Por Carlos Ighina (*)
Alberdi
La de Alberdi siempre fue una parcela urbana grata y familiar para los estudiantes. Para 1918 sólo habían transcurrido ocho años desde que el sector recibió su nomenclatura oficial en homenaje al espíritu pensante y sensible que hubo de distinguir al tucumano precursor de nuestros principios constitucionales. Antes de ello, las tierras y urbanizaciones aisladas existentes hacia el oeste de La Cañada se las conocía simplemente como “las quintas” o camino al pueblito de La Toma, por donde discurría el canal que alimentaba de agua al casco céntrico.
El Paseo de la Alameda, otra de las obras perdurables del marqués de Sobre Monte, era ya un lugar de esparcimiento y sociabilidad que atraía los vuelos románticos de los jóvenes de 100 años atrás, ansiosos muchos de ellos por mostrar sus destrezas de remeros en las mansas aguas del lago artificial en procura del cenador emergente en el centro, meta donde la mayor recompensa era la sonrisa agradecida de la damita, quien no dejaba de mirar de reojo a la chaperona que observaba apoyada en las rejas perimetrales.
A la vera del antiguo Mercado Cabrera, que ocupaba el solar que hoy comparten la Central de Policía y la Escuela Mariano Moreno, se extendía la cuadra que abarcaba la galería de la calle Santa Fe, antes Florida, con sus techumbres protectoras sobre la acera y una sucesión de pequeños cuartos de ventas al menudeo.
Desde 1910 ya lucía el edificio de la Escuela de Comercio “Jerónimo Luis de Cabrera”, en cuya esquina, sobre La Cañada, había tenido su morada cordobesa Leopoldo Lugones. Por su parte, los salesianos se encontraban en su manzana desde 1905. Habían levantado colegio y capilla sobre lo que hasta hacía poco tiempo era un tambo de burras -cuya leche servía para aliviar la tos convulsa-.
La calle Avellaneda era todavía llamada “del Observatorio”, pues a él conducía; mientras que la calle Juárez Celman, obsequiosa del entonces presidente de la Nación, había pasado a denominarse Colón, en 1892. Ésta, todavía angosta, era la columna vertebral del barrio. La línea de tranvías eléctricos Nº 1 comunicaba con San Vicente, pasando por el centro.
Las quintas abundaban tierras arriba, constituyéndose en frescos oasis humedecidos por el riego, proveedores de los productos vegetales suficientes para la población de la ciudad. Uno de los orientadores filosóficos de la Reforma Universitaria, Arturo Orgaz, había fundado en 1905 el Club Belgrano, siendo elegido su primer presidente a los 14 años de edad. En 1917, cuando ya habían comenzado las protestas en el Clínicas, Belgrano se clasificó campeón, aunque el clásico de Alberdi lo ganó Universitario.
El año de la Reforma sería harto difícil para Universitario -raigalmente adherido al barrio por medio de sus seguidores de guardapolvo blanco- por el éxodo de algunos de sus más destacados jugadores quienes, a raíz de los sucesos, regresaron temporalmente a sus hogares. Agónicamente, Universitario logró salvarse del descenso.
Pero Alberdi, con sus historias de aborígenes expatriados desde las guerras calchaquíes y sus verdes nostalgias hortícolas, tenía un hijo consentido: el Clínicas.
El Clínicas
Por los tiempos del estallido de la Reforma, el barrio Clínicas, si bien en expansión, no era objetivamente más que un grupo de casas puntuales en medio de grandes baldíos, lugares éstos que aprovechaban los estudiantes para sus ardorosos partidos de fútbol. El doctor Juan del Boca recuerda que en aquellos años todo el barrio estaba ocupado por estudiantes, cuya mayor parte vivía en casas habitaciones e iba a comer en pensiones.
En sus alrededores, la referencias dibujan un panorama de ranchos de paja que oficiaban de centros sociales, donde se jugaba a la lotería y hasta se velaba a los angelitos, niños pequeños recién muertos, que muchas veces se prestaban de casa en casa para justificar los festejos, so pretexto del gozo de las almitas en el cielo. Las calles eran de tierra y los focos de las esquinas estaban alumbrados a carburo.
