Por Silverio E. Escudero
La afirmación del presidente Vladimir Putin, en el seno de la Sociedad de Geografía, que “Las fronteras de Rusia no terminan en ninguna parte”, sonó como un pistoletazo en todas las cancillerías europeas, en las fortalezas y cuarteles donde se ordenó zafarrancho de combate. Es que, en forma coincidente con la “broma” presidencial, en Kaliningrado los soldados rusos desplegaron sistemas de misiles S-400 e Iskander, con la mira puesta en todas las capitales europeas.
Mayor alarma, sin embargo, habría causado un negado ataque informático que sacó de servicio la mayoría de los sistemas de protección nuclear de los países bálticos -Estonia, Letonia y Lituania-, cuestión que le costó un fuerte dolor de cabeza a la dirigencia de la OTAN, que terminó por perder el sueño al enterarse de que Polonia tampoco respondía a los llamados.
Estos escarceos, que tuvieron puntos de tensión en Crimea, en el Medio Oriente y Ucrania, aproximan una guerra pendiente -y posible- entre Rusia y Europa. Siendo, apenas, un apresto de combate en otra larga historia de tensiones: la “rusodependencia europea” en materia energética que ni Berlín, París, Bruselas o Roma lograron nunca zanjar y que tiene, semiescondido, un nuevo actor: Estados Unidos. Este país propone crear un puente permanente a través del Atlántico para llevar abrigo al siempre gélido invierno europeo.
El objetivo inequívoco de EEUU, que procura sustituir la rusodependencia energética europea por la frackingdependencia, inundando el mercado europeo con el GNL (gas natural frackeado en Estados Unidos y transportado mediante buques gaseros), es hundir los precios del gas ruso e impulsar la utilización de la técnica del fracking en todos los países de la Europa Oriental, explotando el llamado “arco del fracking europeo”, que se extendería desde los Países Bálticos hasta la Ucrania europea, pasando por Polonia, República Checa, Eslovaquia, Hungría, Rumania y Bulgaria, que dependerá tecnológicamente de Chevron o Shell.
No es descabellado que la mayoría de países de Europa sucumba ante este espejismo energético del fracking y termine por utilizar dicha técnica en el horizonte de 2020, a pesar de las protestas de los grupos ecologistas anti-fracking que, en el fragor de la protesta, no encuentran justificativos para sus fuentes de financiación.
El gas argelino -analizan en Bruselas- podría ser la gran alternativa a la rusodependencia energética europea o a la idea del desembarco norteamericano. En la actualidad, Argelia exporta su gas por medio de tres gasoductos: dos Argelia-España (uno de ellos pasando por Marruecos), que no están conectados a la red europea, y un tercero Argelia-Túnez-Italia y, luego de la crisis de Ucrania, los dirigentes de la Unión Europea habrían decidido que era prioritario mejorar la conexión gasífera con la Península Ibérica mediante otro gasoducto que conecte a España con Francia a través de Cataluña (gasoducto Midcat), por el que España haría llegar a la red energética europea el gas de Argelia (equivalente a la mitad del que llega desde Rusia a través de Ucrania).
Esa guerra comercial no está exenta de roces, juegos de poder, terrorismo, muertes inexplicables y guerras. Sería absurdo descartar, a la hora del análisis político, acciones armadas perpetradas por los grupos yihadistas en Argelia, teledirigidos por la Central de Inteligencia Americana (CIA) para sabotear los gasoductos que abastecen a la Unión Europea, reeditando en otra geografía la guerra siria.
Ello tendrá como efectos colaterales desabastecimiento y un aumento estratosférico de los precios lo que, aunado con la actual situación anémica del euro respecto al dólar, imposibilitará a los países periféricos europeos asumir costos extras y los obligará a la explotación de obsoletas minas de carbón, a la utilización de la controvertida técnica del fracking y a la reapertura de centrales nucleares cadavéricas para satisfacer una minimalista demanda energética, después del retorno a escenarios ya olvidados de economía autárquica. Esto tendrá como efectos colaterales un incremento desbocado de las emisiones de CO2 y la posibilidad de un nuevo Chernobyl.
La batalla final está cerca. Esta vez no habrá escudos. Moscú y Washington estarán frente a frente.
Como denuncia el analista Gustav Gressel, del European Council of Foreign Relations, el crecimiento militar ruso empezó mientras Europa miraba para otro lado: “Occidente ha subestimado el significado de las reformas militares en Rusia al fijarse sólo en las carencias materiales que todavía tiene el ejército ruso”. Como se vio en el caso de Crimea y Donbas, los rusos no necesitan tecnología de vanguardia para vencer en su vecindario. Bastan intervenciones decididas con precisión y velozmente ejecutadas para anticiparse y evitar así una reacción de Occidente.
“Rusia lleva modernizando su armamento en Kaliningrado desde 2008”, se queja un diplomático polaco, recordando que actualmente esa región rusa es “la zona más militarizada de Europa”.
Según alerta Gressel, Rusia es ahora “una potencia militar capaz de subyugar a cualquiera de sus vecinos si éstos se vieran aislados del apoyo Occidental”, por culpa de una barrera como Kaliningrado o por la propia indecisión o lentitud en la toma de decisiones de la Alianza.