Por Carlos Ighina (*)
Para 1918, tiempo de la Reforma Universitaria, los barrios de Córdoba constituían un micromundo aparte. A los ya tradicionales de San Vicente, Alta Córdoba y General Paz -“suburbio disciplinado en el orden y en el trabajo, General Paz se levantaba diariamente al alba, esperando que el pito del taller lo convocara con su triple llamado en media hora …”, recrea la memoria de don Juan Filloy- se agregaban otros no tan pacíficos ni laboriosos, pero si expresiones de una Córdoba que había acumulado centurias de comechingones, esclavos, criollos y aventurados peregrinos del mundo, congregados más allá de las 70 manzanas y aspirando desde una prudente lejanía los aromas de los aires doctorales.
El Infiernillo
Muy cerca del Clínicas, corazón bullente de la Reforma, estaba “El Infiernillo”, un basural ubicado casi en los límites del hospital-escuela -flamante orgullo edilicio y de las ciencias médicas-, apestoso arrinconamiento que el doctor Juan E. Vélez describe como constituido por “dos cuerpos de edificio levantados paralelamente en un terreno de 50 por 50, más o menos, con techos a dos aguas, constando cada cuerpo de catorce piezas, siete a cada lado”.
El mencionado cronista de época agrega que el confuso conglomerado databa de tiempo inmemorial y sus condiciones de higiene eran deplorables, al extremo que una de las habitaciones, ya sin techo, servía de comunitario retrete, siendo depositadas las materias fecales en el mismo piso, por carecerse de pozo negro. Temor e inquietud del vecindario, era considerado un barrio de cirujas, al pie de cuyas insanas viviendas comenzaba la fetidez del basural, mientras que desde el oscurecer la única luz nacía de un solitario candil.
El mismo Juan Filloy recuerda también el barrio “La Bomba”, famoso en la crónica policial, y explicita que su nombre no aludía a ningún artefacto hidráulico –aunque sí existía en sus inmediaciones- sino al letrero de una almacén sito en el lugar que “mostraba a un tipo remontando un barrilete redondo”. La Bomba era una arisca congregación de convivientes, tan de arrabal y de gente brava como sus vecinos de La Cruz, El Abrojal y el mismo El Infiernillo.
El Abrojal
Era un asentamiento precursor de la expansión urbana conformada por excluidos de la cuadrícula original, integrado en su gran mayoría por vecinos de usanzas criollas, muchos de ellos hábiles para el cuchillo, entre los que no faltaban antiguos “cadeneros” –mano de obra violenta- de las huestes de don Marcos Juárez.
Uno de sus personajes más popularizados, a la sazón ya en plena posesión de sus artes guitarriles y de su personalidad cantora, era el luego casi mítico “Cabeza Colorada”, para 1918 un mozo de aproximadamente 28 años, cabellera color zanahoria, tuerto del ojo izquierdo, robusto, con cerca de 140 kilos, que se ganaba la vida –y muy especialmente las noches-, animando casamientos, cumpleaños, bailes y hasta velorios. Este singular habitante del “El Abrojal” tenía su morada en un rancho de adobe crudo, con techo de paja impermeabilizado con barro, cercana a la actual calle Montevideo, y realizaba sus presentaciones artísticas más habituales en el As de copas o El Gringo de la Copa, en la esquina de Rivadavia y Rincón, pleno dominio de la Seccional Segunda.
El Abrojal lindaba con la demarcación de barrio Observatorio, que ya contaba, desde 1871, con el importante establecimiento astronómico creado por Sarmiento.
La Segunda
En las inmediaciones del antiguo Mercado de Abasto tenía su emplazamiento el no menos temido barrio “El Cuchillo”, “sector peligroso, similar a aquel otro que se extendía en proximidades del Parque Las Heras”, lindero al territorio del Bajo o barrio “Orillero”.
El Orillero era por entonces el pulmón oscuro de la Segunda, encuadre policíaco donde tenía su casa Deodoro Roca, con el mentado “Triángulo de la Muerte” como epicentro de sucesos teñidos en sangre, donde estaba ubicado el boliche de la respetada Negra Fidelmina –o la “Negra Macho”-, mujer que con éxito sabía enfrentar a las partidas policiales o a borrachines descontrolados, chupando un toscano y lanzando desafiantes bocanadas de humo.