El hospital-escuela no sólo hacía gala de su modernidad sino también del prestigio de los grandes maestros que allí enseñaban: Pedro Vella, su director-fundador; Alejandro Centeno, Luis M. Allende, Arturo Pitt y Félix Garzón Maceda, entre otros; además de algunos jóvenes y talentosos médicos que allí aquilataban su experiencia, tal el caso de Ernesto Romagosa y Pablo Luis Mirizzi.
Miguel Bravo Tedín, en su Historia del Barrio Clínicas, nos provee de preciosos elementos para trazar el perfil del barrio hacia 1918, tiempo en el cual las conocidas confiterías de Peredo o Micheli convocaban a gran número de parroquianos, muchos de ellos propensos a los juegos de azar. El bar “El 43” estaba ubicado en la esquina de El Chaco y Santa Rosa, y su dueño, a quien apodaban “El Burro Eléctrico” -por un tic nervioso que exhibía-, era apreciado por los estudiantes, a quienes ayudaba prestándoles plata o cambiando sus giros. Ciertamente, a menudo esos giros eran invertidos en juegos de dados o barajas, con el consiguiente perjuicio para las dueñas de las pensiones.
Los estudiantes pasaban el día de pijama, guardapolvo y alpargatas, y con estas vestimentas, aparentando escasez de tiempo, concurrían a las retortas de la plaza Colón, la antigua, sin el pequeño jardín botánico que el arquitecto David le instaló en 1956, sin la Maternidad sobre la calle Artes -hoy Rodríguez Peña- y con la Escuela Normal en plena construcción; pero, como recuerda don Manuel López Cepeda, con jardines bien cuidados, luciendo canteros floridos y manojos de pensamientos, chinitas y lirios.
Estos estudiantes de Medicina tenían su palacio en el Hospital de Clínicas, y dentro de sus pabellones, su residencia en el Internado.
Precisamente en el Internado tuvo su génesis el movimiento estudiantil que se conocería como Reforma Universitaria, que halló en la decisión de las autoridades de suprimir la residencia estudiantil el motivo necesario, en 1917, para que el Centro de Estudiantes de Ciencias Médicas se declarase en huelga en protesta por la medida.
El Internado era una institución muy querida y tenía sus tradiciones, pese al relativamente poco tiempo de funcionamiento. Una de ellas era la ceremonia de ingreso, siempre dura para el aspirante, pues las exigencias eran muy pesadas. Bravo Tedín menciona la costumbre vigente hacia el año 1918, conocida como “El Catafalco”, suerte de bautismo mediante el cual el estudiante era sometido a toda clase de herejías. Se lo desnudaba y se lo abandonaba en la calle, a varias cuadras del hospital, se lo pintaba, se lo embadurnaba con las más diferentes sustancias y los más insólitos materiales.
Sus bailes fueron célebres. A ellos asistían tanto los estudiantes como los profesores de la Facultad y hasta altas autoridades de gobierno. Sin embargo, a principios de la década del 40 fueron prohibidos por edicto policial, al pasar a ser demasiado macabras las bromas que en ellos se gastaban. La última fue presentar en una sábana blanca la cabeza de un italiano que se había suicidado.
También los barrios populares se conmovieron con las revueltas de la Reforma porque las pulsiones estudiantiles se expandieron vibracionales en la dimensión entera de la ciudad, observando a la distancia, desde sus apostaderos marginales, tratando de entender, adhiriendo como una sugerencia intuitiva, humildes y atentos, ya en esos arrinconamientos que mencionamos como en otros de la fisonomía de El Alto de la Hilacha, El Bajo de los Perros, La Ciudad Perdida, La Tribu y, en fin, allí donde los cordobeses de 1918 vivían y sentían.
Dicen que Córdoba era su Universidad, pero tal vez también la Universidad era Córdoba.
(*) Abogado-notario. Historiador urbano-costumbrista. Premio Jerónimo Luis de Cabrera