Al incorporar el Nuevo Mundo a sus dominios, Europa se enfrentó con un nuevo desafío, el de encontrar la unión de los Océanos Atlántico y Pacífico. Esta hazaña –considerada por algunos como mayor que la de Colón- le correspondió a Hernando de Magallanes
Por Edmundo Aníbal Heredia (*)
Exclusivo para Comercio y Justicia
Tanto en los pasos interoceánicos naturales como en los artificiales las potencias han puesto su atención, por entender que su posesión es condición indispensable para mantener o acrecentar su poderío. Esto ha sido como consecuencia de que una de las bases del poder de las naciones consiste en tener el control de comunicaciones eficientes, y los mares han sido y en buena medida siguen siendo los espacios principales para conectar a las naciones y los continentes entre sí.
Así, el Estrecho del Bósforo –que separa y a la vez conecta a Europa y Asia- ha sido desde la antigüedad el punto estratégico por cuyo dominio los imperios mantuvieron hondas disputas; han motivado encarnizados enfrentamientos para dirimir objetivos estratégicos y económicos, tanto como choques culturales y religiosos. Tanta importancia adquirió que su apropiación por los turcos –de la Constantinopla cristiana al Estambul islámico- es considerado el inicio de la Edad Moderna.
El Estrecho de Gibraltar, con el Peñón apropiado por Gran Bretaña, ha servido durante muchos siglos como puerta de entrada y salida desde un mar a otro por pueblos de civilizaciones diversas, y aún como vía de tránsito intercontinental. Ambos -Bósforo y Gibraltar- continúan siendo protagonistas en las conexiones entre Europa y Asia, entre Occidente y Oriente, entre Europa y África.
El Estrecho de Singapur, al Sur de Malaca –complementado por el Estrecho de Johore-, es paso preferido entre los Océanos Pacífico e Índico, que bañan las costas de gran parte del planeta; también ahí estuvo presente el imperio británico, que se apoderó de Singapur y lo hizo su colonia.
Otra característica demostrativa de la lucha de los imperios por controlar estos pasos es la coincidencia entre los casos del Estrecho de Gibraltar con el de Singapur y aún con el de Magallanes; en este último Gran Bretaña ha tomado posesión compulsiva de territorios inmediatos –las Islas Malvinas, conservadas hasta hoy- considerándolos piezas valiosas de su Imperio, sobre todo en el dominio de los mares.
Una larga experiencia en el valor y usufructo de los pasos interoceánicos ya había sido considerada al producirse la llegada del hombre europeo al continente americano, al terminar el siglo XV. Al incorporar el Nuevo Mundo a sus dominios Europa, se enfrentó con un nuevo desafío, el de encontrar la unión de los Océanos Atlántico y Pacífico. Esta hazaña –considerada por algunos como mayor que la de Colón- le correspondió a Hernando de Magallanes, en 1520. Producidas las revoluciones de emancipación, las nuevas naciones estuvieron demasiado ocupadas en afirmar sus independencias políticas y en organizarse como Estados y -mientras las potencias se mantenían atentas y activas-. Descuidaron este aspecto de las comunicaciones. Chile reparó en el valor del Estrecho, y así ganó la contienda por su posesión. En su “loca geografía”, como la llamó Benjamín Subercaseaux, la extrema delgadez del país lo aprisiona entre la Cordillera de los Andes y el Pacífico y ello, sumado a sus extensas costas, son la explicación con que este autor justifica la necesidad de Chile en extremar los recaudos para asegurar sus comunicaciones por aire y por mar.
