Fue quien pergeñó las normas que harían de la pequeña ciudad de Roma un imperio. Por Luis R. Carranza Torres.
La historia de Roma, al igual que la de toda la humanidad, es pródiga en olvidos de ciertos personajes. Por cronología, podemos decir que el primero de ellos resulta ser Numa Pompilio. Se trató del segundo rey de los romanos luego de Rómulo, del que era concuñado.
No era propiamente romano sino sabino. Dirá sobre él Tito Livio, en su historia de Roma: “Vivía, en esos días, en Cures, una ciudad sabina, un hombre de renombrada justicia y piedad: Numa Pompilio. Estaba tan versado como cualquier otro en esa época pudiera estarlo en todas las leyes divinas y humanas”.
Con tales credenciales era obvio que su nombre sonara para rey, en el período de vacancia del trono causado por la muerte de Rómulo, fundador de la ciudad.
Los senadores romanos, en cuyas manos estaba la elección del monarca, dudaban de aceptar a un extraño a la ciudad, pero nadie se atrevía a levantar a un candidato propio o a cualquier senador o ciudadano en vez de él. En ello, las mezquindades de la política foral influyeron tanto como el buen nombre del candidato. Los dos principales postulantes locales, Proclo y Veleso, estaban virtualmente empatados en la elección.
En consecuencia, por unanimidad acordaron ofrecerle la corona. Cuando fue invitado a Roma al efecto, Numa, en lugar de aceptarla, pidió que se siguiera con el precedente establecido por Rómulo de consultar antes a los augurios. Fuera un gesto de respeto a la tradición, un signo de devoción a los dioses o un mero cálculo político, el resultado no pudo serle más satisfactorio. Su observancia de la tradición romana calmó las dudas de la mayoría de los senadores respecto de su fidelidad a la ciudad del Tíber.
Según Plutarco, en tanto se esperaba el resultado de los augurios, “apoderose entonces de toda la plaza y su inmenso gentío un increíble silencio, estando todos en grande expectación y como pendientes de lo que iba a suceder, hasta que las aves dieron faustos agüeros y volaron derechas”. Los augurios fueron favorables y se convirtió en el segundo monarca de los romanos, bajando a saludar desde la colina del senado vestido con la ropa púrpura reveladora de su nuevo rango.
Su gobierno fue pródigo en cambios, estando su actuación presidida por la necesidad de establecer leyes y valores que permitieran a esa sociedad permanecer en el tiempo.
Como expresa al respecto Tito Livio: “Habiendo en esta forma obtenido la corona, Numa se dispuso a fundar, por decirlo así, de nuevo, por las leyes y las costumbres, la Ciudad que tan recientemente había sido fundada por la fuerza de las armas. Vio que esto sería imposible mientras estuviesen en guerra, pues la guerra embrutece a los hombres. Pensando que la ferocidad de sus súbditos podría ser mitigada por el desuso de las armas, construyó el templo de Jano, al pie del Aventino, como índice de la paz y la guerra”.
Las puertas del templo de Jano estaban abiertas durante los tiempos de guerra para que el dios pudiera traerles equilibrio y sabiduría para actuar y conseguir que la paz reinara de nuevo. Y eran cerradas cuando Roma estaba en paz con “todas las naciones circundantes”.
Y como todo gobernante sabio conoce que la paz hay que ayudarla, llevó a cabo acuerdos en tal sentido con las ciudades cercanas. Fue además el creador de las principales instituciones religiosas, del culto público, los lineamientos del privado de cada gens e instaurador del Templo de las Vestales.
En cuanto a la vida social, reformó el calendario: lo dividió en doce meses lunares, iniciativa que ha permanecido, con algunos cambios, hasta nuestros días. También, organizó una corporación de artesanos en resguardo de sus derechos y regulación de la actividad, constituida por ocho distintas clases de ellos: flautistas, orífices, carpinteros, tintoreros, zapateros, curtidores, broncistas, alfareros.
Una de sus mayores preocupaciones fue dotar a la iniciática ciudad de leyes justas. Cuenta al respecto la leyenda que Egeria, una ninfa del séquito de Venus que habitaba en la fuente o manantial de Porta Capena en Roma, lo visitaba en la noches para aconsejarlo respecto de cómo resultar un rey justo y sabio, inspirándole una profusa legislación, mayormente de carácter sacramental.
Asimismo, la leyenda adjudica a tales visitas nocturnas otra consecuencia no menor: la ninfa en cuestión, protectora de las novias, las futuras madres y los partos, terminó desposando al rey.
A su muerte, el monarca pidió ser enterrado junto a los libros en que se recopilaron tales leyes, a fin que éstas, según Plutarco, “fueran preservadas en la viva memoria de los sacerdotes del estado, en vez de conservarse como reliquias sujetas al olvido y al desuso”.
En palabras del historiador Tito Livio: “Las virtudes de Numa fueron el resultado de su carácter y autoformación, moldeados no tanto por las influencias extranjeras como por el rigor y disciplina austera de los antiguos sabinos, que eran los más puros de los que existían en la antigüedad”.
Eran las que había puesto en práctica para organizar esa ciudad junto al Tíber, dotándola de leyes y valores que le permitirían en el tiempo, gran dosis de esfuerzo de sucesivas generaciones mediante, alcanzar a ser un inmenso imperio.