Por Silverio E. Escudero
El abandono intempestivo del poder por parte Mohammad Reza Pavlevi, el sha de Persia, es uno de los grandes enigmas de la historia del siglo XX. Pocos, muy pocos, han logrado aproximarse a las razones por las que el presidente James Carter lo abandonó a su suerte.
A pesar de los enormes servicios que el Shahanshah (Rey de Reyes) y Aryamehr (Luz de los Arios) brindó a Estados Unidos sosteniendo, presupuestariamente, en plena Guerra Fría el quinto ejército más poderoso del mundo.
La pérdida de su poder -el 16 de enero de 1979- a manos del integrismo musulmán fue apenas el comienzo de un largo y trabajoso exilio. Sus amigos, socios y aliados de siempre le cerraron las fronteras para siempre y dejaron de atenderle los teléfonos.
Otros mostraron una sensibilidad especial. Exigían “peajes extraordinarios” que, una vez pagados, desconocieron, dejando en la intemperie al “emperador prófugo”.
Marruecos, Bahamas, Ecuador, México, Estados Unidos, Panamá y Egipto fueron los más generosos.
Se dice que los 122 días de permanencia en México fueron los más caros de la historia. Dinero que, según señalan algunos politólogos y cientistas sociales como Francisco Myers, se perdieron entre los baúles y demás trastos personales del presidente José López Portillo.
La historia recordará al presidente egipcio Anwar el-Sadat como el más leal de todos los amigos del sha. Fue el primero y el último en recibirlo luego de haber seguido con atención los quince meses de rebeliones populares que conmovieron el antiguo imperio persa.
El sha, quien murió prematuramente de cáncer linfático, tuvo a lo largo de su vida profundas relaciones con el nazismo. Hitler, sin embargo, lo odiaba. Tres veces ordenó su muerte para asumir el rol de Luz de los Arios, título honorífico de los persas.
Sus adláteres convencieron al führer de que necesitaban al sha como proveedor de petróleo y no un escenario adicional de guerra civil.
Las exequias fueron extraordinarias. Farah Pahlaví no fue una viuda doliente. Reclamaba para su marido muerto el sitio que, por derecho, le correspondía en la historia.
Nunca antes se había realizado un funeral con tanta solemnidad y grandiosidad en el mundo. Sus restos fueron sepultados en la mezquita Al Rifa, mientras unas 100.000 personas gritaban “Alá akbar” (Dios es grande), los altavoces emitían frases del Corán y sobre pancartas adornadas con el retrato de Sadat se podía leer: “Oh, sha, tus hijos y tu familia están ahora bajo protección del pueblo egipcio”.
Después de la caída del sha, el integrismo se ha propagado a lo largo y ancho del mundo musulmán tras el estrepitoso fracaso del nasserismo. Ese extraño mundo para los occidentales retornó, definitivamente, a sus fuentes. Uqba Ibn Nafi, el mítico general del califato Omeya, durante los períodos de Muawiya y Yazid, fue la fuente de inspiración.
Es aquel que no se detuvo en la orilla del mar. Aquel que había descendido al galope desde los acantilados siguió galopando hasta que las aguas cubrieron casi en su totalidad su caballo blanco para elevar al cielo su sable y exclamar, según dicen los cronistas de entonces: “¡En nombre de Alá, si el océano no fuera un obstáculo llevaría el mensaje del Profeta a tierras aún más occidentales.” Palabras que fueron pronunciadas cuando el legendario conquistador culminaba así en la costa marroquí la conquista del norte del África y tomaba posesión de todo el Magreb.
Ése es el espíritu reinante en el Islam, que solía explicar el arabista italiano Francesco Gabrieli a quienes llegaban a su puerta en busca de las claves del despertar del Islam. Esa consigna se extendió desde el corazón africano a las más remotas islas de la Malasia y revivió en plenitud trece siglos después. “Los musulmanes están llegando” alertaba, allá por 1970, un avispado comerciante de nuestra calle Corrientes, mientras degustábamos un café ante la severa mirada del mítico Martín Paz quien, en pocos minutos, dibujó sobre la mesa de la chocolatería de Ramón los conflictos de todo Oriente.
