseñan -en nombre de sus metrópolis- nuevas maniobras diplomáticas, militares, comerciales y coinciden en el diseño de una nueva división internacional del trabajo que incorpora, entre otras novedades, el laboreo a distancia.
El teletrabajo tiene en lo inmediato, al menos, dos consecuencias negativas para la clase trabajadora: sólo 30% de la fuerza de trabajo está en aptitud para trabajar desde su hogar.
La segunda es mucho más grave: se torna ilusoria la conquista de la jornada laboral de ocho horas que tanta sangre y sacrificio costó -y cuesta sostener- a los trabajadores de todo el mundo.
La gesta dio comienzo a principios del siglo XIX cuando el empresario británico Robert Owen difundió la idea de que la calidad del trabajo de un obrero tiene una relación directamente proporcional con su calidad de vida, por lo que, para cualificar la producción de cada obrero, era indispensable brindar mejoras en las áreas de salarios, vivienda, higiene y educación; prohibir el trabajo infantil y determinar una cantidad máxima de horas de trabajo, de diez horas y media, para comenzar.
En 1817 formuló como objetivo de lucha lograr la vigencia de una jornada de ocho horas y acuñó como lema y bandera aquello de “ocho horas de trabajo, ocho horas de recreo, ocho horas de descanso”.
Algunos dirán, con alguna razón, que el capitalismo ganará otra vez la batalla. Las tres mayores potencias proponen modelos en los cuales la explotación del hombre por el hombre es una constante. Todo basado en un cada vez más eficiente y eficaz sistema represivo necesario para mantener una sociedad rigurosamente vigilada.
Esta sociedad fue avizorada por el talentoso George Orwell en su espléndido libro 1984. Un mundo en que el hombre vive bajo una vigilancia permanente de ojos y oídos que rigen cada uno de sus pasos. Un control superior dotado de los más avanzados instrumentos de la tecnología que lo somete a un régimen de sospecha incesante y lo atemoriza. Herramienta de la civilización, en evolución hasta el infinito, que mantiene al individuo en obra, perdida ya la privacidad que lo protege de la mirada ajena.
Asistimos, en consecuencia, a un cambio de titularidad del poder sin esperanzas de mutación alguna en los métodos de dominación. Las ambiciones han sido y son las mismas: subyugar a cuanto grupo humano encuentren en el camino e intentar impedir el acceso o la llegada de otros poderes que puedan rivalizar con el suyo, sean de índoles militar, económica o religiosa.
Esta constante histórica se sigue manteniendo en la actualidad y estará vigente con independencia del tiempo que pase, a pesar de los sueños románticos de grupos ideológicos que consumen la misma propaganda generada por las usinas ideológicas de cada uno de esos proyectos de dominación mundial, que disfrazan su voracidad con una piel de cordero.
“Cambiará la tecnología y el modo de consumar las aspiraciones humanas pero la ambición de dominación y sometimiento del prójimo seguirá siendo inmortal, como lo ha sido hasta ahora. La geopolítica se ha transformado en un instrumento de ‘geopoder’ (que también se podría denominar “geocontrol” o “geodominio”) encaminado tanto a controlar el mundo —o, cuando menos, los mayores ámbitos mundiales posibles— como a evitar caer subyugado por otro o serlo en demasía”, anota el español Pedro Baños Bajo, uno de los más destacados especialistas en geopolítica, estrategia, defensa, seguridad, terrorismo, inteligencia y relaciones internacionales del planeta, en su excepcional libro Así se domina el mundo (Ariel, 2017).
Uno de los centros de conflicto que se dispersan a lo largo y ancho del globo es el mar de Mármara, que sirve de conexión entre el Mediterráneo y el mar Negro a través de dos estrechos: el de los Dardanelos al oeste (el antiguo Helesponto de la Grecia Clásica, que significaba “Mar de Hele”, según el Diccionario de la Mitología Griega y Romana de Pierre Grimal) y el del Bósforo al este.
Un lugar de incuestionable valor estratégico desde la antigüedad, cuando los persas lo cruzaban en sus intentos de invadir Grecia durante las Guerras Médicas. Con el devenir de los tiempos, al quedar en manos del Imperio Otomano luego de la caída de Constantinopla, supuso el origen de un conflicto secular con el Imperio Ruso que no renunciaba a su única salida por mar hacia occidente más allá del mar Báltico que, a pesar de ser un mar interior situado en el norte de Europa, permite a los navíos rusos alcanzar el mar del Norte y, finalmente, al océano Atlántico a través de los estrechos de Kattegat y Skagerrak.
Los documentos, mapas, informes, arbitraje, resoluciones y ruptura de relaciones que sintetizan los conflictos y negociaciones sobre la posesión del mar de Mármara ocuparían en nuestros anaqueles la extensión de la última edición en papel de la Enciclopedia Británica con todos sus complementos. Es por ello que, a pesar de que la OTAN, con la admisión en su seno de Grecia y Turquía, ganó el control de ambas riberas, mantiene en la región un poderoso contingente militar en estado de alerta amarilla.
Bertrand Russell, en una serie de conferencias que pronunció en la Universidad de Saint Andrews, en Escocia, advirtió de que la disputa sobre este “mar griego limitado por una costa turca”, que boga en un océano de petróleo y otras riquezas minerales, será motivo de guerras imperiales que pueden arrastrar a la destrucción final de Europa. Siguiendo los acuerdos de la Convención de Ginebra de 1958, Grecia, con sus cerca de tres mil islas en el Egeo, tiene unas aguas territoriales que se extienden a una tercera parte del mar entre los dos países, mientras que Turquía tiene derecho sólo a 9%. El resto del Egeo, 56% aproximadamente, se considera aguas internacionales.
En 1994 entró en vigor la Unclos (United Nations Convention on the Law of the Sea, es decir, Convención de las Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar), que admite la posibilidad de una adaptación del tratado a los nuevos tiempos.
Turquía no la ha firmado así que todo sigue igual, con paso libre regulado por una ley de 1936, porque los turcos defienden a muerte la entrada al mar de Mármara, pues si la OTAN logra aislar a la Turquía europea, la ciudad de Estambul estaría definitivamente perdida, según se lee en los apuntes de Álvaro Pandiani, que sirvieron de fundamento a su libro Autógrafo sagrado: Viviré hasta que vuelvas, que resultaría de interés especial a los estudiosos sobre estas cuestiones.
Finalmente, en este apunte de combate anotamos un detalle adicional. Lo que hoy son las fronteras entre Grecia y Turquía representan mucho más que una simple separación entre dos países del Mediterráneo. Esa división natural entre dos continentes ha significado el linde simbólico entre las civilizaciones de Occidente y Oriente. De la legendaria guerra de Troya a la conquista turca de Constantinopla, la historia ha reservado para esa región un espacio privilegiado en sus crónicas. Hoy vuelve a estar en el punto de mira como escenario de una grave crisis humanitaria que afecta a miles de refugiados llegados de las guerras de Oriente Próximo. Hoy como ayer, la frontera sigue separando dos mundos.