La peor hora del padre de la nueva era española. Concluida su mayor obra política, la vida lo esperaba con todo tipo de pesares.
Por Luis R. Carranza Torres
La nomenclatura política de España dejó de lado sus tejes y manejes por un rato, a fines de marzo de 2014, para despedir al primer presidente de la democracia, Adolfo Suárez, con un funeral de Estado en la Catedral de Santa María la Real de la Almudena, en Madrid. Si hasta el lehendakari vasco, Iñigo Urkullu, quien no se siente para nada parte de España, ha concurrido a la ceremonia. Igual que el presidente de la Generalitat de Catalunya, Artur Mas, perseguidor de la independencia catalana, quien no dejó de ensalzarlo. Destacó su “visión”, “audacia” y “coraje” para entender “el pulso” y “la voluntad de la calle”. Un crucifijo, la bandera de España, sus múltiples condecoraciones en el féretro, incluido el collar de la Real y Distinguida Orden de Carlos III, impuesto de modo póstumo por el propio rey, y las coronas de flores, han presidido la capilla ardiente. Fuera de ella, las colas del público en general, han superado cinco kilómetros y debido extenderse el horario. Los primeros en llegar fueron una pareja procedente de Villaverde Bajo, uno de los barrios más pobres del sur de Madrid, sobre las 5 de la madrugada.
La magnificencia del funeral de Estado o la emotiva ceremonia de la misa de corpore insepulto y el entierro al lado de su esposa en el claustro de la Catedral de Ávila pueden dar idea de la dimensión de su figura pública pero no del hombre tras de ella.
En julio de 1976 el rey Juan Carlos I le había encargado formar gobierno, tras ganar las elecciones. A pesar de las desconfianzas, de las muchas adversidades y las distancias de pensamiento, logró renovar la política y aglutinar distintos referentes ideológicos tras la idea de restaurar una democracia plena. En tal forma, una variopinta aglomeración de falangistas mudados de ideas, socialdemócratas, liberales, socialistas, y comunistas desmontaron la estructura del régimen franquista, logrando instalar a España entre las democracias de Europa.
No fue un proceso fácil y, a la postre, le causó el desgaste político que lo llevó a tener que dejar el gobierno, en 1981. La transición tampoco estuvo exenta de peligros. Siempre estuvo el riesgo de un golpe militar y el terrorismo de ETA arreciaba. Más de una vez se temió que lo secuestraran, por lo que recibió preparación psicológica para la eventualidad. Y, durante buena parte de su mandato, dormía en la residencia oficial del Jefe de Gobierno, con una pistola cargada en su mesa de luz.
Un hito y un punto crítico en el proceso de transición a la democracia fue la legalización del Partido Comunista Español, que el ejército nunca le perdonó. Suárez manejo las tratativas en estricto secreto. Para ello se reunió con el enviado del mítico secretario general del partido, y enemigo número uno del franquismo, Santiago Carrillo, en la sastrería de Antonio Pajares, por entonces la casa de vestir para hombres más selecta y renombrada de Madrid.
El líder comunista en el exilio, quien calificó a Suárez de “anticomunista inteligente”, aceptó volver al ruedo político sin hacer olas que pusieran en riesgo a la democracia.
Pero la operación tuvo un costo no sólo político para Suárez sino también estilístico. Para acentuar la reserva, debió hacerse confeccionar un par de trajes a medida. Los sacos de esa factura tenían la particularidad de poder desabrochar los botones de las mangas y usarse con el primer botón desprendido, para diferenciarse de los “de serie” que no tienen ojales abiertos y los botones vienen directamente cosidos en las mangas. Pero, en la España de ese tiempo, muy poca gente entendía de moda ni sabía cómo debía llevarse ese tipo de trajes. A la esposa de Suárez, Amparo Illana, empezaron entonces a llegarle a La Moncloa decenas de cartas de mujeres españolas que le reprochaban no prestar atención a su marido, dejándole salir en público con sacos sin los botones debidamente cosidos.
Suárez fue también un hombre de valor. Luego de su renuncia al gobierno, para asegurar que “la democracia en España no sea sólo un paréntesis histórico”, asistía en las cortes a la investidura en el cargo de su sucesor, Calvo Sotelo. A mitad de sesión, se produjo una intentona de golpe de Estado y un grupo de Guardias Civiles, liderados por el teniente coronel Tejero, ocupó el recinto a los tiros, mandando a echarse todos al suelo.
Suárez, junto a Santiago Carrillo el y teniente general Gutiérrez Mellado fueron los únicos que “desobedecieron” y se quedaron sentados en sus asientos. Los demás, corrieron a esconderse como les decían. Reyna Carranza, por entonces exiliada en España, nos aportó el dato.
Tras su salida del gobierno, si bien siguió en política, no obtuvo el triunfo deseado. “Me quieren pero no me votan”, dijo entonces, con ese olfato para percibir los sentimientos del español de a pie. Eran otros los tiempos, la democracia estaba consolidada y los servicios de un unificador de los muy distintos ya no eran requeridos.
En su lápida puede leerse: “La concordia es posible”. Un recordatorio pero también una advertencia sobre lo que debe hacerse para que una democracia sobreviva en momentos críticos. También, una frase no apta para espíritus políticos mezquinos ni tampoco para las mentes de ciudadanos rencorosos.