Por Alejandro Zeverin
La abogada defensora del imputado por corrupción devenido empresario Lázaro Báez, Elizabeth Gasaro, desmintió el contenido de unas supuestas escuchas telefónicas que la prensa calificó como “reveladoras”. Además, dijo que si esas escuchas existieran deberían haber sido “eliminadas”, refiriéndose a una intervención telefónica ordenada judicialmente que captó y grabó una conversación telefónica entre defensora en causa penal con un imputado detenido en el penal federal de Ezeiza.
El mismo periodista que disparó la noticia y tiró al ruedo la primicia (revelando su contenido y propagándolo) advirtió sobre que “hay más grabaciones” de la “Operación Puf”, aludiendo según libre interpretación al “limado” de la investigación y los investigadores de la causa cuadernos.
Lo que se le olvidó de decir esa abogada es que debería ser destituido el juez que ordenó las escuchas, el fiscal que las solicitó y debería se sumariado quien las extrajo de la causa y las dio a conocer (en caso de ser empleado judicial de menor jerarquía). Además, debería ser seriamente cuestionado éticamente el periodista que alegremente difundió los audios y los comentó regodeándose sobre sus fuentes, cual si fueran temas de un partido de fútbol o hechos de la farándula.
Sin ningún tapujo no informan al público dos cuestiones centrales: que toda revelación crítica de una investigación judicial debe estar bajo reserva y ser de acceso sólo para las partes de ese proceso: fiscal, juez y defensor (y que eventualmente podría conocer la parte querellante), y que todos tienen la responsabilidad de guardar secreto.
No se informa que revelaciones de esta naturaleza comprometen el éxito de las investigaciones de las que forman parte. No se dan cuenta de que alguno de ellos puede ser futura víctima de una república que, aunque se esfuerce, no puede brindar debidas garantías a quienes someten a un proceso penal y menos aún dar la imagen de seriedad del poder de donde provienen.
El preámbulo parecería ser un grito de inocencia en favor del tal Lázaro y de corporativismo en favor de la abogada Gazaro, pero no es así porque quien se expresa en estas líneas no conoce a Báez salvo por su mala prensa. Tampoco conoce a la colega abogada.
Los artículos 39 y 40 de la Constitución de Córdoba, al igual que lo previsto en el Art. 18, 75 inc. 22 y cc. de la Constitución Nacional dicen asegurar que toda persona sometida a juicio tiene las garantías de debido proceso y defensa en juicio. Esto es un juicio justo que implica, entre otras, poder defenderse de la acusación. Cualquiera que fuera ésta.
Y para que un proceso sea justo debe sostenerse en los pilares de acusación, prueba, defensa y sentencia. En particular, en este caso que se analiza no parece ser así.
Quien escribe tuvo la oportunidad de asistir al juicio que se le inició al incorruptible juez que destapó el “caso Gürtel”. El magistrado desarticuló en España una trama corrupta de empresarios, banqueros y políticos que saquearon los fondos públicos. Como resultado, se eyectaron de la política decenas de dirigentes del Partido Popular que colaboraron en las fechorías.
Pero ese juez llamado Baltasar Garzón, titular del Juzgado de Instrucción Central número 5 de la Audiencia Nacional de Madrid desde 1988 y con 38 años de carrera judicial, también fue condenado.
Fue condenado a 11 años de inhabilitación y expulsión de la magistratura por parte del Tribunal Supremo de España.
Fue tachado de “arbitrario” y “totalitario”, acusado de violar liminares derechos al ordenar prácticas propias de sistemas políticos ya superados e intervenir las comunicaciones que tenían desde la cárcel los corruptos con sus abogados defensores.
Garzón se defendió y aceptó los hechos al ocultarse en la argumentación de que lo ordenado era la única forma de aportar pruebas que develaran la verdad. Desdeñó así la cláusula sagrada de privacidad que garantiza todo sistema democrático entre abogado y defendido.
Ésa fue la mala historia de Garzón y no otra por él inventada sobre la causa legal de su expulsión de la magistratura española. De nada le valió su prestigio internacional y valor demostrado en un sinnúmero de investigaciones: el caso “Gal”, comandos parapoliciales que asolaron a España en la guerra sucia contra la organización terrorista ETA, el caso “Pinochet” (detenido en Londres por orden del juez, por violación a derechos humanos con el denominado plan Cóndor, que involucró a la dictadura argentina de la época), investigaciones exitosas como la “operación Nécora” contra los narcos y otras.
