Por Silverio E. Escudero
Los periodistas han sido, a lo largo de la historia, una fuente constante de conflictos con el poder. Los epítetos que han sabido ganarse por su desfachatez y atrevimiento se pueden integrar en una enorme enciclopedia que refleja el fracaso de los gobiernos y de los grupos de poder para censurar su trabajo mediante amenazas de despido, cárcel, tortura o muerte.
El periodista tiene la virtud de percibir en qué lugar la urdiembre de la historia –producto de acuerdos políticos y sociales, muchos de ellos espurios- presenta debilidades y flaquezas. Algunos de esos hilos, al ser extraídos con extrema prolijidad, pueden provocar cambios radicales, poniendo en marcha el pasado “como un espumante mar de estimulantes posibilidades.”
Uno de esos “seres perversos” fue, sin duda, William Howard Russell, cuyo nombre -pese al transcurso del tiempo- es tenido como causante de todos los males que padece el Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte, todas sus colonias y naciones asociadas por medio de la Mancomunidad de Naciones (Commonwealth). Condena que no pudo ser abolida ni por el todopoderoso Winston Spencer Churchill que temió despertar la ira del espíritu de la Reina Victoria y la de su marido, el príncipe Alberto de Sajonia-Coburgo-Ghota, que reclamó para sí el honor de colgar de una viga al siempre intrépido escriba.
Nuestro personaje, que había nacido en Dublin (Irlanda) el 28 de marzo de 1821, fue el primer corresponsal de guerra de la Historia que no solo modificó las formas de ejercicio de esa peligrosa profesión, hasta entonces en manos de oficiales de los ejércitos en combate sino le dio un sentido ético, por este tiempo olvidado. Transmitía desde los frentes, como corresponsal de The Times, información cifrada y claves de su coleto que resultaron imposibles de descifrar a los servicios secretos de Gran Bretaña, Rusia, Turquía y Francia, potencias comprometidas en la Guerra de Crimea.
La decisión de The Times de enviar a su periodista estrella al frente de batalla significó romper todos los moldes y convenciones sociales cuanto a las tradiciones del periodismo. Por primera vez, ojos civiles criticaban las deficiencias de las fuerzas armadas y desatenciones médicas que padece el ejército británico, cuyos soldados –denunciaba Russell- morían sin que se hiciera “un mínimo esfuerzo para salvarlos.”
Escribió –insistimos- sobre cómo numerosísimos soldados británicos caían como moscas por culpa de una mala planificación o las pésimas condiciones en las que se encontraban en sus respectivos campamentos, llegando a utilizar el ejemplo de que cualquier mendigo londinense, en comparación con los soldados británicos en el frente, vivía como un príncipe.
Una de las mayores hazañas del “hombre del Times” fue ser testigo de excepción desde una colina cercana de la batalla de Balaclava, librada el 25 de octubre de 1854, combate en la que se produjo la famosísima Carga de la Brigada Ligera. En ésta, los 600 hombres de la Brigada de Caballería Ligera se equivocaron de dirección en su avance y cargaron por error hacia las posiciones rusas a través de un estrecho valle dominado en sus alturas por las baterías de cañones rusas.
La artillería llegó desde todos lados a las tropas británicas, que fueron masacradas, sobreviviendo menos de un centenar de hombres y dejando para la posteridad la famosa frase de “hacia el valle de la muerte cabalgaron los 600”. El cronista se queja de la ineptitud manifiesta de sus comandantes, posición que habían ganado a fuerza de coimas y sobornos y no por su capacitación y talentos. La crónica inspiró al poeta Alfred Tennyson, también conocido como lord Tennyson, a escribir su más célebre poema que, a la postre, fue apenas reconocer, en justicia, la tarea de Russell.
La crónica apareció en la edición de The Times del 14 de noviembre de 1854 e hizo saltar por los aires la propaganda bélica del gobierno y provocó su dimisión.
Éste es, apenas, un fragmento, para evitar las trampas de la memoria: “A las diez y once, nuestra Brigada de Caballería Ligera avanzó (…) A medida que se precipitaban hacia el frente, los rusos se abrieron sobre ellos desde cañones en el reducto a la derecha, con volantes de fusilería y rifles. Barrían con orgullo pasado, brillando bajo el sol de la mañana con todo el orgullo y esplendor de la guerra. ¡Apenas podíamos creer la evidencia de nuestros sentidos! ¿Seguro que ese puñado de hombres no va a cargar un ejército en posición? ¡Ay! Era demasiado cierto: su desesperado valor no tenía límites, por lo que, en realidad, estaba alejado de su supuesta discreción. Avanzaron en dos líneas, acelerando su paso mientras se cerraban hacia el enemigo. Nunca se presenció un espectáculo más temible que aquellos que, sin el poder de socorrer, vieron a sus heróicos compatriotas corriendo a los brazos de la muerte. A la distancia de 1.200 yardas, toda la línea del enemigo arrojó, de treinta bocas de hierro, una inundación de humo y llama, a través de la cual silbaron las bolas mortales. Su vuelo estaba marcado por brechas inmediatas en nuestras filas, por hombres y caballos muertos, por corceles que volaban heridos o sin jinete a través de la llanura. La primera línea está rota, es unida por la segunda, nunca se detienen o controlan su velocidad un instante.”