“Patrimonio”, del latín, “patrimonium”: bienes que pertenecen a una persona. Si deslindamos etimológicamente la palabra, resulta “patri” (padre) y “onium” (recibido), los bienes que heredamos que recibimos de nuestros padres, de nuestros mayores, de nuestros antepasados.
“Cultural” proviene de “cultura”, palabra también latina que deriva de “cultus”, cultivo, cultivado. Lo cultural sería lo que se ha cultivado, lo que se ha aprehendido y desarrollado o creado.
Kroeber y Kluckhohn, en su obra “Culture, a Critical Review of Concept and Definitions” (Cambridge, 1952) llegaron a recopilar de diversos autores alrededor de 170 definiciones diferentes de su significado, pero si esta “actividad” ha acompañado desde sus inicios al desarrollo de la humanidad, nos atendremos a alguna definición que sea abarcativa del concepto y que sea útil a nuestro objeto de estudio, el patrimonio cultural asequible a todos.
En este último sentido, podríamos definir la “cultura” -tomándola como un complejo que involucra las ciencias, las artes, creencias, la moral, las leyes, las costumbres, en definitiva, hábitos y facultades que son adquiridos y desarrollados por el hombre en cuanto sujeto social- como las herramientas materiales y espirituales que construye el sujeto social para adaptarse al medio y evolucionar en el mismo.
Coincidimos con Albert Schweitzer en definirla como “la suma de todos los progresos del hombre y de la humanidad en todos los dominios y desde todos los puntos de vista, en la medida en que contribuyen a la realización espiritual del individuo”, a lo que agregamos, “y a su realización material”, como resultado en muchos casos de esa creatividad.
El patrimonio cultural, con base en lo dicho, son los valores espirituales, identitarios, que el hombre en sociedad ha dejado como legado a sus generaciones y que a su vez éstas han asimilado -construyendo nuevos valores y legando también-, que tienen fuerte representatividad simbólica y concreta en el presente (porque somos el resultado de todo ese proceso).
En nosotros pervive el pasado social que nos construyó como sociedad hoy, (como pervive en nuestro ADN el de nuestros padres, abuelos, bisabuelos y así indefinidamente). Esos legados, en cuanto “reliquias”, poseen en sí el testimonio de esas épocas pretéritas con gran significatividad en el hoy. Somos “esencialmente” ese pasado. De ahí la vital importancia de su conocimiento y entendimiento.
Sin el patrimonio cultural las sociedades no tendrían cómo conocer el quid, el por qué de su presente, por lo que no puede sin él conocer el ad quem, el para qué. Un por qué devela un para qué, van inseparablemente de la mano.
¿Cómo se manifiesta este patrimonio?
Por medio de testimonios que toda sociedad deja como elemento propio, sea éste tangible o intangible, división esta última absurda y anacrónica de dos componentes que están en el objeto de manera unívoca, indivisible. No hay valoración patrimonial posible sin el espíritu de la cosa, del objeto.
Parafraseando a J. P. Sartre, lo intangible tiene valor en sí y para sí porque es un valor subjetivo en tanto objeto y sujeto, creado por la mente humana, a diferencia de lo tangible, que no tiene valor para sí (o lo que es lo mismo, por sí mismo) sino en sí, y que tienen solamente valor por lo que podríamos denominar su espíritu, su simbolismo, su ideología, su alma.
Un objeto cultural como “cosa” es sólo eso, una cosa muerta, sin valor alguno. Su “historicidad” es lo que le da el valor que la transforma en patrimonio: un vaso es solamente un vaso, igual a millones de vasos, sean del material que fuere y de la forma que fuere. Sólo se distinguirán por su valor económico en función de su estética, sus materiales, sus colores, sus texturas, pero no por tener un valor representativo como testimonio, como documento de valor superlativo, ya que hay millones de vasos iguales a estos.
Pero tal vez, el más simple y elemental de los vasos tenga para una sociedad determinada un valor cultural, histórico, de una significación trascendental. Basta que sea un vaso de culto supremo. Basta que haya bebido en él un Napoleón, un San Martín, un Einstein, un Gandhi, para que deje de ser el más elemental de los vasos. O que lo haya tallado, o colado, o soplado una eminencia de alguno de estas artes; o más discretamente haya sido el vaso utilizado para servir el primer vino realizado en la región, sólo por ejemplificar.
Por lo antedicho, hace falta una axiología propia del patrimonio cultural para determinar qué constituye un objeto cultural y qué no; qué grado de valor tiene ese objeto; si amerita ser considerado una reliquia y cuál es el alcance de ese o esos valores