Por Silverio E. Escudero
El autoritarismo se consolidaba en todo el horizonte político americano. La “imitación a Donald Trump” crece y la dirigencia política latinoamericana olvida los buenos hábitos y desnuda –en sus gestos- una profunda guaranguería
La sociedad civil latinoamericana observa con singular interés el retorno de las fuerzas armadas a los primeros planos de la política regional. Éstas surgen en el horizonte como objeto de dos análisis, dos conductas que aparecen contrapuestas: la de los núcleos urbanos ideologizados -que demuestran cierto sentimiento antimilitar- y la del resto de la sociedad -que percibe a los militares como garantía de orden frente a las graves crisis políticas, económicas, sociales e institucionales, que la agobian-.
Ésa es la razón por la cual, mayoritariamente, se han naturalizado imágenes que reflejan una misma escena: presidentes sudamericanos rodeados de los mandos de las fuerzas armadas en uniformes de combate, notificando al mundo que, por estos lares, es posible que retorne la costumbre de fundar el poder en la punta de las bayonetas.
Los malos hábitos son altamente contagiosos. Todo tiene un inicio. Comenzó en Perú el 1 de octubre pasado. Una auténtica comedia de enredos tuvo como protagonista al presidente Martin Vizcarra, quien fue suspendido en sus funciones por el Congreso por “incapacidad temporal”.
Era la respuesta de los legisladores al decreto presidencial por el cual se disolvía la Legislatura Nacional. Por esa razón, la oficina de Prensa presidencial difunde declaraciones de Vizcarra que se centran en el apoyo que le brindan las fuerzas armadas y policiales, que aparecen rodeando al presidente, felices y sonrientes.
Seis días después el escenario se traslada a otra latitud. En medio de un clima de crecientes protestas por aumento del precio de los combustibles y la eliminación de los subsidios al transporte, el presidente Lenin Moreno anunció, en un mensaje televisivo, el traslado de la sede del gobierno de Quito a Guayaquil, para evitar mayores fricciones habida cuenta de que había declarado el estado de excepción en todo el país.
La estampita retrataba cómo el presidente Moreno comunicó sus decisiones políticas. No estaba solo. Lo acompañaba el vicepresidente, Otto Sonnenholzner, y el ministro de Defensa, Raúl Oswaldo Jarrín, rodeados por los mandos militares del país, en uniforme de combate y con las armas de reglamento.
Esa fotografía despertó inquietud y disparó, al menos, tres preguntas que aún no tienen respuestas: ¿Quién gobierna Ecuador? ¿el presidente Lenin Moreno o el Estado Mayor Conjunto? ¿Los cientos de detenidos están en manos de la Justicia o de las fuerzas de seguridad? ¿Rafael Correa, el ex presidente que alguna vez desafiaba a policías alzados contra su gobierno que le dispararan, arrancándose la camisa, se atreverá –en algún momento- a desembarcar en Ecuador o está demasiado cómodo en Lovaina?
El autoritarismo se consolidaba en todo el horizonte político americano. La “imitación a Donald Trump” crece y la dirigencia política latinoamericana olvida los buenos hábitos y desnuda –en sus gestos- una profunda guaranguería. Los ejemplos abundan y ocupan el centro de la escena sin que los protagonistas se preocupen demasiado sobre la repercusión de sus gestos en el resto de la sociedad.
Torpeza celebrada por sus partidarios en la web que presuponen que la grosería forma parte del menú político del siglo XXI. Siendo, quizás, ejemplos paradigmáticos Nicolás Maduro, Daniel Ortega, Jair Bolsonaro y Juan Orlando Hernández, el presidente de Honduras que han atacado los sistemas educativos de sus países y ordenado la quema de millones de libros y textos escolares, imponiendo la lectura obligada de cierta literatura oficialista.
Retornemos al núcleo central de nuestro trabajo. Chile está conmocionado. Sebastián Piñera, el presidente chileno, ha llevado a su nación a un callejón que, al parecer, no tiene salida. Las fuerzas armadas virtualmente desconocen la autoridad presidencial desde el momento en que el presidente dijo: “Estamos en guerra contra un enemigo poderoso.” Afirmación que el general del ejército Javier Iturriaga desmintió casi de inmediato al decir: “No estamos en guerra con nadie.”
