El poder y su modo de ejercerlo fue, es y será, uno de los mayores enigmas que el hombre ha tratado de dilucidar desde los tiempos primordiales.
Se preguntó de dónde deviene, por qué quienes lo tienen mandan y para qué. Las respuestas fueron múltiples según cada época. Por momentos creyó que los dioses lo otorgaban según la enseñanza de los sacerdotes. Pero frente a los excesos se interrogó si el dios que decía protegerlos era capaz de olvidar su promesa, frente a los excesos y arbitrariedades.
Más tarde, sin cambiar demasiado en su constitución, se forjó en torno a la persona que lo ejerce sostenido por una alianza entre la riqueza, la religión y las fuerzas armadas.
Nuevamente le asignaron al rey, al emperador o al líder virtudes especiales. Pero esta vez lo hacen acompañados por una corte de adulones profesionales que se cuidan de exagerar su papel porque despertarían el odio y la envidia de otros cortesanos que aspiran ganar el favor de quien posee el trono.
A pesar de la evolución de las instituciones, de la democratización de las relaciones entre gobernantes y gobernados, los cortesanos –devenidos en burócratas- continúan con sus antiguas prácticas. Disimulan sus artes de manipulación y seducción sin hacer ostentación de su propia ambición. Su mayor éxito es permanecer en los muelles despachos que rodean al gobernante haciendo observaciones atinadas, plenas de astucia, en los momentos de mayor tensión, sin demostrar que, en el fondo, tienen el comportamiento de las aves de rapiña.
Saben, además, las formas de transgredir la ley. Aprovechan sus zonas grises y son maestros en la interpretación de los textos, desvirtuando las previsiones del legislador. Hacen suya, a manera de escudo, aquella antigua recomendación de Baltasar Gracián que reza: “Que no te consideren un tramposo, aunque hoy sea imposible vivir sin serlo. Haz que tu mayor astucia radique en encubrir lo que parece ser una actitud astuta.”
El cardenal-duque de Richelieu y su sucesor Jules Mazarino fueron verdaderos maestros en el arte de la simulación. Gobernaron Francia con mano de hierro a la sombra de la figura de reyes timoratos e incapaces, que no se atrevieron nunca a poner coto a sus ministros. Igual suerte corrió la monarquía española a manos de sus favoritos que perfeccionaron las enseñanzas de Nicolás Maquiavelo contenidas en El Príncipe, escrito por cuenta y orden de Lorenzo II de Médici.
El siglo XX conoció a muchos consejeros de similar talla. Uno de esos personajes fue el estadounidense Paul H. Nitze. Los presidentes Franklin D. Roosevelt, Harry Truman, Dwight D. Eisenhower, John Kennedy, Lindon B. Johnson, Richard Nixon, Gerald Ford, Jimmy Carter y Ronald Reagan, le tuvieron entre los miembros destacados de sus equipos de asesores.
Nada de lo que ocurrió, desde 1940 hasta su muerte, escapó a su ojo avizor. Sus memorias -De Hiroshima a la Glasnost- publicada en ingles en 1989, deben leerse con extremada atención. Discute los principales acontecimientos que le tuvieron como protagonista. La II Guerra Mundial, el lanzamiento de las bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaky, el nacimiento de la Guerra Fría, el Plan Marshall, la Guerra de Corea, las reiteradas crisis en torno al Muro de Berlín, el nacimiento y desarrollo de la OTAN, Vietnam, los tratados Salt I y II, la Iniciativa de Defensa Estratégica y las negociaciones con Moscú en procura del desarme son algunos de los temas que aborda. Temas, por cierto, que se desconocen en grado sumo, en especial por aquellos que sostienen un discurso crítico de las políticas de la Casa Blanca.
La invitación a recorrer esta obra tiene otra intencionalidad. Estamos frente a un excepcional manual de ciencia política y de historia que, quizás, aporte nuevos elementos para redefinir conceptos. ¿Estamos dispuestos a hacerlo? Acercamos, en esa inteligencia, para el análisis, los párrafos iniciales del capítulo destinado al examen de La Crisis Cubana de los Misiles: “El 11 de octubre de 1962, (Robert) McNamara –Secretario de Defensa de Estados Unidos- y yo asistimos a una reunión que se mantenía todos los jueves con los jefes del Estado Mayor Conjunto en la sede de éste. Como siempre, la reunión comenzó con un informe de inteligencia. Ese día, un joven comandante de la Armada nos dio información de diversas fuentes sobre un cargamento soviético que se dirigía a Cuba. También nos hizo conocer informes detallados de los franceses, quienes todavía tenían embajada en La Habana, respecto de que habían visto camiones cargados con objetos de gran tamaño, que parecían misiles cubiertos con telas enceradas, circulando por las calles de la ciudad en medio de la noche. Estas pruebas me parecieron convincentes, no sólo de que era posible, sino que era probable que ya hubiera misiles nucleares ofensivos soviéticos en Cuba.”
Si bien la evidencia era casi palpable, continúa relatando Paul H. Nitze, casi todos los miembros del Departamento de Estado y de la CIA dudaban de su existencia. “Creían que los líderes soviéticos eran demasiado conservadores como para arriesgarse a hacer un movimiento tan osado. La única excepción era John McCone, cabeza de la CIA, quien estaba en el exterior pero seguía recibiendo resúmenes cotidianos de datos de inteligencia sin elaborar, incluida la información que se nos había hecho conocer en esa reunión con el Estado Mayor Conjunto. McCone había llegado a la misma conclusión que yo a partir de dicha información”.