Los presagios fueron confirmándose
Los Hermanos Musulmanes -grupo integrista nacido a orillas del canal de Suez en 1928, que alcanzó cierta fama durante la –hoy cuestionable- Primavera Árabe- fue creciendo en influencia. Tanto que fue la principal fuerza de oposición del difunto presidente egipcio Hosni Mubarak. Crecimiento que trascendió las fronteras de Egipto y se derramó en el norte de África, en todo Medio Oriente y Asia Central. Sabiendo, además, que su predominio político en China, India y Rusia produjo la integración de fuerzas especiales para favorecer el traslado compulsivo de grupos poblacionales que toman el Corán como única ley y se adiestran para lanzar una nueva fase de la Guerra Santa.
El cuadro situacional no sería completo si omitimos las organizaciones armadas y sus peleas intestinas. Las guerras regionales, en tanto, dejan millones de heridos, mutilados y muertos, siembran odios irreconciliables que se fundan en diferencias metodológicas y doctrinarias que surgen en el seno mismo de la familia de Mahoma, el Profeta.
El panorama se completa con algunos hechos: el descubrimiento del petróleo en la década del 30 -que produjo un feroz enfrentamiento entre los que lo consideraban una bendición especial de Alá que debía ser administrada por los clérigos y la clase política y las fuerzas armadas (que tenía otros planes)-, la Segunda Guerra Mundial, el surgimiento de los movimientos nacionalistas y del llamado panarabismo, con el coronel Gamal Abdel Nasser, en Egipto, y el Partido Baás (De la Resurrección) en Irak y Siria. Los años 70 marcaron el final del auge del panarabismo. Definición equivocada que confunde lo árabe con lo musulmán. El escenario vacío fue llenado por la casta sacerdotal que -como alguna vez apuntó el periodista y escritor francés Yves Cuau – está integrada por jóvenes que han pasado por un instituto tecnológico o facultad de ciencias, que hablan -por lo menos- una lengua extranjera y ven en el islamismo radical el único modelo posible de sociedad.
Con la muerte de los Inmortales -la temible guardia imperial del Sha- y la proclamación de la República Islámica, cientos de dudas han surgido a lo largo del tiempo. ¿Podrá el fundamentalismo islámico -que tanto se parece al desorden de los populismos latinoamericanos- liderar ese proceso político que florece desde Medio Oriente, pese a la guerra siria, y se extiende por tres continentes? ¿Es cierto que la política liderada por la casta sacerdotal es una forma superior de la religión? ¿Será por eso que las consignas políticas son amenazantes, como la que se lee en los muros de El Cairo “Temed a Alá y votad a los hombres sinceros”?
Cada uno de los países busca definir sus perfiles nacionales. Los argelinos, en algún momento de su historia, se definieron como socialismo islámico porque explicaron que “socialismo e islamismo” son sinónimos, una misma cosa, aunque las formas de producción y de distribución de la riqueza son tan injustas como las del capitalismo occidental.
Es tiempo de desplegar nuestro planisferio. Gran Bretaña, Francia, Alemania, Europa, Asia Central, Estados Unidos, China, India y Rusia aparecen distantes. Protagonizan guerras comerciales de enormes proporciones en las que sus líderes políticos muestran perfiles tragicómicos y aparecen temerosos de sus rivales.
“En el mundo árabe-musulmán, al concebir las estructuras terrenales como reflejo de la unicidad divina -enseñaba Gabrieli-, el Islam avanza sin detenerse en las fronteras marcadas sobre las arenas del desierto. Pero, a trece siglos de distancia, su senda ya no son las serenas planicies por las que cabalgaba Uqba Ibn Nafi sino los peligrosos abismos que separan profundamente los países más pobres de los ricos y a los potentados jeques de los miserables beduinos.”
¿La utópica confederación árabe musulmana que imaginaba será la potencia emergente que dominara el mundo a partir de 2050?