Un aspecto singular en la vida de Isabel la Católica. Pocos soberanos han sentenciado con tanto suceso. Por Luis R. Carranza Torres.
Aun antes de reinar, Isabel la Católica destacó por su comprensión de las situaciones jurídicas. Una vez en el trono, dio rienda suelta al sentimiento de justicia a favor de los más desprotegidos.
Dedicó gran parte de su tiempo y de su obra de reinado a poner límites a los excesos de una nobleza que se ensañaba, por lo general, con los débiles. Reorganizó la Audiencia y la Cancillería real, entre otras partes del Estado, ampliando asimismo las competencias de los corregidores como delegados de su poder, a fin de erradicar los abusos y afirmar la autoridad real. En todos los casos, Isabel buscó “proveer los oficios de su casa en personas temerosas de Dios y deseosas del servicio del rey y del bien público de su reino. Que sean de buena edad, hombres de bien y entendidos, con mucha experiencia, que no tengan miedo a nadie ni se dejen sobornar o gobernar, ni por ruegos ni por dádivas, que guarden el servicio y la fidelidad”.
En materia de “fuerza pública” se creó un ejército permanente tomando como base las Guardias Reales y se brindó una mayor seguridad a sus súbditos con la organización de milicias urbanas para combatir el delito en las ciudades y villas, creando la Santa Hermandad como policía de zonas rurales.
Asimismo, se pretendió hacer accesible el derecho a todos los sectores del reino. Y, a tal efecto, en 1484 vieron la luz las Ordenanzas Reales de Castilla, una recopilación de las normas jurídicas vigentes en el Reino de Castilla, encargada al jurista Alonso Díaz de Montalvo y que se constituyó en la primera recopilación del derecho vigente de la Edad Moderna.
Por primera vez desde que se tenía memoria, el “pueblo llano”, harto de los abusos de los nobles, cometidos siempre con la anuencia del rey, veían como la nueva soberana recortaba su poder, ajusticiaba a los que se alzaban contra derecho y se vinculada de modo directo con la gente para reconocerle sus derechos. Pronto, pasó a estar en la imagen de todos, como “reina amante de la Justicia”, siendo dicha cualidad el principal motivo de la popularidad que la acompañó durante todo su reinado.
No se trataba de una tarea fácil pues, como expresa Pulgar, su llegaba al trono “hacer justicia” implicaba “remediar la gran corrupción de crímenes que halló en el reino cuando sucedió en él”. No obstante tales dificultades, nunca la función inherente al rey de dictar justicia, o rex iudex, fue desempañada con mayor asiduidad ni mejor comprensión y piedad de las situaciones.
Cada viernes se sentaba, bajo un dosel, a la puerta de los reales alcázares o en la plaza pública del lugar donde se hallare. Cualquier súbdito podía entonces acudir a ella a presentar sus quejas y pedir justicia respecto de cualquier situación.
Allí acudían a ver a su reina, la que era de estatura regular y “bien compuesta” de cuerpo. “Muy blanca y rubia, los ojos entre verdes y azules, cara hermosa y alegre, mirar gracioso y honesto, las facciones del rostro bien puestas”, con “pestañas largas muy alegres así como dientes menudos y blancos”. En cuanto a su carácter era “de ingenio muy vivo, de corazón grande y con la mayor responsabilidad en sus deberes”, de acuerdo con las diversas crónicas de la época.
Si algún tema la desbordaba en el conocimiento jurídico, lo extendía a los expertos de su consejo. Caso contrario, sentenciaba allí mismo. Al terminar de resolver, decía a los oficiales de la corte encargados de ejecutar sus mandas: “Yo encargo a vuestras conciencias que miréis por estos pobres como si se tratara de mis hijos”.
El acierto de sus fallos queda patente en la opinión de los que cronicaron la época. Gómez Manrique expresaba que la suya era una «Justicia sin crueldad». Cisneros, la describe como “virgam ferream”, con una firmeza “de hierro” en sus sentencias, pero buscando un “equilibrio entre justicia y misericordia”, e inclinándose por la segunda frente a los supuestos dudosos.
Para Andrés Bernáldez era “muy liberal en sus justicias y justa en sus juicios”. Pero ese sentimiento de humanidad no le impedía distinguir con toda claridad entre sus sentimientos personales y los deberes que le imponía la corona. Por ello “perdonaba muy ligeramente los yerros que contra ella se hacían”, pero no aquellos respecto de otros o en contra de lo que hoy llamaríamos referidos a la “cosa pública”.
Tal como se escribió en su tiempo, Isabel junto con su esposo Fernando, rey de Aragón, “amaron mucho la justicia y todo género de virtudes, honrando y favoreciendo con palabras y obras a los que las poseían (…) Y en esto tuvieron tal modo que en poco tiempo allanaron y plantaron la justicia, andando por el reino de unas provincias en otras, para que con su presencia temiesen los insolentes y pudieren pedir reparo los agraviados”.
Aún hoy, medio milenio después, eso sigue siendo la quintaesencia de una justicia que se precie de tal.