martes 5, noviembre 2024
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Comercio y Justicia 85 años

América Latina, ¿un continente al borde de un ataque de nervios?

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Por Silverio E. Escudero

Decir que América Latina y el Caribe conforman un continente diferente, único e irrepetible es una verdad de Perogrullo. Esa condición, sin embargo, no lo hace inmune a las luchas fratricidas y a las enormes grietas que han generado las religiones y la política. Fisuras en las que anida el racismo, el fanatismo y la exacerbación de considerar enemigo al otro.

Los gobernantes -salvo notables excepciones- se sueñan únicos, imprescindibles e inmortales. Creen haber sido ungidos, como en los tiempos del absolutismo monárquico, por la voluntad de Dios, ante quien desean rendir cuentas de sus actos -en lo posible, después de muertos-.
Por si esto no alcanzara, se protegen con fueros especiales que los hacen distintos e inmunes a los reclamos judiciales.
La teoría política enseña que nuestro continente es el paraíso de la democracia y de la forma representativa de gobierno. Hechos tan arraigados en la conciencia del pueblo que, a pesar del paso del tiempo, forman parte del núcleo pétreo de los textos constitucionales y de toda la legislación electoral que de ellos deviene.

Sin embargo, el primer gesto de violencia institucional y política surge de la decisión de los hombres y mujeres quienes, desde su posición de mando, han decidido quedarse para siempre en las curules que el pueblo les ha confiado.
A tal grado llega la impunidad que anuncian la traición del mandato popular a cara descubierta. O, como auténticos salteadores, embozan sus verdaderas intenciones al mantener una ficción que permite -contrariando reglas éticas elementales- que se sucedan en el cargo marido y mujer o padres e hijos y viceversa.
El hecho de celebrar elecciones periódicas o elegir representantes para asambleas nacionales y locales con cierta periodicidad no significa que no se cierre el camino a la participación política de la oposición ni que se garantice el libre juego de las instituciones.
Los ejemplos se suman por cientos a lo largo y ancho de nuestro continente. Argentina, Cuba, Venezuela, Nicaragua y El Salvador son ejemplos que surgen a vuelo de pluma.

El sueño de Jair Bolsonaro de instaurar su “imperio de Dios” en Brasil y transformar a su familia en la dinastía fundadora, forma parte de la pérdida de la calidad democrática en el continente.
En algún desván de la historia quedaron los sueños imperiales de los peruanos Alberto Fujimori y Alejandro Celestino Toledo, quienes fracasaron en su intento de derogar la constitución nacional para restaurar la República Aristocrática que marcó la historia de ese país entre 1895-1919.
Logro que sí alcanzó el nicaragüense Daniel Ortega, quien dejó en el pasado sus sueños revolucionarios para transformarse en un reyezuelo a la usanza africana, cuya policía secreta llena de pavor a la población civil, violentada en sus derechos, que teme por la suerte de sus hijos varones que suelen ser secuestrados -se denuncia en los foros internacionales- para solaz de los jerarcas del régimen.

Si hasta este instante el cuadro de situación de nuestro continente aparece complejo, quedan detalles que lo complican en grado superlativo. El gobierno de Colombia desconoce los acuerdos de paz alcanzados en La Habana con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia – Ejército del Pueblo (FARC-EP).
La presión del gobierno del presidente Iván Duque ha sido de tal magnitud que muchos ex guerrilleros -cerca de 2.500- pasaron a la clandestinidad junto a sus familias, que estaban en peligro de muerte.
La cuestión fue denunciada por el ex presidente Juan Manuel Santos, quien en 2016 obtuvo el Nobel de la Paz. Premio que fundamentó la presidenta del Comité del Parlamento Noruego para el Premio Nobel de Paz, Kaci Kullmann Five, diciendo: “Se ha decidido otorgar el Premio Nobel de la Paz 2016 al presidente colombiano Juan Manuel Santos por sus decididos esfuerzos para llevar más de 50 años de guerra civil en el país a su fin. Una guerra que ha costado la vida de al menos 220 mil colombianos y desplazado a cerca de seis millones de personas”.

El recorrido continental nos lleva a América Central y el Caribe. Centro de una de las tragedias humanitarias más crueles que oscurece el futuro. Allí está Haití, el país más pobre de América, que muere de inanición sin que la solidaridad internacional se preocupe.
Naciones Unidas, en tanto, investiga el creciente mercado negro. Fuentes bien informadas aseguran que están implicados miembros del cuerpo diplomático europeo destacado en Puerto Príncipe. Mientras que los senadores haitianos estarían sospechados de la desaparición de 2.000 millones de dólares aportados por Petrocaribe.
Igual manto de duda surge del manejo de los dineros destinados a la reconstrucción de Puerto Rico después del paso del Huracán María, que ha dejado cerca de tres mil muertos.

Las cifras fueron puestas en duda por Lynn Goldman, directora de la escuela de Salud Pública de la Universidad George Washington, en cooperación con la Universidad de Puerto Rico y la presencia, en el campo, de Carlos Santos-Burgoa, investigador principal del Instituto Milken, que descorrió las sombras que rodeaban la reconstrucción de Nueva Orleans después del huracán Katrina.
La tragedia centroamericana tiene una multiplicidad de aristas que van más allá de la remanida historia del muro que construye, envuelto en su propio delirio, el presidente Donald Trump.
Son orillas donde miles de niños de todas las edades, así como adolescentes provenientes de las regiones más pobres de México pero sobre todo de Guatemala, El Salvador y Honduras, tratan casi en solitario de cruzar la frontera con Estados Unidos en busca de sus padres, de una oportunidad de trabajo y, fundamentalmente, de huir de la violencia, de la miseria, del abandono y del abuso en el que viven en sus países de origen.
¿De qué huyen?, fue la pregunta que se hizo una señora mayor con quien compartía una sala de espera. Y con voz queda trató de responderse frente a la inmensa caravana de migrantes que mostraba la televisión.

¿De qué huyen? ¿Tanta es la violencia, el abandono y la miseria que esos niños y niñas se lanzan a los caminos en un intento de sobrevivir? ¿De cruzar fronteras y caminar más de 3 mil kilómetros en un largo y peligroso viaje desde Centroamérica hasta a la frontera de Estados Unidos? Un viaje a la supuesta tierra de “la oportunidad y la libertad” a pesar de que son testigos y víctimas de golpes, violaciones, abusos, corrupción y todo el decálogo de maltrato que demuestra hasta dónde puede ser cruel el hombre con sus congéneres.
Son víctimas de la violencia de las bandas o “gangs” de la Mara Salvatrucha en sus ciudades, pero también a lo largo de todo el recorrido hacia la frontera de Estados Unidos.
Víctimas del tráfico de personas, siendo ellos el blanco más fácil. Víctimas de la corrupción policíaca y del abuso de sus derechos más elementales.

Víctimas del crimen organizado, que en México utiliza el secuestro de migrantes para financiar sus actividades. Víctimas de los “coyotes”, que abusan de ellos o los dejan varados en su camino a la frontera.
Víctimas de la ineficacia de las instituciones, de la ausencia del Estado, de la incapacidad de los gobiernos de ayer y hoy para ofrecer a los niños y niñas un espacio, un lugar para desarrollarse en plenitud.
Pero víctimas, también, de una política exterior estadounidense, que durante años derramó miles de millones de dólares de apoyo a los ejércitos de gobiernos dictatoriales centroamericanos para combatir la guerrilla, sin importarle la guerra civil, pero que hoy deja a esos países en el más completo abandono.

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