Por Carlos Ighina (*)
Cuando evocamos los días de la fundación de la ciudad de Córdoba hay una pregunta que se hace natural: ¿por qué los de Cabrera eligieron este lugar para habitarlo?
La respuesta también parece natural: por el río. El río, con su capacidad potencial conjugada a la evidente feracidad de la tierra y a la benignidad del clima, fue el elemento determinante para que la expedición se detuviese definitivamente en este preciso lugar.
Ahora bien, corresponde otra pregunta: ¿por qué en la margen norte, allí en el actual barrio Yapeyú?
Las teorías son variadas. Las hay de fundamentación estratégica, las hay jurídicas y las hay de ubicación ante la topografía concreta. La justificación de estrategia militar no necesitaría de mayores explicaciones.
Toda fortaleza se ubicó siempre en lugar elevado, en un sitio dominante. Aun los mismos aborígenes establecieron sus pucarás en las zonas altas.
Las razones jurídicas también son atendibles, pues las Leyes de Indias ordenaban respetar el lugar de emplazamiento natural de las poblaciones originarias y los comechingones estaban radicados en la parte baja del valle del Suquía. No podría Cabrera, por lo tanto, desalojar a los naturales y afincarse en las tierras bajas.
En cuanto a la conformación topográfica, el esquema inicial no carece tampoco de cierta lógica. Instalándose en la zona alta, es decir, en la banda norte del río, los españoles evitaban el peligro de las inundaciones, porque no debemos olvidar que el río del siglo XVI era caudaloso y potente, capaz de causar serios estragos en sus crecidas cuando las tormentas originadas en las sierras o en el área de La Lagunilla, en las nacientes de La Cañada, hinchaban su lomo, haciéndole atropellar las tierras aledañas con efectos devastadores.
Es que cuando el río se salía de madre su expansión era por demás pavorosa. Don Pedro Ordóñez Pardal, aquel sanvicentino enamorado de su espacio vital, cuenta que en 1925 Córdoba vivió una zozobra angustiosa a causa de ello. Fue cuando el pánico se hizo colectivo y cundió el temor de que peligrase la estabilidad de la contención de las aguas por el taponamiento de los vertederos del tan cuestionado dique.
De aquellos tiempos, los sanvicentinos recuerdan que una de las crecientes se llevó el depósito de una fábrica de velas que estaba en Argandoña al 2100.
Pero, volviendo al tema inicial, lo cierto es que el sitio bajo estaba expuesto a las frecuentes inundaciones del río y de La Cañada, a tal punto que no se explicaría el propósito de Cabrera de trasladar el asiento originario del poblado, como lo manifestó expresamente en marzo de 1574, dos días antes de la llegada de Gonzalo de Abreu, si no hubiese cobrado demasiada importancia el problema del riego. Relatan las crónicas que los aborígenes ya tenían acequias construidas a la llegada de los conquistadores, a lo largo de la zona baja; tarea ésta impracticable en las tierras altas de Yapeyú.
En los cuatro años de espera transcurridos entre 1573 y 1577, cuando Lorenzo Suárez de Figueroa traslada efectivamente la ciudad a su actual lugar de emplazamiento, pudieron sopesarse todas estas circunstancias, atendibles de por sí cada una de ellas, de modo de poder tomarse una decisión madurada en el marco de la prudencia política.
Cabrera -y, en su seguimiento, Suárez de Figueroa- habría optado por asumir el peligro de las inundaciones a cambio de una localización propicia para el cultivo por la facilidad del riego.
A esto debe agregarse la desaparición del obstáculo jurídico, pues los comechingones, a la época del traslado de la ciudad, habrían abandonado voluntariamente su primitiva ubicación.
