Por Luis Carranza Torres* y Carlos Krauth **
Hace un par de fines semana dos espectáculos que, prima facie, eran considerados fiestas populares, terminaron en desgracias. Nos referimos a las muertes de Emanuel Balbo en el clásico Belgrano-Talleres y de Pablo Villafañe en el baile de “La Mona” Jiménez.
Lamentablemente, es recurrente este tipo de acontecimientos -no olvidemos que hace poco expresábamos nuestra preocupación por lo ocurrido en Olavarría, con la “fiesta ricotera”- y podríamos dar decenas de ejemplos. Sería un tan triste como real y descarnado ejercicio de memoria, tal vez necesario, ya que a poco de ocurridos, y pasados los primero momentos de mediatización, los vamos olvidando.
Tal vez por ello siguen ocurriendo, pese a las voces que cada vez que se producen se levantan, tratando de explicar lo obvio, y pidiendo decisiones definitivas y condenas ejemplares. Vale decir que muchas de esas voces provienen de quienes son responsables directos de solucionar el problema, que sobreactúan para ver si su cuota de aporte a la catástrofe pasa desapercibida. Pero no son los únicos responsables.
No hay dudas de que garantizar la seguridad ciudadana, que requiere que las personas puedan gozar libremente de sus derechos fundamentales, es un deber primario de las instituciones públicas, que deben garantizar su ejercicio y responder con eficacia cuando éstos son vulnerados.
Sin embargo, no sólo el Estado debe dar respuestas a estas cuestiones. Afirmar esto es “poner la pelota en campo ajeno” y no hacernos cargo de que, en la proporción correcta, también es obligación de los particulares.
En primer término, no debe olvidarse que eventos como los citados son espectáculos privados altamente lucrativos que impactan en el ámbito público. Dada esta circunstancia, son sus productores quienes deben garantizar, mediante una correcta organización, la seguridad. También son los protagonistas, principales o secundarios, de aquéllos quienes deben evitar llevar adelante conductas que fomenten o avalen cualquier tipo de violencia.
Pero el campo de las responsabilidades no se agota acá, ya que también alcanza a quienes participamos como espectadores. Somos nosotros, los ciudadanos, los que tenemos que adoptar conductas más racionales. Es cierto que en tiempos en los que nos quieren convencer de que los valores son relativos y de que la moral depende de cómo la entiende cada uno, parece difícil pedir lo que pedimos. Sin embargo, no es así.
Sumarse a pegarle a otro o arrojarlo a la nada porque otros lo hacen, es gravísimo. Pero, a nuestro entender, lo más grave es que lo hagan ante la indiferencia de muchos, que no toman parte del hecho pero tampoco mueven un dedo para detenerlo.
Evitar que semejantes “salvajadas” ocurran requiere que actuemos con decisión a la par de la racionalidad. No pidamos una sociedad con convicciones sobre nada si el “no te metás” sigue, pese a todo el daño que nos ha hecho, vivito y coleando.
En otras palabras, si dejamos de lado el individualismo egoísta, los instintos o las pasiones y actuamos como seres humanos respetuosos del otro, comprometidos con que no le hagan al otro lo que no nos gustaría nos hicieran a nosotros, seguramente no lamentaremos más casos como los señalados.
(*) Abogado. Doctor en Ciencias Jurídicas. (**) Abogado. Magíster en Derecho y Argumentación Jurídica