Los mitos y las leyendas que conforman el imaginario colectivo de una historia sectorial relativamente reciente, como lo son los que comprenden a lo que es hoy barrio Güemes, suman entre otras expresiones duendes y fantasmas que permanecen en las creencias populares y que datan desde fines del siglo XIX y principios de la centuria pasada.
Por Carlos Ighina
Por aquellos tiempos, esta gente apegada a trascendidos y supersticiones seculares no disponía más que de lámparas de sebo para apenas alumbrarse en la intimidad de sus hogares, puesto que las farolas a gas de carburo de calcio sólo bastaban para alcanzar un tenue brillo en las esquinas comprendidas desde muy antaño por la cuadrícula de la 70 manzanas originales que mandó a trazar don Lorenzo Suárez de Figueroa, en 1577.
Aún en las primeras décadas del siglo XX, las sombras campeaban por esas regiones arrimadas al límite urbano que determinaba la calle San Juan, colaborando al ambiente propicio para recrear temores insondables de vigencias ancestrales, presencias espeluznantes y misterios profundos de la vida y de la muerte.
En ese marco tenebroso, lleno de enigmas aparentemente inexplicables, cobraban realidad esos mitos de largo arraigo, que llegarían a disiparse sólo con los avances del progreso en materia urbanística, en particular con el mejoramiento de la iluminación que contribuía a humanizar los vericuetos callejeros.
El sitio más estremecedor, madriguera de fantasmagorías, estaba demarcado a ambas orillas del viejo cauce del arroyo de La Cañada, inquietante desde siglos atrás por sus furiosas crecidas. Allí, ocultos en las noches del contiguo tajo hidrográfico que naturalmente separaba el centro histórico de las zonas descampadas, se albergaban los misterios.
Ya mencionamos, por lo menos a modo ejemplificativo, parte del conjunto tan numeroso como variado de estas preocupaciones extranaturales que mantenían en vilo a los antiguos moradores de la comarca abrojalera, pero dijimos que nos íbamos a detener en una de ellas, prototípica, significativa por sí misma de todos los miedos de una ciudad estudiosa y rezadora. Pero si embargo medrosa en grados perturbadores: la Pelada de La Cañada.
La Pelada de la Cañada fue el más célebre de todos aquellos fantasmas o espectros de esa Córdoba en penumbras. Era dueña en una geografía generadora de sustos, que avanzaba desde los bordes australes de Pueblo Nuevo hasta el viejo puente de la calle 27 de Abril y todavía alargaba sus correrías hasta cerca de las aguas del Suquía.
Entre las muchas versiones de su fisonomía, puede valernos la que da don Azor Grimaut en su Duendes en Córdoba, que la describe como un bulto de mujer de baja estatura, vestida de luto, con un manto que cubría su cabeza y le ocultaba el rostro.
Se aparecía a orillas del Calicanto, dando la imagen de una muchacha menuda que emergía imprevistamente de la oscuridad para seguir los pasos de un sorprendido transeúnte, ganado de inmediato por imaginables temores, quien, alimentado por una espontánea adrenalina, apuraba sus movimientos en una irrefrenable afán por evadirse de esas inesperadas sensaciones.
La aparición lloraba desconsoladamente, a la par que no cejaba en la persecución del desafortunado caminante. En ocasiones, el encuentro solía suceder en el cruce de las calles San Juan y Belgrano, iluminado solamente por las débiles luces de las farolas; era entonces cuando la mujercita se quitaba el velo y ponía al descubierto un rostro cadavérico, mostrando a la vez su cráneo totalmente rasurado.
La modalidad, al parecer, era impresionar a hombres solos (por lo general trasnochadores) que regresaban de sus entretenimientos de juerga, quienes, en lo sucesivo, por justificables temores, variaban, aun a cuenta de largos rodeos, el trayecto del regreso a los rancheríos que habitaban.
Las buenas mujeres de la barriada rezaban rosarios y rescataban jaculatorias para alejar esa presencia doliente que llenaba de escalofríos la cerrazón de sus noches, calificándola como un alma en pena o espíritu purgante que necesitaba oraciones.
