Por Silverio E. Escudero
“La fuerza no viene de la capacidad física, sino de una voluntad indomable”.
Mahatma Gandhi
El mundo había sobrevivido casi en muletas a la Primera Guerra Mundial. La guerra que, según habían prometido los gobiernos de los países beligerantes, terminaría con todas las guerras. Quedaban, a la hora de los balances y estimaciones de los daños, millones de muertos, desaparecidos, mutilados, heridos, desplazados y apátridas sin contar la destrucción de ciudades y de la infraestructura de todos los países que habían participado activamente en la conflagración mundial, excepto Estados Unidos.
Los tratados de paz tuvieron una repercusión negativa en el mapa político, económico y demográfico de Europa. Alemania, en Versalles, fue esquilmada. Las sanciones económicas la sumían en la pobreza perpetua. Perdió –a manos de Francia- las regiones de Alsacia y Lorena, territorios con grandes industrias mineras. Además, sus colonias africanas y las posesiones del Lejano Oriente y Oceanía. La decisión abrió las puertas al advenimiento del nazismo.
Austria y Hungría, por su parte, sufrieron restricciones para movilizar su mercado doméstico al ver reducido a un cuarto el territorio del fenecido Imperio Austro-Húngaro, de cuyas entrañas surgieron un puñado de nuevas naciones que diseñaron un nuevo mapa del viejo continente, similar al actual.
A ese cuadro, complejo en sí mismo, se sumó la pérdida de la hegemonía que Londres había forjado tras el desarrollo de la Primera Revolución Industrial y su consolidación como la más importante potencia colonial del mundo.
Las deudas de la guerra que tenía Gran Bretaña con EEUU, al igual que las del resto de los países europeos, eran asfixiantes. Washington exprimía las arcas de sus aliados y de sus antiguos enemigos que se sentían vasallos de un nuevo emperador con cierto disfraz democrático e instalado en la Sala Oval.
Su posición dominante lo había convertido en el principal proveedor de la Europa de posguerra. Sus contratos, cuasi leoninos, daban exclusividad a las empresas estadounidenses en la reconstrucción de Europa y contenían cláusulas secretas que establecía cierta tutoría cuando comenzara a caminar de nuevo el continente.
Ésa fue la razón por la cual, además, fue el principal prestamista que resultó favorecido por la caída del imperio de los zares y, ante la hambruna que golpeaba a los rusos, realizó un préstamo extraordinario de más de 20 millones de dólares al gobierno de Vladimir Ilich Lenin.
Como los dólares no tienen ideología, estuvieron detrás de la aparición en el escenario político de los proyectos políticos que encabezaban Adolf Hitler, Benito Mussolini y del asesinato de Engelbert Dollfuss quien, tras encabezar el partido nacionalsocialista austriaco, se transformó en un estorbo para los planes expansionistas de Hitler.
La noche de París y la visita obligada al Moulin Rouge formaba parte del tour “pecaminoso” de los millonarios puritanos del medio oeste estadounidense, que competían en antojos con los latinoamericanos que “tiraban manteca al techo” y los jeques árabes. Todos pretendían hacer negocios fáciles ya que “se habían terminado para siempre las guerras”.
Corría el mes de noviembre de 1927 cuando Romain Rolland denunció la falacia de la burbuja en la que vivía el mundo. Nadie escuchó su voz de alerta.
Los habitantes del poder estaban aturdidos, enloquecidos por las bellezas de las “rubias de New York” y las de los fantásticos burdeles de parisinos. Por ello sorprendió a todos la quiebra de la bolsa de Wall Street el martes 29 de octubre de 1929 (conocido como Crack del 29 o Martes Negro, aunque cinco días antes, el 24 de octubre, ya se había producido el Jueves Negro), que arrastró a todos los países del mundo.
El desmoronamiento de la economía hizo estallar las instituciones a lo largo y ancho de América Latina. Los golpes de Estado y la militarización de la sociedad fue una constante entre 1929 y 1933 junto a la aparición de organizaciones parapoliciales y paramilitares que creaban un clima de terror que fructificaba con cárceles llenas de ciudadanos democráticos, el uso de la tortura en los interrogatorios, la existencia de campos de concentración y la desaparición de personas.
Contemporáneamente, lejos de todo y de todos, Mahatma Gandhi, organizó en febrero de 1930 la mítica Marcha de la Sal, que buscó combatir las injusticias del gobierno colonial británico y lograr la independencia de India mediante la no violencia.
Fue éste un acto de desobediencia civil. Un acto que también sería conocido como el segundo satyagraha o ayuda hasta hallar la verdad.
En líneas generales, atentos a los límites de la crónica, podríamos decir que la Marcha de Sal fue una gran protesta nacional.
El motivo no era otro que el enojo en el congreso indio por la negativa británica de conceder el status de dominio a la India.
Gandhi era consciente de que la independencia sólo podría conseguirse si se dirigían contra una situación que perjudicara a toda la sociedad india, ya fueran hindúes o musulmanes, o pertenecieran a la casta que pertenecieran.
Así, Gandhi vio en el impopular impuesto sobre la sal una posibilidad; y es que durante esa época colonial, la producción de sal en la India era un monopolio estatal regido por el gobierno de Gran Bretaña, el cual establecía un impuesto adicional sobre la sal que consumía la población.
Teniendo en cuenta la falta de mecanismos de refrigeración, la sal era considerada producto básico en la India, pues se demandaba para poder conservar la carne –a la manera de nuestro tradicional charqui- y otros alimentos.
Cabe destacar que los ingleses, además de aprovecharse de este uso para sacar beneficio, habían impuesto leyes que perseguían y multaban a todas las personas que decidieran fabricar sal de forma autónoma.
Al afectar a toda la población, sin distinción, este boicot sería más popular que una protesta que luchara en contra de las leyes de autodeterminación política.
Gandhi iniciaría así una marcha desde Sabarmati hasta la ciudad costera de Dandi. Al principio, tan sólo iba acompañado por sesenta y ocho seguidores. No obstante, a medida que llegaba a las localidades de paso, nueva gente se sumaba a su causa, evidentemente indignada con el impuesto británico.
Cuando llegaron a las playas de la ciudad de Dandi, Gandhi, de forma simbólica, tomó un poco de agua de mar del océano Índico con el fin de arengar a las masas a que finalmente se atrevieran a desobedecer y crear su propia sal.
Este ejemplo sería seguido por todo el país. Desde Karachi hasta Bombay, los ciudadanos comenzarían a evaporar el agua recogiendo así la sal. Sin ocultarse. A plena luz del día. Esto, evidentemente, traería consecuencias; y es que durante esas fechas las cárceles se llenarían con más de 60.000 ladrones de sal. El mismísimo Gandhi sería detenido.
Finalmente, en marzo de 1931, se llegaría a un acuerdo con el virrey Edward Frederick Lindley Wood, 1er Conde de Halifax, más conocido como Lord Irwin. En este acuerdo se reconocía a Gandhi el derecho para acudir a la conferencia de Round Table (en la que se trataban temas relativos a la Administración de la India por el Imperio Británico para solicitar que los hindúes pudieran producir la sal que consumían, en la carta amenazaba con la desobediencia civil), siempre y cuando se desconvocara la campaña de protesta. Además, a partir de ese momento fue legal producir sal casera de uso doméstico.