Eduardo Talero Núñez, una vida turbulenta que en nada cambió sus ideales. Un andariego poeta colombiano, auxiliar de la justicia en el territorio del Neuquén.
Por Luis R. Carranza Torres
Eduardo Talero Núñez, tal era su nombre. Se recibió de abogado en la Universidad Externado de Colombia, su país natal, antes de alcanzar la mayoría de edad. Pero sus ideas socialistas lo condujeron casi hasta el mismo paredón de fusilamiento.
A inicios de 1894 fue detenido en el municipio de Ubaté, en la colombina región de Cundinamarca, sospechoso de conspirar contra el gobierno provisional de Miguel Antonio Caro, quien como vicepresidente había sucedido a Rafael Núñez, tío del apresado, quien debido a una enfermedad había renunciado a su cargo para trasladarse a su residencia, “El Cabrero”, en Cartagena de Indias.
Enterada su madre, Doña Betsabé Núñez de Talero, de la suerte de su hijo, confinado en una mazmorra bogotana y sentenciado a la pena de fusilamiento, se trasladó de Ubaté a Cartagena en un recorrido terrestre y fluvial, tanto a lomo de caballo y mula como en un planchón por el río Magdalena. Allí imploró la intercesión del ex presidente y tío para salvar a Eduardo. Logró arrancarle un pedido de clemencia que presentó en la sede de gobierno, en Bogotá, un día antes del fijado para su ejecución. Caro conmutó entonces la pena de muerte por la de destierro, siendo conducido a Cartagena con órdenes de “echarlo” al primer barco que pasara e instruir a su capitón de que “transportara al reo sin ninguna consideración y fuera descargado o arrojado de la embarcación en el primer puerto de destino”.
Nunca más Eduardo volvería a Colombia. Fue el inicio de un largo periplo que lo llevaría a Maracaibo, Caracas, San José de Costa Rica, Santiago de Cuba, Nueva Orléans y Nueva York. Se vincularía en su viaje con otros poetas y escritores de la época como José Martí, Rubén Darío, Amado Nervo, Enrique Gómez Carrillo y Jorge Isaacs. Pasaría luego a Europa pero volvería a Sudamérica: Lima, para luego viajar a Chile.
En el año 1898 lo tenemos en Buenos Aires, donde solicita y obtiene la nacionalidad argentina. Las historias sobre lo indómito y extenso de la región patagónica atrajeron su atención, partiendo al entonces territorio nacional del Neuquén, donde todo estaba por hacerse.
El cordobés Carlos Bouquet Roldán, designado gobernador del territorio por el presidente Roca, lo nombró secretario de la Gobernación, el segundo puesto en importancia en tal administración. Desplegó su oficio entre 1903 y 1906. Fue también jefe de la policía territorial y alcaide de la única cárcel de toda la región. Por estar el gobernador en Buenos Aires cumpliendo trámites burocráticos, fue a él a quien le tocó dirigir el traslado de la capital territorial de Chos Malal a la Confluencia.
En su carácter de “gobernador interino”, dirigió la abigarrada mudanza de 40 carros cargados con papeles y elementos varios de la gobernación seguidos por empleados púbicos, cerrando la caravana los presos de la cárcel territorial. Todos ellos, en hilera, rumbearon para la Confluencia. Allí, hacia el oeste de la unión de los ríos Neuquén y Limay para formar el río Negro, ayudaría a delinear la actual ciudad de Neuquén.
También fue inspector y subdirector de Justicia, concejal y vicepresidente municipal del Neuquén. Tras alejarse de la función pública se refugió en su casa, “La Zagala”, junto a su esposa, Rud Reed, una chacra en cuyo casco principal se destaca una imponente construcción de ladrillo y roca, rematada en una torre. Allí tenía su estudio, donde escribió varias de sus obras literarias.
La más famosa, con certeza, el libro de poemas Voz del desierto, editado en 1907. Pero también integran su producción Ecos de Ausencia, Cascadas y remansos, Troquel de fuego, Por la cultura y Culto al árbol.
Como se dijo en el año 1945, en el diario “La Cordillera”: “Su plácido refugio en ‘La Zagala’ fue como un claustro espiritual de donde irradió el prodigioso lirismo de su corazón de esteta”.
Después de recorrer medio mundo, había encontrado su lugar en Neuquén. A tanto llegaba su enamoramiento de ese territorio que escribiría: “Roma desde San Pedro, París desde su torre Eiffel y Nueva York desde la mano derecha de su Libertad, no pasan de menguadas tolderías junto a este panorama de la cordillera neuqueniana, visto desde la cumbre del Domuyo”.
Una enfermedad pulmonar lo obligó a pasar sus últimos días en la localidad bonaerense de San Martín, donde murió en 1920. La chacra cayó en el olvido, pero su torre se pobló de fantasmas. “Un lugar para no acercarse en la noche”, se decía. La tradición oral transmitió a través de sucesivas generaciones relatos de fantasmas y aparecidos. Muchos tenían como protagonistas a los soldados conscriptos que hacían guardia en el puesto 4 del Batallón de Ingenieros, frente a la Torre, y relataban súbitas apariciones de una dama de blanco entre los manzanos y eucaliptos del parque, o por detrás de los pilotes que sostienen la baranda de su balcón. Quizás se trataba de alguna de las musas que lo habían encariñado con ese austral territorio.