Por José Emilio Ortega – Santiago Espósito (*)
A fines de siglo XIX, la ciencia, previamente escindida de la fe y vinculada al desarrollo inducido por el Estado y la dinámica capitalista, produjo avances espectaculares en distintos ámbitos, algunos de ellos susceptibles de beneficiar en el futuro a amplios sectores de la población y, por lo tanto, de contribuir a su propia expansión como especie (mayor reproducción exitosa, ampliación de la expectativa de vida, etc.).
Es en el campo de la física, la química y la medicina, en los cuales los nuevos descubrimientos solucionan cuestiones básicas. Más que en ninguna etapa histórica de la humanidad se produce, de forma fehaciente, el espejismo de un pleno dominio de la naturaleza, mediante los conocimientos producidos. Paradigma en el cual, el positivismo serviría de soporte ideológico.
Terminada la Segunda Guerra Mundial, se incorporó a la vida cotidiana una amplia gama de bienes de consumo, y es con la expansión de la penicilina, las vacunas y el petróleo, que el hombre pudo prolongar significativamente su permanencia en la tierra. Algo que hoy parece tan común como vacunarnos contra el sarampión, tomar antibióticos durante una semana para curar una enfermedad bacteriana, encender un calefactor en invierno o utilizar el automóvil para un traslado cualquiera, son hechos totalmente extraordinarios en la historia de la humanidad.
Para ilustrar lo que decimos, en 1900 en el mundo había 1.600 millones de personas, en Argentina 4.1 millones y la esperanza de vida promedio en el país era de 29 años. En la actualidad, la población mundial es de 7.700 millones, la de nuestro país 44,6 millones y la expectativa de vida nacional alcanza los 76 años (promedio). Entre 2010 y 2020, la población del mundo creció más que en un siglo entero (1800 a 1900).
Los milagros socio-económicos de la modernización construyeron una sociedad cimentada en el trabajo; y ésta impulsó la llegada del Estado de Bienestar. Se sentaron pilares para nuestra existencia material que, parecía, durarían centurias. Aquí radica el principal cambio social.
Si la modernidad dio paso al progreso técnico, científico y social, y a partir de ese avance se multiplicó exponencialmente la confianza en el futuro, la posmodernidad inauguró paradójicamente el regreso del individualismo.
Alcanzamos como sociedad un grado tal de certidumbre que consideramos posible abordar cualquier cuestión general o particular, conocida o sobreviniente e incluso aislarnos. Las identidades colectivas que se fundamentaban en la experiencia de clase social o de la vida laboral se fueron disolviendo en inéditas formas de relacionamiento que combinan la pluralidad, la discriminación y el retraimiento.
La medicina moderna ha llevado la expectativa de vida a escalones que todavía la sociedad no puede acompañar. Un mundo que mayoritariamente se sigue manejando en claves de “tercera edad” como límite, hoy no definió qué hacer con individuos que pueden llegar a una cuarta edad para la que no hay suficientes respuestas sociales y familiares.
Desde haber dominado el fuego, proceso que tan bien explica el historiador israelí Yuval Noah Harari, que nos permitió la cocción de alimentos y dominar lugares inhabitables, el género humano no paró hasta poder extender la esperanza de vida en más de 70 años, como actualmente.
Mucho menos fuerte y protegido para vida a la intemperie, logró desarrollar la técnica para sobrevivir. Hundidos en esa soberbia, en estos tiempos nos estamos privando de la toma de conciencia de una cuestión esencial: la fragilidad de nuestra existencia.
Este relativismo es producto de la dificultad de las ideologías -tradicionales o nuevas- en dar respuesta frente al torrente bienestar generado por una nueva fase de la libertad del hombre, conseguida en estas últimas diez o doce décadas de la civilización. La premisa es simple: no hay hechos, sólo interpretaciones.
Afirma Gilles Lipovetsky, sociólogo y filósofo francés: “El marasmo posmoderno es el resultado de la hipertrofia de una cultura cuyo objetivo es la negación de cualquier orden estable”. Así, en plena dinámica de una supervivencia que debe seguirse defendiendo día a día, nos permitimos excentricidades como alertar sobre la ineficacia de las vacunas o sostener que la tierra es plana. Estimular el artificio de pretender escindirnos, a partir de la cultura -la que misma que nos sirvió para progresar sustancialmente, de la naturaleza.
Las reacciones frente a la pandemia del coronavirus nos dejaron desnudos; derrumbándose en un santiamén el presente pletórico, eterno, desvarío utópico del aquí y ahora. La modernidad era totalizadora, progresista, optimista.
El autocumplimiento de los ideales de la ciencia y la técnica originó la posmodernidad, caracterizada por la desconfianza de la racionalidad, un nihilismo generalizado y la crisis del sujeto como fuerza histórica. Los avances fueron tantos y tan rápidos que nos impidieron advertir de lo extraordinario y excepcional de los logros alcanzados.
Pasada la pandemia, superado el confinamiento, el “distanciamiento social” que reza la norma -tan contradictorio con el sentido humano definido por Aristóteles- quizás podamos regresar a otras formas de racionalización, que den cuenta del sentido de la existencia, su vulnerabilidad y sus riesgos; como cualquier especie de la tierra, requerimos supervivir, para no desaparecer.
* Docentes UNC