Cerca del viejo Mercado Norte existían otros lugares non sanctos como “La Vieja Micaela” y “La Paulina”, próximos al río, sobre la calle Libertad hasta el bulevar Guzmán, que se distinguían por la animación de sus pianos eléctricos. Evoca Romanzini que allí, en el Mercado Norte, apenas se trasponía la entrada principal por la calle Sarmiento, tenía su puesto de carnes don Cristino Tapia, padre de los conocidos hermanos Tapia: el ñato, el gordo y el chico, este último el popular cantor y compositor que entabló íntima relación con Carlos Gardel.
La Plaza del Caballo, emplazamiento de la estatua ecuestre del general Paz, era el espacio social de la Segunda. Fue lugar de encuentro de la muchachada de la Reforma Universitaria y en el agitado año de 1918 cobijó a muchos enfervorizados jóvenes que probaron sus lanzas de oradores en medio de sostenidos cánticos de adhesión. Romanzini la define como “punto obligado de procesiones cívicas, religiosas, militares, estudiantiles y gremiales”.
A su frente, en General Paz 556, estaba la Confitería del Buzón, de los hermanos Balzzano, parada indisimulada de los farristas de entonces en sus desplazamientos hacia los peringundines del Bajo. En los umbrales de sus ventanas hacían un alto para beber suissé, una suerte de ajenjo, popular bebida de aquellos tiempos.
Después, proseguían su periplo de jarana en demanda del Bar Victoria, en Alvear y Libertad, propiedad de Pepe y Trinidad Sauret, que brindaba la interesante atención de sus camareras, entre las que sobresalía la tucumana Teresa, buena moza que competía en atractivos con Gloria, estrella femenina de otro concurrido bar de calle Rivadavia, entre Rincón y bulevar Guzmán.
El tango tenía sus aposentos en aquellos lugares acurrucados por el río. Al Bar Victoria ya lo llamaban “la catedral del tango”, pero entre todos los boliches y cafetines del sector se distinguía la confitería de don Ciriaco Ortiz, la de calle Alvear al 700, entre Libertad y Rincón, donde el viejo Ciriaco –padre del luego famoso Ciriaquito Ortiz, celebrado en Buenos Aires por sus dotes bandoneonísticas- lucía sus condiciones de precursor en la ejecución del fueye, junto al no menos afamado Antonio Moyano.
En el Petit Pelayo, de Maipú y Oncativo, actuaba el conjunto de Antonio Seghini, otro conocido músico de la noche de la Segunda –que durante la semana atendía su taller de zapatería-, tan popular como lo eran, con justa fama, Sebastián Sena y los hermanos Serna.
Zona de cuidado, transitada por un elemento por demás bravo, motivaba actitudes que nos parecen extrañas, como las del turco Constantino, quien a las 8 de la noche, en punto, clavaba por dentro la puerta de su almacén, para evitar visitas desagradables.
Sin embargo, la cuota romántica estaba dada por el Parque Las Heras, paseo de enamorados en horas diurnas y remanso de inspiración permanente para los infaltables poetas que lo frecuentaban, amparados por la fortaleza de sus rejas y cobijados por la frescura de sus árboles.
Los barrios, a la vez sencillos y bravíos, que se prodigaban espontáneos en torno a las conspicuas residencias del centro, con sus maneras tan disímiles a las formalidades de los viejos cordobeses, dieron también su sonrisa adhesiva a la revuelta con que los “niños” que estudiaban expresaban su descontento. Además, muchos de ellos, eran antiguos conocidos de joviales noches de tango, parrillas y suissé.
Sin duda que no está todo dicho, pues los barrios son más y algunos especialmente significativos para la eclosión de la Reforma Universitaria. Es cuestión de proseguir con su mirada.
(*) Abogado-notario. Historiador urbano-costumbrista. Premio Jerónimo Luis de Cabrera