Por Silverio E. Escudero
Angela Merkel, la mujer más poderosa del mundo, transita el último segmento de su larga permanencia en el centro del poder mundial. A fines de octubre anunció que acaba, en medio de tensiones profundas, su tiempo político. Ya ha dejado la conducción de su partido político, la Unión Demócrata Cristiana (CDU, por su sigla en alemán) y no buscará, en 2021, la reelección, después de su cuarto mandato, como canciller de la República Alemana.
Su decisión sorprendió. Fue tomada después del inesperado traspié electoral, en el Estado de Hesse, donde los partidos de la coalición gobernante sumaron solamente 27% de los votos, en comparación con el 38% obtenido hace cinco años. Colapso que se suma al sufrido en Baviera tiempo atrás. Desde 1966 los democratacristianos no habían recibido tamaña paliza electoral.
La canciller alemana, que en la actualidad tiene 64 años, entendió que ya era tiempo de irse. Después de 18 encabezando la coalición que forjó y consolidó con talento, y de 13 al frente de la política alemana, rinde sus últimos servicios. Promueve un traspaso del poder ordenado, no traumático. Antes pretende favorecer a su partido, evitando una interna que aparece como feroz, para darle oportunidad de “prepararse para cuando ya no esté” y consolidar su rol transformador en la nación más poderosa de Europa.
Merkel marca el fin de una época. Un tiempo en que la sobriedad, la austeridad y la prudencia fueron un sello distintivo. Estilo que comparte con Michelle Bachelet, inspiradora de la mayor revolución cultural que haya vivido Chile en su historia. Esa Michelle Bachelet que, después de dos períodos alternados en la presidencia de su país, encabeza la entidad de la ONU para la igualdad de género y el empoderamiento de la mujer, ONU Mujeres.
El anuncio del retiro de Merkel, insistimos, conmovió el escenario de la política mundial y agravó la percepción de profundidad de la crisis política y económica por la que transita Europa, en el marco de las celebraciones del 25º aniversario del Tratado de Maatrich. Tan lejos -hoy- de aquel clima festivo y esperanzado que embargó todo el viejo continente en 1992, que está dando pasos a tientas para evitar el colapso. El naufragio final de una magnífica idea, que debería sobrevivir.
Perikles Christodoulou, comisario de la Casa de la Historia Europea, recuerda el motor que impulsó la Unión: “Los Estados miembros de las prósperas comunidades europeas querían ir más allá de una simple cooperación económica. La cooperación debía tener también otros niveles.” Además de sentar las bases para el nacimiento del euro una década más tarde, el Tratado de Maastricht aumentó los poderes políticos de la Unión, creó la ciudadanía europea, la política exterior común y estrechó la cooperación judicial. Pero el camino hacia la ratificación no fue fácil.
Los resultados de los referendos que se celebraron en varios países trajeron su carga de desilusiones y sorpresas. En Francia, por ejemplo, el “Sí” ganó por un margen muy estrecho. Dinamarca, en cambio, dijo “No” al tratado y desbarató los planes. Pero nadie quiso profundizar las causas primeras.
Jacques Delors, a la sazón presidente de la Comisión Europea, no ocultó su decepción por los resultados del referéndum danés: “Este ‘no’ al referéndum debe hacer reflexionar a todo el mundo, pero la Comisión sólo puede decir que teme que esto tenga consecuencias”.
Víctor Fernández Soriano, investigador de Historia de la Fonds de la Recherche Scientifique-FNRS, integrados en la Université Libre de Bruxelles (ULB-FNRS), explica por qué supuso un jarro de agua fría para los responsables políticos del viejo continente: “Por primera vez se dieron cuenta de que el entusiasmo que había llevado a las negociaciones europeas antes del referéndum de Maastricht no era necesariamente compartido por las sociedades, por la opinión pública”.
En esas aguas borrascosas navegó Merkel. Dicen que lo hizo con mano de hierro. Supo advertir, a pesar del descreimiento del resto de los gobiernos de la ex Europa Occidental, que asomaba la antipolítica, el resurgimiento y consolidación de las derechas y del neonazismo que prometen -ante el descreimiento en la política de las nuevas generaciones- nuevos fenómenos, “extensos e intensos” como las guerras sectoriales que cada día se acercan mucho más al centro de Europa. Maastricht fue la consolidación de la paz.
Los que sueñan con un mundo autogestionado y precapitalista, al parecer, no quieren reconocer las lecciones de la historia. Han fracasado una y otra vez cuando lo intentaron imponer a lo largo del siglo XX. Italia supo de sus consecuencias en carne propia. Benito Mussolini los fomentó para justificar sus planes políticos. Una vez que se concretó la Marcha sobre Roma y se consolidó en el poder, fueron las primeras víctimas. Los coroneles griegos, a su tiempo, se sirvieron de tamaña ingenuidad política.
Vale la pena, mientras aguardamos el adiós definitivo de Merkel, que completemos nuestro archivo. Nos queda, como primera gran lección, su legendaria capacidad negociadora. Tan importante que ha sido capaz de abrir, antes de partir, una nueva era política en su partido.
La líder conservadora, considerada por la revista estadounidense Forbes “la mujer más poderosa del mundo”, hace además honor a otra de sus virtudes: el pragmatismo que ha regido su vida.
“No nací canciller. Ni siquiera como presidenta. De verdad que no”, recordó en un discurso de aproximadamente media hora que concluyó con una ovación pocas veces recibida por un político, mientras se agitaban pancartas donde se leía “Gracias, jefa”.
Pero, ¿quién es Angela Merkel y cómo se convirtió en la mujer líder del país más poderoso de Europa? Sus biógrafos trabajan a matacaballos. Las editoriales exigen biografías y balances de la mujer y de la estadista que llegó a la política con la caída del Muro de Berlín, en 1989. Un año después sería ministra de la Mujer y de Juventud del gobierno de Helmut Köhl, y en 2000 en presidenta de la CDU.
A sus 64 años, ha dado siempre muestras de su fuerte capacidad de síntesis y de su pasión por el detalle. Camino de emular a Köhl, quien fue su mentor dentro de la CDU, cuando fue investida por cuarta vez consecutiva como canciller en marzo de este año, Merkel ha sabido mantenerse fiel a si misma y proteger antiguas cualidades, como sus nervios de acero. Con una mente analítica, fría y con disciplina luterana, esta doctora en física se convirtió en 2005, no sólo en la primera mujer en gobernar el país, sino también en el primer dirigente político llegado desde el este alemán.
“Ante situaciones emocionales reacciona de manera extremadamente racional. Nada teme más esta científica que situaciones que no haya podido estudiar hasta el final. Lo planifica todo”, analizó la revista alemana Der Spiegel. Algo que encaja con la que, según la propia Merkel, es su máxima en la vida: “En la tranquilidad está la fuerza”.
Reservada en sus emociones, Merkel ha logrado su popularidad sin necesidad de tener siquiera una cuenta en Twitter.
En círculos pequeños -anotan quienes le conocen- se muestra relajada y divertida. Intenta llevar una vida normal junto con su segundo marido, Joachim Sauer, con quien comparte su pasión por la montaña y la música clásica y con quien reside en un piso de alquiler en el centro de Berlín. Allí vivía ya antes de convertirse en la primera mujer al frente del gobierno alemán.