La inviolabilidad de las comunicaciones con el abogado defensor hace al derecho del acusado de ser protegido con la existencia de libre comunicación.
El respeto de esa privacidad resulta una relación básica con el sistema de garantías de debido proceso y defensa en juicio; lo contrario implicaría elevar a principio moral que el fin justifica los medios. Que, llevados a extremos de lógica absurda, en definitiva justificaría la tortura para que se confiese el hecho también.
Para que se entienda, la defensa en juicio penal es el derecho fundamental que cualquier persona tiene para defenderse ante un tribunal de justicia de los hechos que se le imputan. Implica garantías de igualdad e independencia que deben respetarse en todas las etapas del procedimiento penal. Deben los tribunales evitar desequilibrios en las respectivas posiciones procesales entre partes enfrentadas e impedir que alguna de ellas puedan soportar indefensión. Esta garantía es inescindible del otro concepto conocido como debido proceso.
Este último es un principio legal por el cual el Estado debe garantizar la disponibilidad de los derechos que según la ley tienen las personas sometidas a proceso.
Es un principio jurídico procesal según el cual toda persona tiene facultad legal de adquirir ciertas garantías mínimas, tendientes a asegurar un resultado justo y equitativo en su juicio, que le deben permitir ser oído valiéndose de sus pretensiones, si son legítimas, ante el juez. Cuando se inobserva la ley se incurre en una violación del debido proceso al incumplir el mandato legal.
La denominación “anomia” proviene del griego que significa ausencia de ley, de orden, de estructuras normativas o incapacidad de la estructura social de proveer a ciertos individuos lo necesario para lograr las metas de la sociedad.
El término fue introducido por Émile Durkheim (1893) y, con relación al Estado, decía que esa ausencia hacía inestables a los individuos en sus relaciones intergrupales “impidiendo su cordial integración”.
Hoy podemos definir a un Estado anómico cuando tiene normas (léase leyes) pero no puede imponerlas o, a pesar de dictarlas, nos las respeta. Y esto sí parece ocurrir en el caso que analizamos.
Es válido entonces preguntarse qué seguridad jurídica puede ofrecer un Estado si uno de su poderes, en el caso el Judicial, manda ilegalmente intervenir las comunicaciones entre defensor y defendido, luego las revela y con ello pretende condicionar un resultado en un juicio, utilizando para ese fin a la prensa bajo el camuflaje de la pregonada libertad de expresión consagrada constitucionalmente.
No se tienen noticias de que el Consejo de la Magistratura de la Nación haya tomado cartas en el asunto.
Ni en este tema, ni en ninguno en los que la revelación de testimonios, pruebas o declaraciones de imputados que, como moneda corriente, son mostradas a diario por televisión al exhibir con desparpajo los originales que las contienen.
Ni siquiera a nivel deontológico (léase Tribunal de Disciplina de Abogados de la ciudad de Buenos Aires) importa si abogados devenidos en candidatos presidenciales amenazan a jueces, fiscales y cortesanos para que no fallen en sentido adverso a los gustos de sus clientes o amistades.
Por todo esto no cabe otro interrogante que saber quién provee las escuchas y qué pretende quien las facilita. Por otro costado, es de interés hacer notar el respeto a la reserva que se le otorga al debido proceso, por ende a quienes son sometidos a juicio, en países limítrofes y en el norte de nuestro continente. También en Europa, donde se prohíben las filmaciones para difusión periodística de lo ocurre en el sagrado recinto donde se realizan juicios penales, sin perjuicio de que la prensa pueda informar lo sucedido con posterioridad.
El concepto criminológico de la “ventana rota” resulta ejemplo correcto por sobre las críticas que se puedan hacer de acuerdo a las modalidades que se utilice en su implementación. Pregona que si no nos ocupamos de prevenir y detener el crimen menor, difícil luego se hará cuando inevitablemente se consume el mayor.
(*) Abogado penalista, UNC. Master en Criminología, Universidad de Barcelona