El ahora debilitado presidente chileno trata de capear como mejor puede el temporal, Sabe que cada día pierde credibilidad y prestigio. Hasta en círculos cercanos al Palacio de la Moneda especulan con su renuncia como condición previa a la convocatoria o instalación de la Asamblea Constituyente.
Nuestro recorrido continental nos lleva hacia Bolivia. El 12 de noviembre es publicada otra foto emblemática. Es la que muestra unos militares imponiendo la banda presidencial a la mandataria de facto Jeanine Áñez, 48 horas desde que el comandante de las Fuerzas Armadas, Williams Kaliman, “sugería” a Evo Morales que abandonara el cargo para “pacificar” el país.
Y, finalmente, por razones de tiempo y espacio es preciso anotar la situación larvada que se vive en el seno de las fuerzas armadas del Uruguay. E l ministro de Defensa Nacional, José Bayardi, solicitó información al comandante en jefe del Ejército, Claudio Feola, sobre cánticos que entonaron soldados del Regimiento de Caballería Mecanizada Nº 4 que marchaban al grito de: “Tupamaros y comunistas, todos juntos al cajón”. Situación que ha tratado de desmentir el ex comandante en Jefe del Ejército Nacional y senador electo por Cabildo Abierto, Guido Manini Ríos.
Francisco Sánchez López, director del Instituto de Iberoamérica de la Universidad de Salamanca, intenta explicar el fenómeno político que vive esta región del globo terráqueo. “Creo que se pueden interpretar de dos maneras, una negativa y la otra positiva”, explica el catedrático salamanquino. “Si las interpretamos negativamente, se podría decir que el poder civil está supeditado al poder militar y que los presidentes necesitan el apoyo de los militares para mantenerse en el gobierno”, sobre todo cuando ese poder es cuestionado por el Congreso, como en el caso de Perú, o por las protestas sociales, como ocurre en los otros países.
“Pero también puede tener una interpretación positiva”, sigue Sánchez, “según la cual el presidente muestra que las Fuerzas Armadas están bajo control civil, sobre todo a la luz de los temores que siempre se han tenido en América Latina a las posibilidades de golpe de Estado”.
Si bien cada país se está enfrentando a una crisis distinta y con rasgos propios, anota por su parte Rut Diamint, investigadora principal del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet) de Argentina, hay un elemento en común en todas ellas: “Se trata de gobiernos débiles con partidos políticos muy volátiles que, frente a una situación de crisis, no saben cómo resolverla y recurren a las Fuerzas Armadas, que en muchos casos son la única institución que tiene cierta organización y que cuenta -salvo excepciones concretas- con el apoyo de la ciudadanía” analiza Diamint y agrega que existen “unos partidos volátiles y unos congresos que no tienen capacidad de tomar decisiones, que en algunos casos son definidos incluso como ‘escribanías’ porque ratifican lo que dicen los presidentes; no son en realidad autónomos en la producción de legislación o de legitimidad”,
Según el informe de Latinobarómetro 2018, un estudio realizado anualmente en 18 países latinoamericanos, la confianza en los partidos políticos es 13% y en los gobiernos, 22%. “El desencanto con la política ha llevado a la fragmentación de los partidos, a la crisis de representación y a la elección de líderes populistas”, afirma el informe. “Estos datos dan cuenta de las crisis en la que se encuentran los sistemas políticos de la región, donde nadie es campeón”.
En todos los países donde hubo protestas en las últimas semanas, se produjeron centenares de detenciones.
“Todo eso conforma una debilidad institucional muy fuerte que hace que estas democracias no hayan tenido la consolidación que en algún momento se pensó que tenían”, atento que las instituciones mejor valoradas en Latinoamérica son la iglesia Católica (63%) -con la excepción de Chile, donde los recientes escándalos de pedofilia mermaron su credibilidad-, las fuerzas armadas (44%) y la policía (35%).