El hecho de que exista sólo un paso natural en todo el continente, con el agravante de que se encuentra en su extremo sur y de condiciones desfavorables para la navegación, determinó importantes dificultades a las comunicaciones interoceánicas y obligó a la búsqueda de un corredor más favorable. La vía preferida fue el istmo de Panamá, entre una docena de otras alternativas que se presentaban en la parte más estrecha del continente, esto es en la América Central. En este sentido, el istmo panameño ofrecía una característica semejante al de Suez, que permitía conectar el Mediterráneo y el Océano Índico a través del Mar Rojo. El paralelismo del destino de ambos se mostraría desde mediados del siglo XIX, cuando el de Suez primero y el de Panamá decenios más tarde –ya con la existencia de notables adelantos técnicos y científicos- fueran objeto de una canalización artificial para obviar el tránsito terrestre y permitir que un mismo barco navegase directamente de uno a otro mar.
Durante siglos, Europa consideró que el paso interoceánico de Panamá era una cuestión propia, que le pertenecía. Una buena parte de la historia colonial de América se desarrolló en torno a esta cuestión, porque permitía a los imperios, en especial al español, comunicarse con sus dominios americanos y asiáticos.
Otra incidencia estrictamente latinoamericana es que al constituirse el Canal en un factor fundamental para la creación de una nación, se modificó el mapa político del continente; en tanto, el Canal mismo dio lugar a una modificación sustancial en las condiciones prácticas de relacionamiento entre las naciones latinoamericanas. En este sentido, se abrió una nueva etapa en el proceso de las independencias y en la formación de las naciones latinoamericanas. En efecto, el Canal consagró la consolidación de un sistema americano de naciones, hegemonizado por los Estados Unidos, a la vez que actualizó una vez más la Doctrina Monroe, en el sentido de que con ello quedó confirmada su preeminencia en los asuntos americanos por encima de los intereses de las naciones europeas, lo que se haría ostensible al reemplazar y tomar a su cargo y beneficio el proyecto francés de construcción del Canal.
Las palabras no surgen por casualidad: El Panamericanismo está íntimamente ligado al Canal de Panamá. El término Panamá le vino como anillo al dedo a los Estados Unidos, en tanto enlaza el nombre del istmo con el de la doctrina, que postula una América totalizadora bajo su hegemonía, para lo cual el prefijo pan lo expresa rotundamente desde la lengua griega.
Por otra parte, el Canal hizo dar un giro a la orientación espacial americana, al revalorizar definitivamente a los espacios territoriales orientados al Océano Pacífico, que antes eran la trastienda del mundo occidental. Estados Unidos alcanzó definitivamente el control de ambos océanos y unió a los dos extremos de su propio país, con lo que pudo unificar su estrategia marítima. Además, al quedar separado en dos partes el territorio americano, controló su comunicación a través de un puente, que construyó unos años después de la apertura del Canal.
La comparación de los pasos interoceánicos resulta ilustrativa en cuanto a sus connotaciones internacionales y a las disputas entre las potencias por su control y administración, pues muestran sus paralelismos y similitudes. Así, el Canal de Panamá, lejos de contribuir a la integración latinoamericana, fue un motivo de prevención entre estas naciones por el temor de que fuera utilizado por los rivales vecinales.
Justo Arosemena, como Presidente de Panamá, postuló a mediados del siglo XIX que el Canal a construirse quedara bajo control de todas las naciones americanas por igual, y a comienzos del siglo XX Augusto César Sandino luchó y perdió la vida con el ideal de que el Canal panameño perteneciera a “la nación indo-hispano-americana”, como le gustaba decir.
Para alguien iniciado en la historia estaba claro que los Estados Unidos apoyarían a Inglaterra en la Guerra de Malvinas de 1982, y que el paso por el Estrecho era una pieza clave para ambos socios. El Tratado del Atlántico Norte proyectaba esa sociedad imperialista hacia la conexión interoceánica del Estrecho de Magallanes. Si Chile y Argentina hubieran formado una sociedad que protegiera una soberanía común del Estrecho de Magallanes, en lugar de disputárselo, la historia de ambas naciones sería diferente.
Quizá si nos hubieran enseñado algo de esto en la escuela nuestra conciencia en defensa de los verdaderos intereses nacionales hubiese sido distinta.
(*) Doctor en historia. Miembro de número la Junta Provincial de Historia de Córdoba.