En 1913 desembarca en el puerto de Buenos Aires Abraham Azriel, ciudadano rumano, nacido en 1890 en Rosiari del Vede, distrito de Teleoman. ¿Puede rastrearse en el alma de un inmigrante la razón o las razones últimas de su determinación?
Por Luis Felipe Moyano* – Exclusivo para Comercio y Justicia
Es muy posible que haya influido en su decisión de migrar el ambiente de pesadumbre de una Europa que peligrosamente se deslizaba hacia la guerra.
Azriel era, comparando con la generalidad de quienes emprendían la azarosa y esperanzada aventura de migrar, un hombre relativamente culto. Había cursado hasta cuatro años de la educación media en su tierra.
Entre 1913 y 1918 Abraham trabaja como capataz en Obras Sanitarias de la Nación, en un momento de notable expansión de la infreaestructura de la inmensa ciudad que crecía aceleradamente.
En el lustro en que Azriel vivió en Buenos Aires, ésta acentuaba su perfil de ciudad europea, portal “civilizado” de un país heterogéneo donde el desarrollo agroganadero se hallaba centrado en un litoral cercano al gran puerto.
En junio de 1914, cuando nuestro hombre trabajaba rudamente en las obras del desagüe hacia Ezpeleta, se realizó el tercer censo nacional que mostró una población total de 7.880.237 habitantes. De ese total, 30,03% era extranjero y en Capital Federal 80 por ciento de la población adulta era de ese origen. La población inmigrante en su abrumadora mayoría eran obreros, dependientes de comercio, pequeños artesanos en los ámbitos urbanos y un porcentaje muy considerable se había asentado en las colonias agrícolas.
En esos primeros años del siglo XX, a pesar de las contundentes cifras del censo respecto a la presencia extranjera -o quizás justamente debido a ello-, las elites gobernantes hacía tiempo que habían abandonado sus ilusiones acerca de los inmigrantes. Una creciente desconfianza en ellos había suplantado la luminosa idea-programa de 1853.
Miguel Cané descubriría que la inmigración no estaba integrada por prolijos obreros ingleses o alemanes, presuntos portadores de un saber técnico y de una tradición industrialista, sino que era una “masa adventicia, salida en su inmensa mayoría de aldeas incultas o de serranías salvajes”. La Ley de Residencia, de 1905, que permitió expulsar a los extranjeros indeseables, fue el corolario de estas percepciones de la oligarquía gobernante.
En 1918, Abraham Azriel, “agobiado de la vida en la ciudad” -dice la publicación mediante la cual lo conocemos-, solicita en la estación Retiro al boletero que lo atiende un pasaje “lejos de Buenos Aires”. En aquella época, quienes se adentraban hacia el interior del país lo hacían generalmente siguiendo la dirección que fijaban las líneas férreas que, saliendo de la ciudad-puerto, enlazaban las nuevas colonias que se creaban en el marco de la expansión agraria.
Rufino, en la provincia de Santa Fe, fue el término “lejos” que le marcó el destino, pero aún no sería el definitivo. Reconvertido en comerciante, ofrecía en chacras y caseríos cercanos sus mercancías de telas y artículos de mercería. Ampliando el radio de sus incursiones comerciales, en aquel decisivo año de 1918 llegó a la localidad de Rosales, en la provincia de Córdoba, pequeña población construida en 1905 al compás de la inauguración de la estación ferroviaria de la compañía Buenos Aires al Pacífico, a 463 km de la estación Retiro. En ese punto del mapa y de su historia personal, un suceso decisivo enfrenta al novel comerciante con el azaroso destino. La policía local lo detiene y le incauta parte de su mercadería por no haber abonado el impuesto de sisa. Abraham convenció al comisario para que le deje vender en la población a fin de poder abonar la contribución adeudada. Cuenta la tradición que fue la misma esposa del comisario la embelesada clienta que adquiere la mayor parte del lote de mercancías salvado del decomiso y ese episodio precursor lo decide a instalarse en Rosales, ese mismo año de 1918, inaugurando allí la tienda “El Baratillo”.
De ese sino sedentario no es difícil conjeturar una vida apacible, la búsqueda del amor, la lenta progresión de los negocios, el ocio, la amistad y los libros y el inconmensurable horizonte de conocimientos que le deparó la relación con algunos hombres y mujeres que fueron sus amigos.
Lino Saldívar, ingeniero agrónomo, uno de sus amigos, le regala hacía 1920 el libro Martín Fierro.
Fue ese acto amical otra bisagra de su existencia. ¿Qué fue para Abraham esa lectura, que él consideró fundamental en su vida? ¿Qué fibra de la nostalgia, de su tierra o de sus paisanos, tocó con sus versos José Hernández? Abraham hizo de ese libro su favorito; lo leyó y releyó y lo meditó, es de pensar, en esos melancólicos crepúsculos de la pampa o en restallantes amaneceres.
Cuando Azriel se zambulló en el Martín Fierro, seguramente en la tercera década del siglo XX, se había producido ya una notable mutación en la consideración del libro y de su autor, por parte de la llamada intelectualidad y aun de cierto público considerado, muchas veces erróneamente, culto.
Leopoldo Lugones, quizás en ese entonces el vate mayor de la “argentinidad” del centenario, dictaminó que el Martín Fierro era nuestro poema épico, lo emparentó con las sagas homéricas y con la canción de Rolando y elevó el personaje del gaucho a prototipo de argentinidad.
Paralelamente, en una operación formidable de descalificación, empequeñeció e invisibilizó la figura de José Hernández. Escindiendo al autor de su obra, la vida militante de Hernández, el acto militante de escribir el Martín Fierro perdía su carácter de denuncia y se diluía en una más de las historias de “malevos y cuchilleros”.
Ignorante de esta tradición académica sobre el libro Abraham decide, hacía los años 30 del siglo pasado, traducir el Martín Fierro al rumano, tarea que concluye en 1937 coincidiendo con el centenario del nacimiento de Hernández. Quizás en ese acto, en ese gesto quiso simbolizar, en su corazón, la unión de las dos patrias.
Abraham Azriel, cuya existencia conocemos a tres de la semblanza que se hace de él en la publicación “Rosales – El Centenario”, editada en el año 2005, por la municipalidad de esa población, murió en Rufino, Santa Fe, en 1977.
Ese gaucho rumano llegó a la Argentina cuando tenía 23 años y falleció a los 87. Estaba sin duda, en su espíritu, en sus preferencias… Y se sintió cerca, muy cerca de aquellos paisanos iletrados que encargaban al pulpero “doce gruesas de fósforos, una barrica de cerveza, cien cajas de sardina y doce vueltas del Martín Fierro”.
* Licenciado de Historia. Investigador. Docente.