Por Armando S. Andruet (h)* Twitter: @armandosandruet
Sin ninguna duda, puede parecer un exceso de mi parte titular esta contribución de la forma que luce, puesto que, hablar del futuro de algo cuando todavía no sabemos muy bien cómo es realmente su continuidad, habilita que se pueda considerar con alguna debilidad el presente aporte.
De todas maneras, lo planteo de la misma forma que un médico frente a su paciente grave por una enfermedad que no lo habrá de matar pero que le dejará secuelas serias que no podrá disimularlas porque físicamente serán ostensibles -como la amputación de una pierna, por ejemplo-. El facultativo en esas condiciones habrá de hacer un juicio proyectivo acerca del modo como la reinserción social y laboral de esa persona podrá ser cumplida y especialmente se tomará el tiempo de explicarle cuál será su estado posterior al tránsito de la crisis de la enfermedad.
Por lo general, las personas curadas de una enfermedad que no le deja otra secuela que el recuerdo de su gravedad, aun cuando haya sido muy grave, evitan evocar acontecimientos que se vinculan con ella y se aferran a la falsa creencia de que su salud está de nuevo fortalecida y que la enfermedad no volverá a presentarse.
Sin embargo, sabemos que eso es poco probable. La gente se enferma porque la salud se deteriora por innumerable cantidad de circunstancias, algunas propias del sujeto y, en otros casos, en razón de agentes externos que colonizan nosológicamente el cuerpo del futuro enfermo. Sabemos también que sólo cuando está realmente enfermo el hombre comprende lo que implica estar sano.
Lo cierto es que muchos nos enfermamos, algunos sanamos y todos morimos, y ello es lo que le sucede a cada quien. Sin embargo, el problema de la salud de las personas no es, al menos desde los últimos tres siglos, un problema de cada uno sino que antes se trata de un problema de Estado; esto es, se corresponde con una cuestión de indudable naturaleza política. En rigor de verdad y siguiendo el pensamiento de Michel Foucault en la tesis, digo que es una cuestión de la “biopolítica de la población”. Para lo cual hay que comprender que no sólo se trata de la consideración anatomopolítica que del cuerpo hace el Estado sino especialmente la que se refiere a las intervenciones y controles reguladoras del cuerpo de la población.
Desde este último punto de vista hay que pensar y situar los distintos movimientos médico-higienizantes (Giovanni Lancisi, Bernardino Ramazzini) que comenzaron a desarrollarse en las principales ciudades de Europa a partir del siglo XVIII, especialmente con lo que luego se llamaría la medicina de la “salud pública” y también “medicina social” (Johann Frank, Philippe Pinel).
Ello implicaba disciplinar en hábitos higiénicos y conductuales a las personas para que de esa forma la prevención de las enfermedades, especialmente las pestes, fueran de menor reiteración, así como propuestas edilicias de hospitales con características especiales que no se habían considerado con anterioridad, igualmente comenzar a segmentar los ciudadanos por localizaciones en zonas ricas y pobres, próximas a ríos o alejadas, tipos de viviendas existentes y, finalmente, organizando los registros estadísticos primarios que permitían tener conocimiento y hacer estimaciones de nacimientos y defunciones, de hijos de cada familia, ocupaciones y enfermedades (John Graunt, Edmund Halley).
Gracias a muchos de esos registros es que podemos conocer aproximadamente la cantidad de personas que murieron en la última aparición -tal como lo considera Francis Snowden en su obra de reciente aparición- de la segunda de las grandes pestes, conocida como “Gran Peste” o “Peste Negra”, que se inició en Génova en 1330, replicó en Londres en 1665, luego en Marsella en 1720 y finalmente en 1894 reapareció en China -para el citado profesor, se extendió con intermitencias por 500 años-. De las pestes anteriores, lo que tenemos son relatos de historiadores, como Tucídides para la “peste de Atenas” en el 430 a.c., de la “Justiniana” del 542 por Procopio de Cesarea y de la de Génova-Florencia de 1346 por Giovanni Boccaccio.
