Por Edmundo Aníbal Heredia (*)
Eric Hobsbawm, quizá el más grande historiador de los últimos tiempos, afirmó que en el siglo XX murió en las contiendas bélicas más gente que en todo el resto de la historia de la humanidad. Como en la mayoría de los casos, las estimaciones de los historiadores hablan de números redondos, porque no hay precisiones exactas. No obstante su capacidad para abrazar la historia universal como un todo, como todo ser humano Hobsbawm apreció la realidad desde su propio escenario, en su caso Europa. Por eso es necesaria una visión que la complete, por ejemplo desde América Latina.
Las mismas imprecisas estadísticas corresponden para la parte de América que conquistó España y que mantuvo bajo su dominación durante tres siglos. Por más prolijos que sean, quienes han estudiado el tema para las colonias españolas hablan también de números redondos, porque no existen datos suficientes para llegar a mayores precisiones. Para los primeros cincuenta años de la conquista -esto es la primera mitad del siglo XVI-, las teorías llegan a un máximo según el cual los españoles se encontraron con un total de unos cincuenta millones de habitantes y medio siglo después la población se había reducido a cinco millones; es probable que la reducción haya sido sensiblemente menor, y en efecto hay otras teorías más moderadas, pero esto es lo menos importante frente al hecho comprobado de que los conquistadores -de acuerdo con lo que nos enseñaron en la escuela-, vinieron a civilizar, no a eliminar gente. Las investigaciones deben continuar, ahondando en teorías tales como la del desgano vital (la falta de ganas de los indios de traer hijos a un mundo sometido), las epidemias traídas por los invasores, los caídos en los enfrentamientos.
Ante la evidencia de que la invasión significó una sensible disminución de la población las autoridades arguyeron explicaciones que trataron de disimularla, algunas plausibles, otras no. Las dificultades para desentrañar las causas de esa disminución impidieron que aun sesudos estudios históricos hayan podido alcanzar cifras cuantificables más o menos exactas. Los ocultamientos de entonces fueron encerrados bajo el rótulo –el título, dirían los medios de prensa- de una única palabra, descubrimiento, que incluyó más tarde el concepto de madre patria, y consecuentemente que España nos dio el ser, lo que implícitamente quería significar que antes no hubo humanidad, ni cincuenta ni cinco millones, simplemente que no existían seres humanos.
De esta suerte fue que en los comienzos se sometió el caso a los sabios y teólogos hispánicos, quienes fueron presentados a los indiecitos que llevó Colón como muestra para que se dirimiera la duda. Después de pasearlos por la Corte de Madrid, los indios fueron sometidos al estudio de los teólogos, quienes dictaminaron que tenían alma, y que por tanto eran seres humanos, claro que inferiores y que había que civilizar. Pasaron así la responsabilidad a los juristas para que dictaran las leyes con que debían ser tratados, transfiriendo así el poder celestial al poder temporal, y dándoles a los hombres de leyes el recurso para que éstos los declararan en estado de minoridad, equivalente al de menores de edad. El descubrimiento de magníficas civilizaciones de aztecas, mayas o incas, representadas en sus obras monumentales, no influyó lo suficiente para que los sabios cambiaran de opinión.
Se inició y desarrolló así un proceso de sometimiento físico y moral. El dictamen teologal dejó el campo abierto para someter a la esclavitud a los negros africanos, en quienes aquella visión no advertía la existencia de almas, y que por tanto podían ser considerados objetos cosificables y mercantilizables. Así el llamado descubrimiento, seguido de la conquista y colonización y complementado con la esclavización de africanos, trajo también muertes que se sumaron en números sin cuenta exacta a las de los indios, todo ello como precio de la conquista y de la civilización.
De todos modos, esta conquista y civilización fue incompleta y fue necesario que otros conquistadores y civilizadores de tiempos posteriores retomaran el camino para completarla. Para eso había que inventar otra palabra, también una única palabra; la palabra fue desierto.
Para llegar a esa palabra era necesario determinar si los seres que ocupaban territorios ambicionados eran humanos, si tenían alma o no la tenían. Esta vez no hubo teólogos que lo analizaran y definieran; la conclusión fue más sencilla, se redujo simplemente a que eran simplemente salvajes, equivalente a desprovistos de humanidad. El gobernante de turno se quitó su traje de mandatario, se colocó yelmo, casco y armadura, llevó a su mesnada consigo y acometió en nombre de la civilización hasta terminar con la cuestión. La obra parecía completada. El jefe de la conquista del nominado desierto alcanzó así el rango de conquistador, como antes lo habían logrado Cortés y Pizarro. El conteo de los muertos, siempre imperfecto y en números redondos, fue más fácil, con menos ceros, se habló de veinte mil y de otros tantos expatriados, como para concluir que la conquista y civilización no había sido demasiado onerosa. Aquel triste episodio mereció luego el juicio severo de los estudiosos, pero aún ese capítulo de la historia nacional sigue titulándose “conquista del desierto”.
Pero aún faltaba un capítulo. Había que inventar otra palabra, otra vez una única palabra, y la palabra fue desaparecidos. Otro general se puso yelmo, casco y armadura y acometió una vez más en nombre de la civilización. Sólo que esta vez computó a sus víctimas como pertenecientes a una nueva categoría de seres humanos: desaparecidos. No consultó teólogos ni juristas, su absolutismo lo hacía innecesario; sólo pensó que no eran ni muertos ni vivos, eran nada más que desaparecidos. También fueron cuantificados de manera imprecisa; quizá nunca sabremos si fueron treinta mil o quizá más, aunque seguramente fueron más de ocho mil, como si la cantidad fuera la sustancia de la matanza.
Pero la historia se repite, quién sabe hasta cuándo. Aquí al lado están matando gente ahora, en estos días, y a muchos otros golpeándolos, vejándolos, quitándoles el derecho a expresarse y a que sean respetados sus derechos de ciudadanos. No importa cuántos son los muertos, si son diecinueve, cuarenta o mil, es algo más importante lo que realmente significa: libertad, bienestar, felicidad, derecho a la vida digna, todo conculcado por alienígenas revestidos de caucho. Ya algún iluminado con aires de dictador debe estar inventando la palabra que les falta.
La historia continúa sin que los latinoamericanos encontremos un camino, quizá porque nos falta la palabra. La palabra que se imponga a los golpes, porque quizá nos falte un Hobsbawm propio. Hagamos un Congreso de la Palabra, de nuestra palabra. Propongo que sea en Santiago de Chile.
(*) Doctor en Historia. Miembro de Número de la Junta Provincial de Historia de Córdoba