En tiempos de debate sobre la reforma del Código Penal, la consigna “a mayor severidad en la justicia penal, menos delito” resuena rimbombante, como si se tratara de una receta novedosa capaz de dar solución a los conflictos violentos actuales.
Por Indiana Guereño* – Exclusivo para Comercio y Justicia
Sin embargo, desde una perspectiva respetuosa del Estado de derecho, tal postulado debe ser puesto en tela de juicio. En la Asociación Pensamiento Penal, en consonancia con sus objetivos de promoción, respeto y resguardo de los derechos humanos, nos proponemos hacerlo.
La creencia de que cuanto mayor poder de castigar tenga el Estado (poder punitivo) menos delitos se cometerán viene siendo discutida desde hace siglos y aún hoy no hay pruebas que corroboren tal relación.
Por el contrario, lo que sabemos a ciencia cierta es que, históricamente, cuando se expande el poder punitivo en miras de reducir los delitos, las garantías constitucionales del proceso penal que el propio Estado de derecho se impone así mismo como límite a la hora de castigar –conocido como “garantismo”- son vistas como un obstáculo para lograr aquel objetivo. Frases como “la policía tiene las manos atadas”, “entran por una puerta y salen por otra”, “la culpa es de los garantistas”, “las leyes son blandas”, por ejemplo, son repetidas con indignación en los medios de comunicación, en el club, en las charlas cotidianas e incluso en las academias.
Lo que no se dice es que cuando esos límites no son respetados por sus agentes, por acción u omisión, la violencia aumenta –piénsese en la tortura, en la negativa a prestar asistencia médica, en las detenciones ilegales, en la prisión preventiva sin fundamento, por citar sólo algunos ejemplos- produciendo violaciones a los derechos fundamentales que en reiteradas ocasiones epilogan en muertes.
Más severidad: ¿menos delito?
Lo que también sabemos es que la ecuación “más severidad, menos delito” esconde muchos aspectos de la justicia penal de los que poco se habla. Aquí someramente revelaremos algunos de ellos.
La justicia penal es selectiva, pues se dirige en la gran mayoría de las oportunidades hacia personas que viven en contexto de vulnerabilidad y son acusadas de cometer hechos burdos. Para decirlo de otro modo, quienes pueblan las cárceles, comisarías y dan nombre a los miles de expedientes penales no son personas con recursos económicos, sociales, educativos sino personas que carecen de ellos.
Según las estadísticas que el propio sistema penal produce, la mayor parte de la población encarcelada no ha completado el nivel básico de educación y no tenía trabajo estable al momento de la detención. A su vez, la mayor parte está acusada de cometer delitos contra la propiedad, con condenas de tres a seis años (SNEEP 2012).
Otra característica de la selectividad penal es que la mayoría de las personas privadas de la libertad todavía no tuvo un juicio que determine su responsabilidad. Esto significa que en Argentina alrededor de 30 mil personas se encuentran en prisión preventiva, por un tiempo indeterminado, sin que se sepa si son responsables de delito alguno.
Esta situación nos lleva a otro gran problema, tan viejo como la cárcel misma: los establecimientos penales no están preparados para albergar y dar un adecuado trato a semejante población penitenciaria.
En la actualidad, según estadísticas oficiales, en nuestro país 62.263 personas se encuentran privadas de la libertad. Todas ellas, condenadas o no, son expuestas a la violencia intracarcelaria, a hambre y frío, a la falta de salud y expectativas de vida alguna. Por mandato constitucional, las cárceles deberán ser sanas y limpias con el fin de que las personas allí alojadas puedan encontrar un modo de vida que los aleje del contexto de vulnerabilidad en el que se hallan –”resocialización” le llaman-. Sin embargo, nada está más lejos de nuestras unidades penales.
Por otro lado, recurrir al sistema penal -creando delitos o agravando las penas de los existentes- para intentar solucionar problemas sociales lleva a que éstos se agraven. Uno de los problemas más paradigmáticos es el aborto. Sólo por año se estima que en la Argentina se producen alrededor de 600 mil abortos y cerca de cien mujeres mueren por practicarse abortos clandestinos (OMS, 2012). Similares apreciaciones podríamos realizar en torno al consumo de estupefacientes, por ejemplo.
Otro aspecto poco explorado de la severidad penal es que imposibilita pensar en otros modos de afrontar los conflictos violentos. A contramano de lo que comúnmente se piensa, existe la posibilidad de abordar los conflictos de modo distinto al castigo y con la plena participación de sus protagonistas. La mediación y conciliación entre las partes son ejemplo de ello.
Los aspectos mencionados y tantos más serán objeto de debate en este nuevo espacio de difusión, desde el espíritu de una institución democrática, plural y ampliamente participativa, como lo es la Asociación Pensamiento Penal. Un “espacio para la justicia y la libertad” que esperamos compartir para llegar más allá de las consignas rimbombantes.
* Integrante de la mesa directiva de la Asociación Pensamiento Penal.