Por Edmundo Aníbal Heredia (*)
Moguer es un pueblo de la provincia de Huelva, en la España andaluza, donde recibe el aire fresco del Mediterráneo. El viajero no va a Moguer porque le interese el pueblo, va para ver el lugar donde vivió Platero. También para conocer la casa donde moraba el que presentó a Platero en la sociedad de los lectores, aunque el autor de la historia no haya alcanzado tanta fama como el burro. Desgraciadamente, el viajero se encuentra con la sorpresa de que ya no hay Plateros en Moguer; sólo le queda imaginarlo caminando por las calles empedradas que, por añadidura, ya no son empedradas.
El libro que instaló en la eternidad a Platero parece que es para niños, pero está demostrado que es para todas las edades, una virtud que pocas obras literarias alcanzan. Muchos críticos de la literatura se han ocupado en analizar el texto, poniendo toda su sabiduría para explicar los fundamentos filosóficos que lo han inspirado; pero a pesar de todos sus empeños no han logrado empalidecer la evocación sentimental que invade su lectura en los espíritus románticos, ni romper la magia del mundo, tan pequeño y tan cósmico a la vez que pisaron las cuatro rudas patas de Platero, y que hoy transitan por las calles del mundo.
Entre esos críticos, el inglés Richard Caldwell se empeña en sostener el krausismo del poeta y en señalar las formas literarias de este poema en prosa que representan aquel movimiento filosófico. Es en vano el esfuerzo de este bienintencionado crítico en mostrar a los lectores evocativos el sentido metafísico de la imagen de la cabezota del burro junto a las estrellas reflejados en las aguas del estanque, como una demostración de reluctancia propia del idealismo naturalista frente al positivismo que entonces envolvía todo el pensamiento occidental. Por eso es bueno tener en cuenta que quienes leyeron el libro cuando aún eran niños, quizá alcanzado por su padre o algún abuelo, no entendían entonces nada de positivismo ni de krausismo.
Es probable que el que lo leyó de niño vaya ya grande a conocer el pueblo, y seguramente lo hace para evocar aquella lectura y su propia niñez. Quizá se haya imaginado que encontraría decenas de Plateros andando con sus pasos lerdos, amortiguando con sus osamentas las asperezas de las calles pedregosas. Se los imaginarán cargando en sus dobles alforjas hatos de leña en los días de invierno, o piedras calizas en la primavera para el encalado de las casas, o llevando a su grupa a los niños que van o vienen de la escuela, como también a otros plateros que están ahí porque sí nomás, formando parte esencial del paisaje pueblerino.
Pero hoy ya no queda ninguno, todos han sido reemplazados por las motocicletas, más ágiles y veloces. Si unos decenios atrás –aún eran tiempos de Franco- alguien con cierta impertinencia le preguntaba al Alcalde sobre esta ausencia, le respondía con cierto orgullo que los Platero eran parte de la España atrasada, que ha sido felizmente superada. Era inútil que el viajero le dijera al apuesto Alcalde que Moguer, el pueblo que él administraba, sólo era conocido en el mundo gracias a Platero, y esto ya justificaba que, al menos, se le levantara un monumento en lugar público. Tampoco parecía apreciar que el viajero llegara de la Córdoba argentina, donde algún andaluz de otros tiempos más lejanos llevó a unos primos de Platero para que fundaran allí esa especie y se integraran al paisaje serrano. No lo entendía. Sólo respondía que unos años antes alguien había ofrecido regalar unos burros del tipo de Platero para que oficiaran de testimonio del pasado, pero no hubo acuerdo en el Consejo del Ayuntamiento para dotar una partida que atendiera los gastos de un corral y su mantenimiento, porque había otros gastos más urgentes y en tanto estos animales serían una carga gravosa y molesta.
Para un lector evocativo, Moguer se presenta vacío sin un sobreviviente de Platero. La casa de Juan Ramón Jiménez está ahí, y ahí se conservan y exhiben los objetos identificados con su vida, sus papeles y retratos familiares; en el patio trasero, donde vivía Platero, hay un inanimado y frío burro de fundición, pero no es “tan blando por fuera que se diría todo de algodón, que no lleva huesos”. Ni acude a su dueño cuando alguien lo llama por su nombre. Tampoco son de azabache sus ojos, ni se reflejan en el arroyo resplandeciente de estrellas, ni miran azorados a los niños a través de la ventana. En estos nuevos tiempos de España la falta ha sido relativamente reparada, porque hay un burro de escultura en una plaza que lleva su nombre, y también se le rinden homenajes a Juan Ramón y a su esposa Zenobia, que lo acompañó y cuidó en las buenas y en las malas durante su azarosa vida.
Caldwell, el crítico, hace referencia a los repetidos períodos depresivos del poeta, que obligaron a dolorosas internaciones en diversas partes del mundo a donde la dictadura española expulsaba a sus mejores hijos. Si su enfermedad no hubiera comenzado antes de escribir el libro, podría pensarse que esas depresiones devinieron y se agravaron con los años al constatar la muerte definitiva de Platero en Moguer.
Pero es necesario reconocer que es más probable que sus males se iniciaran al comprobar que el mundo que compartía con Platero iba ya camino de su extinción, que el triunfo del progreso material y el fin del idealismo eran irreversibles, y esto lo atormentaba sin remedio. Aunque es poco probable que Caldwell suscribiera esta tesis.
Cuando como todos los años se reunieron esos graves señores de Estocolmo y se dedicaron a revisar una caja voluminosa con una carátula que decía “Jiménez, Juan Ramón español de Moguer”, una sonrisa iluminó sus rostros, pero retomaron su seriedad para disponerse a revisar con cuidado el contenido de la caja. Encontraron allí los informes y resúmenes de una gran cantidad de obras de poesía, de cuentos, de novelas, de ensayos. Después de prolijo examen uno de ellos recitó en voz alta: ”tan blando por fuera que se diría todo de algodón” y todos olvidaron por un momento su solemnidad y sonrieron como niños, aunque probablemente con ello escondieran una lágrima. Fue el Premio Nobel de Literatura de 1956.
¡Cuánta falta hace que vuelva Platero a mostrarnos su mundo, de la mano de Juan Ramón! Porque estamos viviendo un momento muy triste de la humanidad, unos rebosantes de lujo y ocultados en moradas distanciadas de las urbes y de la gente, muchos otros apiñados en casas precarias y pasando necesidades y otros más disputando un sillón en busca de prestigio y riqueza.
Es una utopía, pero quizá la vuelta de Platero, de la mano de Juan Ramón, haga volver a muchos ciudadanos de este siglo cibernético y mediático a la pureza, la sencillez, la humanidad de un Platero blando por fuera y duro por dentro.
(*) Doctor en historia. Miembro de la Junta Provincial de Historia de Córdoba.