Por Silverio E. Escudero
El año 1884 fue capital en la historia de la República Argentina. La gran divisoria de aguas –al decir de los geógrafos- que permitió a la nación ingresar, con temor y vacilaciones, en la Modernidad. Se sepultaba así, en forma definitiva, el tiempo de la horda, de la guerra civil en la que unos combatían bajo banderolas que proclamaban: “Religión o Muerte”.
El Gobierno nacional -que tuvo en Eduardo Wilde, ministro de Justicia, Culto e Instrucción Pública a su máximo espadachín- después de un intenso debate que ganó la calle y generó feroces enfrentamientos (en el Congreso de la Nación y en la prensa) logró la sanción de la Ley de Educación común, gratuita y obligatoria.
Ésta tuvo vigencia hasta poco tiempo atrás cuando, en un ataque feroz al magisterio, Cristina Fernández promovió su derogación en un intento de entregar la conducción de la educación a la iglesia Católica, como prenda de obediencia o sumisión.
La ley de Educación Común 1420 fue la piedra basal del sistema educativo que permitió vencer el analfabetismo y unificar la Nación que, por ese tiempo, recibía millones de inmigrantes de todas las naciones de Europa (agobiados por el hambre y las guerras) sin importar su origen, nivel cultural o fe religiosa. Adoptaba así, aquella nación que soñó levantar en medio del desierto el afiebrado Domingo Faustino Sarmiento, su identidad definitiva.
El modelo educativo argentino fue faro para todas las naciones del continente que pretendían sacudirse el yugo clerical que había sembrado odio y divisiones entre los pueblos del continente, como bien lo supo reconocer –en un discurso ante el pleno de la Asamblea de las Naciones Unidas- el entrañable y siempre admirado Daniel Oduber Quirós, ex presidente de la hermana República de Costa Rica.
Cuando la progresista Generación del 80 decidió unificar la nación sin tutores religiosos ni morales, que eran una rémora heredada de los tiempos de la colonia, abrió un abismo que partió la sociedad en dos grupos casi irreconciliables. Partición que subyace en todos los debates en los que está en juego el futuro de la Nación.
Las balas y plomos ensangrentaron aquellas homéricas batallas por el librepensamiento. La iglesia armó bandas irregulares y se erigieron en profetas del pasado.
Fomentaron persecuciones contra el que pensaba distinto, contra los librepensadores, los liberales, los ateos, agnósticos, socialistas, anarquistas y todo aquel que reclamaba –y reclama- para el hombre el ejercicio pleno de su libertad.
A pesar de las campañas de terror –que con alguna habitualidad retornan- y de haber incendiado escuelas, bibliotecas y salas filo-dramáticas que costeaban de su peculio miles de inmigrantes, no consiguieron derrotar la Ley 1420.
No estamos solos en la batalla. Tampoco en la evocación. Allí están, silentes, los espectros de los anarquistas y socialistas que, quitándoles horas a su descanso, reconstruían sus escuelas y bibliotecas, aun a costa de su vida.
Esos hombres e inmigrantes contaron con el aporte y la vocación libertaria de cientos, miles de crottos, peones golondrinas y vagabundos que, como los antiguos goliardos y nuestros payadores, llevaban las noticias de pueblo en pueblo y sus brazos dispuestos para volver a levantar lo destruido en nombre de una sociedad opresora que se proclamaba propietaria de “un Dios misericordioso”.
Ese dios que obligaba en las escuelas a aprender a leer y recitar en catecismos; esas escuelas que negaban la ciencia y la razón; esas escuelas para pocos que reclamaban a los hijos de inmigrantes certificados de pureza de sangre por si el aspirante resultara ser un “cristiano nuevo”; esas escuelas que no admitían en su seno hijos de inmigrantes que profesaban otros credos, salvo que pasaran, con toda su familia, por la pira bautismal.
Cada cura o fraile administraba la escuela a su arbitrio, razón por la cual en la lista de los no deseados figuraban desde los protestantes hasta los turcos mercachifles, que recorrían la pampa comprando y vendiendo frutos del país, en dura competencia a los grandes almacenes de ramos generales, acopiadores de granos y barracas.
Sí los aceptaban si realizaban periódicas contribuciones “voluntarias” al tesoro de la Iglesia.
La ley 1420, mal le pese a muchos, llegó para evitar que se excluyera a los hijos de nativos y gauchos de la instrucción pública, porque aún la clerecía los seguía considerando como “no hombres” a pesar de la bula Sublimis Deus que, en 1537, dictó el papa Pablo III. Se ordenaba: “todas las gentes que en el futuro llegasen al conocimiento de los cristianos, aunque vivan fuera de la fe cristiana, pueden usar, poseer y gozar libre y lícitamente de su libertad y del dominio de sus propiedades, que no deben ser reducidos a servidumbre y que todo lo que se hubiese hecho de otro modo es nulo y sin valor, [asimismo declaramos] que dichos indios y demás gentes deben ser invitados a abrazar la fe de Cristo a través de la predicación de la Palabra de Dios y con el ejemplo de una vida buena, no obstando nada en contrario.”
El debate legislativo del Congreso argentino fue seguido con atención en todo el mundo. Los grandes diarios europeos enviaron a sus columnistas estrella para cubrir los acontecimientos. Es que en medio de estas pampas y montañas debatía un país, uno de los primeros en garantizar, con carácter universal, el derecho a la educación obligatoria, estatal, laica y gratuita.
Repasar este segmento de la historia es apasionante. El investigador no debería omitir las páginas policiales ni los escándalos sociales de la época. Allí encuentra noticias sobre la persecución y muerte de miles de inmigrantes, la violación ante sus hijos, hermanos y maridos de las mujeres de la casa.
A lo que se sumaba la exigencia del dueño del campo al mediero para que consintiera el derecho de pernada, quemando, en caso de resistencia, sus pertenencias y hasta echándolos de los campos que tenían contratados al momento de la cosecha, en nombre de una supuesta superioridad racial argentina.
La ley 1420 y su decreto reglamentario revolucionaron los usos y costumbres. La omnímoda autoridad de la iglesia sobre los habitantes de la Nación se vio restringida. Acabó con la prepotencia clerical que segregaba hasta quienes lograban escapar de las tolderías o fueron rescatados por el ejército nacional.
Tal como le ocurrió –como a miles de cautivas – a mi tía bisabuela Teófila Escudero que, allá por 1850 cuando contaba con apenas veinte años, fue raptada por los ranqueles y vendida en el río Negro a un caciquejo mapuche que, ante sus reiterados intentos de escape, ordenó que se le desollasen la planta de los pies.
La tradición familiar y el testimonio del dedicado maestro de escuela que tomó nota de su tragedia difieren en mucho.
El temor hizo que aquel cronista omitiera detalles importantes. Después de ser rescatada por unos arrieros y llevada a la presencia del gobernador de la provincia, fue acompañada hasta su pueblo.
La paz duró poco. El cura párroco de la iglesia de San José del Morro –construida a mediados del siglo XVIII- en el sermón dominical, le prohibió el ingreso a misa por estar “contaminada con la sangre del diablo” y le cerró las puertas de la escuela cuyos estudios había interrumpido a mediados del siglo XIX, cuando fue raptada.
Así fue que, por su queja, las autoridades civiles desautorizaron al párroco que fue extrañado de la provincia de San Luis. Doña Teófila pudo volver a la escuela, a pesar de su edad y dificultades físicas producto de su cautiverio, para concluir sus estudios primarios bajo la vigencia de la Ley 1420 de Educación Común, de la que somos deudores millones de argentinos.