Precisamente porque las cosas son de esa manera es que contemporáneamente, cuando corresponda hablar de las consecuencias del Covid-19, seguramente: i) los juristas mirarán los reacomodamientos que hay que efectuar en el mapa de las relaciones jurídicas de las personas por la contingencia de la pandemia; ii) los economistas estarán atentos a las cifras rojas que los mercados internacionales y de todos los países habrán de tener y buscarán mecanismos asociativos a gran escala para conservar la mayor cantidad de industrias con el menor costo laboral posible; iii) los promotores de la “ecología razonable” mostrarán lo que como efecto no querido ha ocurrido positivamente para la salud de la biosfera, y los “consumidores furiosos” promoverán con vértigo el vender/consumir; iv) la comunidad científica, especialmente aquellos que trabajan en microbiología, comunicarán los peligros a los cuales estamos expuestos los humanos luego de la “unificación microbiana” producida -que entre otros postuló Emmanuel Le Roy Ladurie- y su vinculación con el SARS-Cov-2; v) los bioeticistas auspiciarán una mayor difusión de los criterios protocolares, junto a clasificaciones y triajes a tener en cuenta frente a nuevas pandemias, las que, inexorablemente y cuasi medievalmente, habrán de volver a producirse.
Por último (vi), el Estado -como “Estado del biopoder”- intensificará lo que ahora en la emergencia de la enfermedad ha desarrollado al resguardo de la invocación a la salud pública en cuestión, por lo cual con razonabilidad pocas voces podían mostrar disconformidad. Pero en realidad lo que hay que considerar en dicho trance es que para muchos Estados la pandemia ha permitido explorar territorios de control que sin ella de por medio hubiera sido de gran dificultad implementar.
Con esto no queremos dar crédito a la afirmación de Maurice Blanchot, quien expone magistralmente en su obra de 1948, El Altísimo, que la peste es conveniente para los gobiernos; pero ello no es despreciable como tesis cuando el Estado se ha convertido en el Estado del biopoder. Naturalmente que esto hay que pensarlo en escalas, nada es completamente como se visualiza prima facie, son las circunstancias fácticas las que han permitido que la profecía de Foucault en Vigilar y castigar se presente vigorosa, pues allí se afirma la premisa del “sueño político de la peste”, en cuanto que ella habilita mecanismos de control diferentes frente al temor generalizado por la enfermedad.
Corresponde señalar que la biopolítica de la población, en realidad tomó el estatus de rango superlativo cuando se comenzaron a desarrollar tecnologías con la que ella se podía fusionar y lograr resultados efectivos, como es primariamente “invadir la vida enteramente” (Foucault, Historia de la sexualidad–La voluntad de saber).
De todas maneras, a ninguno de nosotros nos debería sorprender dicha tesis puesto que sabemos que la salud es un “bien propio” en orden a que está en el cuerpo de cada uno, pero se prodiga como “bien social” en tanto que todo hombre tiene una relación comunitaria y por ello exponer riesgosamente el propio cuerpo -por caso no utilizar el cinturón de seguridad en la conducción automovilística- es materia de atención por el Estado Biopolítico, que orienta la manera adecuada de hacerlo. Por ello, a los padres que no autorizan la vacunación de sus hijos se les antepone el Estado que es custodio subsidiariamente de la salud de toda la población y cuando hace ello, está materializando el biopoder que ejerce sobre la vida y el cuerpo de cada uno de los ciudadanos.
Lo cierto es que la pandemia, que ha llevado a que el planeta, sin consensos previos de los Estados, pusieran en confinamiento una buena parte de la población mundial, les indica ahora a las personas, cumpliendo con su rol sanitario paternalista, cómo habrá de cuidarlo para no contagiar o no ser contagiado, para lo cual la tecnología permite lo que antes hubiera exigido miles de personas, como es la colaboración de la geolocalización de dónde uno se encuentra, qué rutas debe o no debe tomar, personas con quienes puede socializar o con quienes no. Todo con seguimientos en tiempo real y con sanciones a cuerpo presente.
En realidad, el smartphone actualiza el proyecto que los ideólogos de la Revolución Francesa, liberales ellos, encontraron en la propuesta de Jeremías Bentham cuando en la introducción de su obra El Panóptico (1791) dice: “Si encontráramos una manera de controlar todo lo que a cierto número de hombres les puede ocurrir; (…) de cerciorarnos de sus movimientos, de sus relaciones, (…), de modo que nada pudiera escapar ni entorpecer el efecto deseado, es indudable que en medio de esa índole sería un instrumento muy enérgico y muy útil, que los gobiernos podrían aplicar a diferentes propósitos de la más alta importancia”.
A 230 años de la obra de Bentham, visualizar China y el mapa de seguimiento del Covid-19 habilita a pensar si los tiempos panópticos no son los del futuro inmediato, y todo ello al amparo del escudo moral de la salud de la población.