Pero aparentemente existía otra Pelada de similares características físicas que no derramaba lágrimas ni se expresaba en gimoteos. Más pícara y atrevida.
Su diversión era -refieren los cronistas que afortunadamente se han detenido en el rescate de estas evocaciones, que de no ser así se hubiesen extraviado de la memoria colectiva- mimetizarse entre las piadosas mujeres que marchaban hacia la primera misa en el templo de la Compañía de Jesús, para luego, con ligerísimos movimientos, despojarlas de sus rosarios de cuentas, cruces y libros de plegarias, sacrílego botín que luego, con total desparpajo, arrojaba entre yuyos y matorrales.
José Salas, actor y director teatral, reconocido impulsor de los talleres de expresión corporal para la tercera edad en los centros culturales municipales, acostumbraba solicitar a sus alumnos la evocación, a modo de relato escrito, de un sucedido o de un personaje que los hubiese impactado en ese período de su vida.
Una de las talleristas trasmitió lo que sigue, proponiendo como protagonista al “zorro” Acosta, un vecino de los alrededores de La Cañada, de mediana edad y de buena consideración entre los que lo conocían.
El “zorro” Acosta estaba obsesionado con la presencia en el sector de la famosa llorona, y el Día de los Muertos, el 2 de noviembre, tras pedir la bendición al padre Modesto Domínguez -sacerdote escolapio y muy apreciado docente con residencia en el Colegio Santo Tomás- llevando en una de sus manos un pito de policía y sólo acompañado de sus rezos, se lanzó a caminar por la ribera del arroyo, devorando cuadras lleno de ansiedad. Por fin, lo que más que una aventura consideraba una empresa espiritual, tuvo su recompensa.
A la altura de la casa donde vivió Leopoldo Lugones -Santa Rosa y La Cañada- se topó, en la más absoluta soledad, con una figura que respondía a los rasgos de su férvida imaginación.
-Te saludo, hermana, con la protección de Dios -alcanzó a decirle-.
-¿Quién eres? ¿Eres un espectro?, le preguntó.
-Soy un espectro. Ves un espectro. Soy madre, vine caminando desde el cementerio San Jerónimo. Aquí el dolor se transforma, porque en una noche como ésta la creciente se llevó a mis dos hijos. Culpa mía, por haberlos dejado solos, para ir a los brazos de un amante. Aquella noche perdí el cabello.
-¿Eres un espíritu?
-Sí. Soy una visita. Ves mi espectro, pero soy un espíritu.
Dicho esto, siempre de manera entrecortada, con silencios marcados por el sufrimiento, su apariencia se desvaneció en la noche.
El “zorro” Acosta murió al poco tiempo. La doliente nunca más apareció.
Azor Grimaut le cantó con estos versos a este ser tan acongojante como misterioso:
Peladita, Peladita / Que llorabas muy sentida / En las tristes mañanitas / La pena de nuestra vida // Pelada de La Cañada / ¿Qué dolor te atormentaba? / Si estabas enamorada / A nadie se lo contabas.
Con estos trascendidos se tejieron las historias de la pelada, la llorona, la pequeñita, la pícara, la chica, la de fines del siglo XIX, la de buena parte de la primera mitad del XX. La que aparecía por Belgrano -entre Montevideo y Duarte Quirós-. La que asustó al sargento Cemita en Bolívar y Montevideo. La de las alumbraciones, la que aterrorizó al turco en 1895, la que tomaba por guarida el vejo puente de 27 de Abril. La que crecía y se achicaba, la que todavía hace que los turistas de todas parte pregunten por ella.
“Pe-la-da, / de la ca-ña-da, / que se le-van-ta / de ma-dru-ga-da.”.
Así, con pronunciación cortada en cada sílaba, cantaban los chicos de Pueblo Nuevo y El Abrojal. Es que el mito de esta presencia espectral se hizo carne en el imaginario colectivo de varias generaciones.
(*) Abogado-notario. Historiador urbano-costumbrista. Premio Jerónimo Luis de Cabrera.