Fue, el nuestro, un río que -sin duda- complicó la vida a muchos de cuantos nos precedieron en la vivencia secular de la Córdoba que compartimos, con sus crecidas, con su ancho desbordante, con sus profundidades; pero fue, también, siempre, un río generoso, un río paternal y vertebrador, al cual todo le debe la ciudad. En tiempos del marqués de Sobre Monte, por ejemplo, las pendientes del oeste hicieron posible la construcción de una acequia alimentadora del gran estanque ubicado en el paseo que lleva su nombre, posibilitando, a la vez, el regadío de numerosas quintas que paulatinamente se fueron conformando, dando lugar a la consolidación de un sector suburbano con núcleos como la Quinta Santa Ana y el pueblito de La Toma, en la región del actual Alberdi, una caserío de aborígenes, pero también un suelo experimental para aventurados quinteros.
Este elemento nuevo a partir del río, la acequia, permitió una expansión urbanística hacia el oeste, superando el límite añejo de la ciudad, marcado desde hacía tres siglos por La Cañada, como bien lo hace notar Alfredo Terzaga.
De esa acequia antigua del oeste se sirvieron luego los sanitaristas para la instalación, en 1882, de las primeras aguas corrientes. En Alto Alberdi, precisamente, estaban los depósitos de depuración.
Siendo gobernador Reynafé, aquel tulumbano comprometido con la muerte de Quiroga, el gobierno ordenó construir defensas sobre el río, requiriendo de cada familia, comercio, barraca o taller el aporte de un hombre con azada, pala o pico. Los conventos, por su parte, debían contribuir con tres hombres.
En ese tiempo, los desbordes del río significaban una de las tres latentes amenazas de inundación. Las otras dos eran las crecidas de La Cañada y las aguas de lluvia que en las grandes tormentas caían desde los altos.
Hay también referencias de esa época indicadoras de que, a la altura de la actual calle Rodríguez Peña, salía un brazo del río para correr cercano a las hoy calles Humberto Primero y Sarmiento. Este brazo fue una preocupación para el municipio, que finalmente resolvió desviarlo. No nos olvidemos del llamado río Chiquito, que hacia fines del siglo XIX transcurría por las inmediaciones de la Casa de los Galíndez y particularmente por los aledaños de la calle Santa Rosa, bañando tierras que luego sirvieron como sustentación de edificios como el de Radio Nacional, cuyo subsuelo se ha inundado a menudo como atendiendo reclamos de los viejos fueros de ese vástago del Suquía.
Es el del río un tema inevitable para los cordobeses, tanto como para llenar horas de charlas, siempre convocantes y llenas de interés afectivo.
Es que el río es también un suscitante espiritual, como diría algún pensador, más allá de su fuerza física, más allá de sus potencias materiales. Su rumor, su aroma, su frescura son elementos de efectos anímicos conformantes de caracteres, de sensibilidades y hasta de un humor particular.
De pronto, es probable, como habitantes de un espacio entrañable, que debamos acudir al río motivador como núcleo de una propuesta de proyección urbana sustentable, respetuosa de la naturaleza, de sus designios, de sus exigencias ecológicas, si queremos transitar por la senda de un progreso ecuánime con las necesidades vitales del hombre.
Pero el río es también un libro abierto donde puede leerse el anecdotario, a menudo vertido en historia, de gentes que han cumplido ciclos centenarios acunados por sus aguas, desde aquellos hombres jadeantes en el vadeo de su cauce o el chapoteo de las recuas de mulas arriadas hacia el Potosí, hasta las lavanderas ligeras de ropas que preocupaban al gobernador Sobre Monte o los reductos non sanctos que lo orillaban mientras el tango comenzaba a despertar por un costado incontrolable de la pulcra aldea universitaria que era Córdoba.
Cerremos los ojos, dejémonos acariciar por el viento de los tiempos y, al abrirlos, veremos –símbolo zoológico de pervivencia y de permanencia- como se desliza, aun en los tramos de cemento, la legendaria “vieja del agua”.
(*) Abogado-notario. Historiador urbano-costumbrista.
Premio Jerónimo Luis de Cabrera.